viernes, 28 de diciembre de 2007

Quinto Terco


Era Ventorrillo en el siglo I antes de Cristo un villorrio tiempo ha conquistado por los romanos, ciertamente sin gran oposición. Al ver a las legiones en el horizonte del Páramo, Verdejo, caudillo del pueblo, tomó la valiente decisión de iniciar una larga galopada que no cesó hasta Finisterre. El resto de aborígenes intentaron ganarse la benevolencia de los conquistadores con ofrendas a base de huevos de toro y cabezas de gallinas, que fueron tomadas por éstos como una muestra más de barbarie, como el dormir entre vacas y cerdos o las peleas de barrigazos los días de fiesta.

Augusto el dios regía las vidas de todos los pueblos que se bañaban en el mediterráneo, y también las de zonas de secano como Ventorrillo, cuando una noche de cierzo peleón, viento antiguo y tenaz, de los que petrifican ánimas y ánimos, echó Marcia al mundo tras la barra de la taberna al primer hijo ilustre de Ventorrillo, Quinto Terco.

Fue su padre uno de los primeros en gozar de la alta tecnología romana y arrear con el arado surco arriba surco abajo de sol a sol. Mientras Pinto Terco llenaba los graneros del imperio, su esposa Marcia llenaba los buches de sus legionarios, a la sazón acantonados en sus alrededores, pues la música misteriosa que a veces poseía a los del pueblo hacía conveniente una vigilancia diligente. Los de la Legio XIII Burritrancae, curtidos en mil figones y victoriosos en otras tantas tabernas, velaban por los intereses de Roma apurando los cálices hasta el fondo.

Desde una de esas cavernas Marcia intentaba sacar adelante a su numerosa prole con todas las artimañas posibles. Era costumbre de la época beber el vino con agua, pero Marcia era más partidaria del agua con vino, que dejaba más ganancia. A menudo acababa de los pelos en mitad del foro o con un ánfora por sombrero por estas pequeñeces, o por la costumbre que tenían sus hijos de aligerar las bolsas de los parroquianos cuando iban muy cogorzas, pero pronto volvían las aguas a su cauce.

Era Marcia poco agraciada aunque de natural generosidad, lo que la llevaba a repartir su amor y su cuerpo con todo aquel dispuesto a ofrecer una pequeña aportación. Si Mesalina tiempo después fue capaz de yacer en una noche con toda la guardia pretoriana, Marcia hizo lo mismo con una cohorte completa, abriendo al día siguiente el tugurio como si tal cosa.

En este ambiente tan varonil pasó sus primeros años Terco, ayudando en las tareas del campo y en la tasca, donde aprendió el latín patibulario con el que tiempo después escribiría sus más famosos epigramas. Sudar la gota gorda bajo el sol del Páramo pronto se le reveló que no era para él, por lo que puso más empeño en secundar a su madre en su noble oficio, y no bien cumplidos los doce años, un rocoso mocetón de Padua le puso con el culo en pompa mirando para la Tarraconense. Conoció la espada de fuego que hiere dulcemente, y del poder que otorga a aquellos que se dejan envainar por ella. Su verbo fácil y sus manos rápidas le granjearon simpatías, su decisión y frialdad le abrieron el camino para prosperar en todo lo que se propusiera. Si bien sus seis hermanos estaban más preocupados en los sestercios que birlaban a los legionarios distraídos, Terco gustaba perderse bajo túnicas y armaduras, efebo moreno y rudo que llenaba la soledad de hombres que llevaban mucho tiempo lejos de su tierra, y escuchar los relatos de la lejana Galia, las ciudades de Italia, y sobre todo de Roma, centro del mundo y ombligo del universo. Hacia ella volaba su imaginación con frecuencia, deslumbrado por su magnificencia y riqueza, que se le antojaba que estaba a mano de su codicia y audacia.

El año nueve antes de nuestra era, fue enviado como legado imperial a Germania Varo con el objetivo de acabar de someter la región recién conquistada para Roma. Pero los germanos tenían otra opinión sobre el asunto, y en el bosque de Teotoburgo emboscaron y dieron matarile a tres legiones con su general al frente. En la vorágine de la carnicería se formó un ramalazo de viento huracanado que dejó las selvas germánicas para acabar reverberando bajo las grutas de Ventorrillo, poseyendo a sus hasta ese momento pacíficos habitantes, que se vieron impelidos a zafarse del yugo romano.

Amaneció el día como tantos, y cuando el sol estaba en lo alto, todas las tabernas del pueblo estaban llenas con los legionarios ociosos dispuestos a trajinar el vino de Capri o de Marsella. Pero esta vez el vino iba mezclado con bilis de salamandra y leche avinagrada de burra, cuyo efecto laxante es tal que hace imposible que le pare en el cuerpo nada al desgraciado que lo ingiera. Pronto las letrinas se vieron desbordadas de legionarios tan sueltos de vientre que muchos murieron con el culo pegado a ellas. Emponzoñaron también los aljibes que surtían los cuarteles de la legión, con lo que al cabo de una semana no quedaban en pie más de medio centenar de soldados de olor apestoso que fueron rematados sin problemas a golpes de azada. Con esta estratagema, Ventorrillo se adelantó en siglos a lo que sería conocida como guerra química.

Quinto Terco quedó horrorizado por los acontecimientos, viendo como sus amigos morían de diarrea asesina, pero consciente de que la venganza de Roma no se haría esperar, y temeroso de sus convecinos, metió sus cosas en un atillo y echó calzada adelante sin mirar atrás.

El escarmiento impuesto a la población fue ejemplar. Crucificaron a los cabecillas y vendieron como esclavos a la mitad de los habitantes, entre ellos el padre y los hermanos de Quinto, que salvó el pellejo y dio comienzo a un periplo que quedaría en los anales de la historia, no solo de Ventorrilllo, sino universal.

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