Por
si aún no se habían dado cuenta, no se ha acabado el mundo. Los mayas se unen a
la nutrida lista de agoreros, que abarca desde los voluntariosos pastorcillos
de Fátima hasta los cansinos testigos de Jehová, en quedarse con el culo al
aire en lo referente a predicciones catastróficas. Tampoco es que estos señores
despertaran mucha confianza cuando fueron incapaces de predecir el fin de su
propio mundo o confundían con dioses a los cazurros extremeños que fueron a
darles matarile a los cuatro que quedaban.
Desde
que se escribió el Apocalipsis, ese gran precursor de la ci-fi y el terror
paranormal, no ha habido año en que no nos prometieran el fin de los tiempos:
que esto no da más de sí, que tanto pecar al final se paga, que hemos acabado
con todo, que estamos en el tiempo de descuento, que esto va a petar por algún
lado. Y aparte de meter el miedo en el cuerpo a unas cuantas almas de cántaro y
hacer negocio de poco más ha valido tanta escatología.
Así
que el que haya tirado la casa por la ventana antes del fin que baje a la calle
a recoger los restos. Los que andaban con la mosca tras la oreja y han
preferido nadar y guardar la ropa que se vayan vistiendo que ya ha escampado.
Al próximo grupo en predecir el fin, no sabemos si ahora les toca el turno a la
nueva iglesia druidica de los arcanos esdrújulos o a la asociación de chacineros
de Getafe, les pedimos un poco de seriedad y que busquen argumentos más
originales para sus profecías que ya estamos aburridos de oír siempre la misma
letanía.
Decía
Gracián que las cosas más importantes vienen siempre a medio decir. Por lo
mismo, seguro que el fin del mundo llegará sin avisar ni presentarse más que lo
justo. Y además nos pillará a todos trabajando, en vez de en la barra del bar, el mejor lugar para ver la
vida pasar, y más cuando es por última vez.