lunes, 29 de octubre de 2018

El sindiós de la virgen remendada y otros sabrosos sucesos (y IV)

virgen remendada

—Buen mozo, gracias mil por librarnos de esos atorrantes —le dijo Fuensanta a Bernal en un aparte.
—Seguro que si no llegamos nosotros los hubierais toreado de cualquier manera, que se os ve muy mañosas —díjole Bernal.
—Esta vez nos tenían acogotadas. La avaricia de mi tía hizo que mucho trapicheáramos en Peralejos y casi lo pagamos con el pellejo.
—A ver si os vale de lección y no volvéis a tentar a la suerte.
—En fin, no sé como agradeceros vuestro auxilio, pero si os venís detrás de aquel seto, puedo enseñaros las artes que se gastan las odaliscas del gran sultán de Constantinopla.
—Pues mira por donde, moza, que siempre he querido saber cómo matan el tiempo por aquellos lares —y sin más ni más tras el seto desaparecieron.
—Mire, caballero del Flequillo, ser mujer en los días que corren requiere echar mano de todas las triquiñuelas que una pueda, que este mundo lo gobierna la fuerza bruta, contra la cual poco podemos nosotras. Quizás a veces se me vaya la mano, pero otras me dan de tortas, así que vaya lo comido por lo servido y lo que entra por lo que sale —se sinceró Fuenseca.
—Es usted muy sentenciosa, pero vea que la pueden sentenciar en uno de estos lances, que no siempre ha de aparecer un caballero en su socorro.
—Bien lo sé, pero es nuestro sino. Y para que vea que nuestras boticas no son un engañabobos y en pago por tan bien servirnos, quiero darle este bálsamo que le sacará de más de un mal paso.
—¿Y para qué sirve?
—Es el famoso Vulcachotas.
—¿Vulcachotas?  
—Tras tomar una sola gota sentirá subir por su pecho la fuerza de una manada de toros, no habrá obstáculo que se le resista ni caballero que le tosa.
—Mucho le agradezco este presente, señora, y aunque espero no flaquear para no tener que echar mano de él, bien viene llevarlo encima, no fueran a salirme al quite magos malandrines o trasgos amancebados con los que mi Flameada sola no bastara.
—Pues con sola una gota no quedará mago con miga a su alrededor, se lo aseguro. Esto es para que vea que soy bien nacida y agradecida, y al que bien me hace bien le hago.
Un rato después, tras estos y otros parabienes, Flequillo Flojo y Bernal partieron dejando a las mujeres seguir su camino, contentos pues aquella aventura habíales reportado a los dos muchas alegrías.
—Nada hay, Bernal amigo, como repartir justicia y dar razón a quien la hubiere, que en eso el mundo se adereza más a los deseos de la gente que por el transita.
—Cuánta razón tiene su merced, que por este mundo anda gente de toda condición, como por ejemplo las odaliscas del gran turco, que saben cosas que a las cristianas ni se les ocurren, válgame Eolo que todo lo mueve, cómo se mueven.


lunes, 22 de octubre de 2018

El sindiós de la virgen remendada y otros sabrosos sucesos (III)

 


—Pero la culpa de su mal no son estas damas —intervino Flequillo Flojo —sino su avaricia, que si hubiera atendido más a la fama de la moza que a la bolsa de su padre, no se vería como se ve.
—Poco arte tienen estas remendonas, de haber hecho bien su trabajo, este hombre no se  enterara de los que habían guardado cola en el dormitorio de Marica —dijo Bernal.
—Es que era ya la tercera vez que la zurcíamos y estaba muy dada de sí, que nosotras somos muy industrias, pero milagros al papa de Roma —se defendió Fuenseca.
—Pues a ver cómo zurcen mi honra, que soy el pitorreo de todo Peralejos —quejose el marido.
—Mire usted, buen hombre —le dijo Flequillo Flojo — entiendo que se sienta usted burlado, pero la calidad de su dama no se mide por lo virgo que sea o haya sido, sino por su buen carácter, probidad y altura de miras. Su Marica muchos trabajos se ha tomado para casar con usted, así que en alguna estima le tendrá. Haga vida conyugal sin pensar en el que dirán, y verá cómo encuentra una amiga, esposa y madre.
—¡Qué remedio me quedará, que lo que Dios ha unido no hay cuernos que lo separe! —se lamentó Pablo.
—Que tu Marica se ha cosido el chocho solo por camelarte, no imagino mayor prueba de amor. —puntualizó Bernal —Además, no presumas de cornudo, que lo que corrió antes de conocerte lo hizo por darle gusto al cuerpo, no por fastidiarte a ti.
—Pero al menos estas chanchulleras merecerían un escarmiento, que no somos solo nosotros, que el resto de gente que ha huido al llegar su merced dando bandazos con la espada también fueron timados con sus afeites y potingues.
—Pablo, Pablito, Pablete, mientes como un botarate, que los de ese pueblo de borregos queréis que os hagan las cosas de balde, que en llegando la hora de pagar os achicáis todos, y luego venís diciendo que no os alivian nuestros remedios, atajo de alfeñiques con almorranas, Santa Jeringa os reviente a todos.
—Lo que convendría es avisar al Santo Oficio para que las emplumen a las dos —dijo Pedro mientras se rascaba las pulgas ganadas en sus amores.
—Señores, lo que tienen que hacer es sacar lección de lo ocurrido, que en cuestiones de amores no sirven ni atajos ni apaños, sino ir con el corazón en la mano —zanjó autoritario Flequillo Flojo. — Vuelvan a sus casas. Don Pedro, procúrese moza que le quiera por lo que vale y no por lo que parezca. Don Pablo, reconcíliese con Marica, que bien ha de recibirle, y dejen a estas damas seguir  su camino.
La decisión de Tirso no convenció a ninguno de los querellantes, pero en tanto que el caballero tenía asida a Flameada decidieron obedecer, no fuera a caerles otro mandoble. Farfullando y echando la vista atrás a cada rato se fueron por donde habían venido.
—San Bocio y Santa Celiaca intercedan por ustedes, gracias por habernos sacados de este atolladero. No volveremos por este pueblo de mendrugos hasta que se pudran, cuadrilla de mamarrachos —se despachó Fuenseca.
—No conviene echar tantas pestes por muy mal que la hayan tratado en el pueblo. A estos clientes suyos los he despachado de su lado no porque no tuvieran su parte de razón, sino porque no acabara el litigio en escabechina —le amonestó Tirso.
—Y mucho se lo agradezco, Don Flequillo, que no somos más que dos pobres mujeres vagando por estos caminos de Dios sin nadie que nos ampare, que sino no se nos subirían a la chepa tan fácil, malditos sean todos los huesos de sus podridas calaveras, Santa Afasia los ahogue a todos —renegó la vieja.
—Jure menos y no abuse tanto de las debilidades ajenas, que un día le van a dar un disgusto —le aconsejó Flequillo.

lunes, 15 de octubre de 2018

El sindiós de la virgen remendada y otros sabrosos sucesos (II)

virgen remendada

—Yo ni quito ni pongo virgo, pero ayudo a mi señora —se despachó airada Fuenseca. Luego se lo pensó mejor y dijo en tono más templado. —Piense su merced que muchas doncellas hay que han tenido un mal paso o algún galán con buena planta y no han podido resistir la tentación, que la carne es débil, y la joven más. Si por una nimiedad como esa van a perder un buen partido, yo les puedo hacer un apaño y aquí paz y después gloria, que bien está lo que bien acaba.

—Mal está lo que mal acaba, rata sarnosa, que habría que atarte una rueda de molino al gaznate y tirarte del campanario. Hace unos días fueron las bodas, y empeceme a amoscar de la mucha guasa que se llevaban los invitados, que hasta los monaguillos se reían al verme pasar del brazo de Marica. A ella muy feliz se la veía, como si no creyera de haber casado. Su padre mandó asar capones para medio pueblo, por ver si les cerraba la boca y no supiera por donde había pacido Marica antes de venir a mi huerto.

—Y todo hubiera sido conforme si este botarate hubiera cumplido como un hombre —dijo Fuenseca. —Mira que le ofrecí los servicios de mi sobrina para que no hiciera el panoli en la noche de bodas, pero como es un rácano y un cazurro no quiso gastar ni un chavo en aprender las artes que convienen en la cama, que deberían llamarle Pablo Apandador, porque no suelta nada que caiga en sus garras. Y luego pasa lo que pasa, que no saben ni meterla ni sacarla, San Duodeno nos proteja de semejantes patanes.

—¡Calla, tragacantos! Después de sacarle los cuartos zurciendo a Marica querías sangrarme a mí. El caso fue que, llegada la noche, nos fuimos a la cama a consumar el casamiento. Que yo no hubiera conocido mujer hasta la fecha no quita para que no barruntara lo que debía hacer, que uno ha visto a muchos perros a cuatro patas, con perdón —dijo mirando a Pedro — y las personas hacemos lo mismo, pero a dos. Cuando metí mi verga por donde mandan los cánones, mientras la falsa de Marica hacía aspavientos y decía que la llevaba a la gloria, al paraíso y no sé dónde más, pronto sentí que aquel conducto no era natural, que por mucho que pugnaba no conseguía fincar del todo. Dale, esposo mío, hasta el fondo, decía la ladina, pero aquello parecía saco con doble fondo. La pendeja cerró sus piernas sobre mí cintura y con premura me pedía que rompiera el velo de su inocencia, pero a mí aquello se me antojaba una tapia. Cuanto más forcejeaba más dolorida sentía la verga, y empecé a entrever que lo de morir en los brazos de una mujer pudiera ser verdad. Estaba yo purgando de supuesto amor cuando bajo nuestra ventana se pusieron a cantar los de la Cofradía del Santo Garito una copla que decía ‘pobre de nos, pobre de nos, que se acabaron las fiestas que Marica dábanos’, lo cual no ayudó a nuestro ayuntamiento, sino lo contrario. Había oído que yacer con hembra era tocar el cielo con la yema de los dedos, pero llagado estaba por completo, con el cipote en carne viva, por lo que decidí sacarla de aquel coño que me estaba devorando. No te salgas, esposo mío, que me muero, decía la malnacida, pero yo salime por no morir. Cuando la saqué empezó a salir de su entrepierna no sé qué cosa ensangrentada que de primeras pensé que se le iba la vida por yo mucho fincar. Luego entendí que eran unas telas metidas allí y que esas eran las que me habían jodido. Allí mismo la agarré por el gaznate y no aflojé hasta que confesó todo. Que era más puta que las gallinas, que había folgado con medio pueblo, y que su padre había pensado en mí porque miraría más a la dote que a sus dotes. Y me refirió como habían llamado a estas dos sabandijas para que le remendaran el virgo, pero en vez de eso se lo tapiaron. Que yo me casé con ella pensando que era doncella, pero tenía más amantes que ovejas su padre. Y estas meapilas ayudaron a mi perdición. Así que, caballero, vea cuánta razón tengo en quererles arrancar todos los pelos para hacerme una peluca y que no se vean los cuernos con los que mi esposa me honra.