lunes, 29 de febrero de 2016

Pomona (IV)

Con estos antecedentes es fácil concluir que aquella mañana de viernes estaba siendo especialmente desapacible para Cheesepound, no porque la sempiterna llovizna londinense le afectará lo más mínimo, sino por la terquedad con la que sus neuronas chocaban entre sí dentro de su cabeza. Pero la disciplina que había aprendido en Eton y de la que siempre se valía en trances como aquel le determinaban a no abandonar el lecho ni aunque vinieran a ofrecerle el virreinato de Jaikanapur. Con aquel temple que caracterizaba a su familia desde hacía generaciones soportaba bajo las sábanas sir Watkyn las veleidades de la fortuna, y en algún momento creyó que aflojaba un tanto el furor gástrico y la zapatiesta que tenía en la cabeza, cuando de pronto se abrieron los infiernos.

Fue como si se desgarrara la tierra y los millones de almas que desde el principio de los tiempos llenan el averno gritaran al unísono dentro del dormitorio de sir Watkyn. Su cuerpo dejó de sufrir y entró en sock, creyó que el fin del mundo le había pasado por encima. Pero tras la primera impresión tuvo que concluir que su apreciación se había quedado corta. Un alarido sostenido laminaba todo su ser, pesados martillos caían sobre su cogote, haces de rayos mordían sus sesos, y por muy mermadas que estuvieran sus facultades tuvo que aceptar que no se trataba de un sueño. En un acto de voluntad pura consiguió entreabrir un párpado para certificar que en efecto en su cuarto se había hecho la luz. En otro supremo esfuerzo abrió el ojo para contemplar el extraño espectáculo que se ofrecía en su cámara.

A los pies de la cama pudo ver a cinco gaiteros escoceses en uniforme de gala tocando con toda su alma Scotland The Brave. Las vejigas hinchadas a pleno pulmón por aquellos highlanders ataviados con sus impolutos kilts y que luego convertían en un sonido trepanador era lo que había abierto en canal al por lo demás paciente y distante sir Watkyn, cuyo primer impulso fue el de elevar una moción en la Cámara de los Lores en la que se prohibiera el uso de gaitas en el área metropolitana, así como en todos los territorios de ultramar del Imperio Británico. Luego simplemente pensó en tomarse la justicia por su mano y usar sus influencias para que aquellos solplagaitas acabaran barriendo la arena del Kalahari.

Hasta la borla del gorro de dormir que le regalara tía Úrsula con motivo del décimo aniversario de su divorcio del atorrante Egerton Gorringe saltaba desquiciada sobre la frente del sufrido sir Watkyn ante aquel desconcierto matutino, cuando la compañía de gaiteros dio por concluido el recital y desfilaron por la puerta con la misma solemnidad que si salieran del castillo de Edimburgo. Pero el dueño de la cámara y ocupante del lecho tuvo claro que el daño ya estaba hecho y que en lo sucesivo su aparato auditivo solo emitiría algo parecido a un rebuzno asmático. Tal impresión fue rubricada en el acto, cuando su fiel y leal Kingsoup dijo desde la puerta aquella frase incomprensible:

-Señor, la señorita Pomona Twistleton.

sábado, 20 de febrero de 2016

Pomona (III)

pomona

Según parecía, en los tiempos en los que Su Graciosa Majestad fue exaltada al trono de Gran Bretaña se produjo una infiltración anarquista en varias dependencias del Royal Mail, en el susodicho condado de Essex. Estos desaprensivos funcionarios de correos, valiéndose de las prerrogativas propias de su cargo y en un intolerable abuso de la confianza que el estado había depositado en ellos, durante un periodo indeterminado estuvieron utilizando un matasellos no autorizado. Según pudo constatar Bingo tras leer y releer legajos e informes de la época y marear a los funcionarios de la oficina de Chelmsford, aquellos ácratas estuvieron cancelando los sellos con la esfinge de la reina Victoria de tal manera que puesto el matasellos Su Majestad quedaba coronada con unos cuernos que para sí quisieran muchos machos cabríos.

Así, una reina cornuda fue avistada en los cuatro confines del imperio, siempre con el remite de alguna localidad de Essex. Por más que una dudosamente diligente investigación intentó echar el guante a los culpables de aquel delito de lesa majestad nada pudo aclararse, pues ni se encontraron los matasellos ni los que salvajemente habían estampado sobre la testa coronada de la reina Victoria semejante ignominia. Lógicamente, los ejemplares de la vergüenza fueron destruidos con diligencia por las autoridades o por los ofendidos destinatarios, echándose tierra sobre el asunto. Pero la temeridad y tenacidad de Bingo habían sacado a la luz el asunto cuarenta años después, e incluso afirmaba que estaba en posesión de un sello de un penique en el que se podía ver a la soberana con toda su cornamenta. La visión de una vieja carta en la que un coronel destinado en Guinea informaba a su mujer que desde que contaba con los servicios de un ebúrneo aborigen ya no la echaba tanto en falta y en cuyo ángulo derecho figuraba el demoníaco matasellos fue el hito culminante de la velada, momento que aprovecharon para descorchar otra botella de Saint-Émilion.

En el ejercicio introspectivo al que la resaca le había abocado sir Watkyn advirtió que a partir del momento de la crucial revelación sus recuerdos empezaban a menguar a ojos vista. Le pareció oír cómo los muchachos proponían desplazarse hasta la escena del crimen postal para tomar declaración, y de paso unas pintas, a todo posible sospechoso. Tal acción fue votada por unanimidad, lo que provocó el descorche de dos botellas de champán, dado lo inusual del resultado. Bamfylde Rowcester recordó a sus compañeros de farra la merecida fama de los galgos de la región, y que podían hacerse con los servicios de algún esforzado animal y probar suerte en la temporada que estaba a punto de empezar. Bingo no cabía en sí de gozo ante la implicación de sus colegas en un caso tan oneroso para la corona, y prometió no escatimar ni en recursos ni en botellas hasta dar con las ratas que habían arrastrado por el barro el honor regio. Sir Watkyn poco más recordaba después de jurar sobre la Union Jak que no cejaría en el empeño, aunque hubiera olvidado dicho empeño. El resto eran recuerdos hechos jirones, frases inconexas, volúmenes misteriosos, extraños perfiles. No estaba en condiciones de asegurar que la utilización del gordo trasero de William Carmolyle como improvisada diana para dardos hubiera tenido lugar, por más que el mismo sir Watkyn de un certero disparo hubiera interesado de lleno una de sus hemorroides.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Pomona (II)

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Decididamente, tendría que hablar al respecto con Big Bingo Twistleton, a su parecer el principal causante de su postración. Ese muchacho se había empeñado en celebrar una reunión en su casa, cuando era público y sabido que la noche de los jueves se encontraban en el Club de Caballeros Con Todo El Tiempo Que Perder para ponerse al corriente sobre las últimas noticias de cricket y rugby. Pero el pequeño y fogoso Big Bingo insistió en que acudieran a la casa familiar una vez que su progenitor, el gran Little Bingo, se personara a negociar rifle en mano una mejora de las condiciones laborales en sus minas de diamantes de Sudáfrica.

Pero la ocasión lo merecía, o en eso insistía Big Bingo, al que la inmensa fortuna familiar no había convertido en un desocupado más sino todo lo contrario, siendo uno de los referentes a nivel nacional en el intrincado mundo de la historia postal. Y por lo que dejó entrever en su convocatoria, había hecho un descubrimiento que haría temblar los pilares de la filatelia, hecho que a sir Watkyn y al resto de los muchachos traía perfectamente sin cuidado, no así la surtida bodega del gran Little Bingo, que pensaban saquear en su ausencia.

Ni que decir tiene que en cuestiones de alcoholes los Cheesepound gozaban de una larga experiencia que sir Watkyn había llevado a la cúspide. El ser desde hacía generaciones los proveedores oficiales de ginebra de la casa real los hacía una de las familias más respetables de la City, además de otorgarles un asiento en la Cámara de los Lores, lugar donde no habían visto todavía al joven sir Watkyn, ocupado como estaba a jornada completa en las carreras de caballos, de galgos y en otras actividades indispensables para la economía nacional. Por eso estaba al tanto de la importancia de la bodega de los Twistleton y dispuesto a escuchar cualquier sesudo estudio sobre matasellos o franqueos que el erudito Bingo tuviera a bien enjaretarles siempre que fuera regada con una botella de Burdeos o cualquier otro caldo de pro.

El pequeño Big Bingo no se llevaba a engaño en lo referente a las aficiones de sus amigos y colegas de club. Como sabía que no era precisamente la pasión filatelia lo que hacía hervir sus venas, ordenó a su mayordomo que hiciera una selección de vinos y licores a la altura de la ocasión. Así, Cheesepound y compañía cataron por vez primera ribeiros y alvariños, vinos poco vistos en las riberas del Támesis, además de jerez y armañac. Cuando Bingo pasó a contar su trabajo de campo en el condado de Essex su público ya estaba entregado, y alguno desparramado.