lunes, 20 de mayo de 2024

Obras y amores de Quinto Terco. Capítulo IV: Sexto y Próspero

 

Allá se fueron todos al palacio del gobernador, Sexto de amor saciado, Gala en ayunas. Quinto excitado por entrar en la alta sociedad. Pomponio encantado de lo rápido que había sido su protegido en camelar a este matrimonio avenido por conveniencia y ávidos de emociones en su destierro provinciano.

La sala principal del palacio bullía con lo mejor de la sociedad local. Hoscos terratenientes indígenas con sus grandes barrigas por las esquinas. Comerciantes romanos, con mirada arrogante y diarrea verbal, conspiraban para timar a los labradores y se cuidaban de los armadores galos, altos como armarios y demasiado simples para los tejemanejes de los latinos. Sacerdotes de Júpiter Amón, que querían dar cuenta de las predicciones hechas en el duodeno de un carnero sobre el mandato del nuevo gobernador. Preceptores griegos discutiendo si Baco prefería el tintorro o el clarete, al lado de los magistrados municipales que no hacían ascos a ningún caldo. Algunos mandos militares, más perdidos entre tanta pompa que Neptuno en mitad del desierto, no veían la hora de irse al burdel a soltar lastre. Entre todos ellos arribistas y buscavidas de todo pelaje, gentes como Pomponio o Quinto, prontos a aprovechar cualquier oportunidad para medrar. Esperando estaban a Próspero Póstumo, nombrado por Augusto gobernador de la Citerior no solo por sus grandes servicios a la república, sino porque su presencia le resultaba más pesada al César que todos los elefantes de Aníbal juntos.

Perrito faldero y brazo ejecutor de Augusto desde los lejanos días de los triunviratos, le ayudó a meter en cintura al senado a base de cortar ilustres cabezas. Luego colaboró con él en sus campañas militares como responsable de suministros, por lo que su puesto estaba en la cómoda retaguardia, en encarnizada lid con sacos de trigo y ánforas de aceite, de las que siempre despistaba alguna para su beneficio. Todo lo agradecido que estaba Augusto a sus servicios no impedía el sopor que le producía su presencia y el hastío de su conversación. Contaban las malas lenguas en los mentideros del foro que el César solo buscaba su compañía cuando no conseguía conciliar el sueño. Como hacía tiempo que eso no le preocupaba le dio por esposa a una sobrina suya, Crestila Julia, alocada joven de la familia Julia, y lo mandó a Hispania a aburrir indígenas.

El nuevo gobernador había hecho suya la política imperial de vuelta a las antiguas tradiciones republicanas, a la sobriedad y austeridad que caracterizaban a los romanos cuando eran un pueblucho en mitad del Lacio. Contrario a la ostentación y al libertinaje que corrompían a la aristocracia, él, plebeyo catapultado a las más altas magistraturas de la república, creía su deber ejercer de censor de costumbres de una nobleza corrupta, amante de las riquezas y el vicio y en nada preocupada en servir a la república. Llegaba con la intención de meter en cintura a todos esos que pasaban la vida entre banquete y banquete, en bacanales de varios días y rodeados de seda, dados y cortesanas. Por su parte, los comerciantes y nobles allí afincados miraban con sorna al vejestorio casado con la jovenzuela solo preocupada por la ropa y los tocados y poco inclinada a la austeridad, y confiaba en que su programa de reformas quedara, como en Roma, en buenas intenciones.

Pomponio se movía entre las gentes reunidas en la recepción como pez en el agua, recordando otros tiempos mejores, saludando a todos sin conocer a nadie, regalando atenciones a las damas, interesándose por los más pudientes y buscando lugar preferente para cuando hiciera acto de presencia el gobernador. Recomendó prudencia a Quinto, cachorro en estas lides, que paseaba su hocico pasmado entre gente con ropajes inimaginables para él. Mujeres con peinados imposibles y perfumes que parecían hechos por los mismos dioses  le excitaban todavía más de lo natural en él. Mientras preguntaban a Gala y a Sexto por su nuevo compañero, olas de cuchicheos y envidias iban surgiendo y rompiendo contra las columnas de la sala, intentando saber cuál de los dos se llevaba a la cama a ese jabato recién llegado.

Al grito de un edil, enmudeció la reunión e hicieron entrada Próspero Póstumo y Crestila Julia. Él, con toga bordada en oro, coturnos con incrustaciones de piedras preciosas, de la mano de su grácil esposa que más parecía nieta, vestida de amplio escote, moño descomunal ensartado con mil pasadores y liviano vestido que dejaba adivinar las pocas carnes que no iban al descubierto. En el andar del nuevo gobernador camino de su cátedra se conjugaban toda la pompa y solemnidad del pueblo que había señoreado todas las riberas del mediterráneo. Pausado, barbilla altiva, mirada arrogante, una mano dirigiendo el vuelo de su toga satinada de oros, la otra llevando a su mujercita, demoró su paseo entre los asistentes que ya percibieron, sin ni siquiera oírle hablar, que su estancia en Tarraco iba a ser como su entrada en la gran sala de audiencias, más larga que un día sin vino.

Cuando hubo llegado a su escaño y saludado a las autoridades municipales, tomó la palabra:

─Ciudadanos de Tarraco, salve. No el destino, ni los dioses, sino el mismo Augusto ha otorgado a Próspero Póstumo el honor y la responsabilidad de llevar las riendas de esta provincia, de Hispania entre las primeras. Vienen a mi memoria los lejanos días en que acompañé a nuestro César a las guerras contra los cántabros, donde desde primera línea con mi espada bañada en sangre amplié hasta el mar septentrional las fronteras del imperio.

─Pues yo bien he oído que este bravo soldado era el encargado de los abastecimientos de las legiones, y vio más cebollas que enemigos─ cuchicheó con su acompañante un rico agricultor, ridículo con el traje de gala que le había comprado su mujer.

─…Quiero hacerles participes de que los laureles del triunfo nunca han cegado mi entendimiento, más incluso, ni lo han nublado…

─Lo que han cegado es tu boca─ rio por lo bajo uno de los maestros de retórica, que pensó ofrecerle sus servicios no más acabara su diatriba.

─…Porque Próspero Póstumo ha antepuesto siempre a su ansia de honores el bien supremo, que no es otro que aquel que hace más grande al senado y al pueblo de Roma…

─Así que las sisas que hacía en los suministros eran para mayor gloria de Roma─ se oía al fondo por lo bajo.

─…Quiero comunicarles que la labor que Próspero Póstumo se dispone a desempeñar en esta magistratura será regida por las más altas miras…

─Por eso ya ha hecho mirar quienes son los ciudadanos más acaudalados para que sufraguen alguna de las necesidades de su nuevo  cargo.

─…y que la promoción de las artes y las letras será una faceta prioritaria, más incluso, las favoreceré abiertamente, dentro de la decencia y el buen gusto que caracterizan al pueblo romano.

─Se dice que en Roma era amigo de Tito Livio, el historiador, y de pesados que eran los dos, cuando iban a los burdeles, ellos entraban por la puerta y las putas salían por las ventanas, nadie aguantaba dos horas de homilía sobre el final de la monarquía o el rapto de las Sabinas─ cuchicheaban los comerciantes romanos sin perder de vista el escote de la señora gobernadora.

─…viene a mi memoria la gran victoria de Actio, donde puse mi brazo una vez más al servicio de Augusto. Con el mismo tesón con el que luchó  desde el puente de la galera, Próspero Póstumo llevará el timón de la provincia…

─Me ha contado un marinero que parece que en el viaje desde Roma estuvo postrado toda la travesía. En Actio seguro que atacaría a los partidarios de Marco Antonio vomitándoles en la cara─ dijo Sexto a Pomponio, al que se le empezaban a cerrar los ojos con tanta épica.

Quinto y Gala habianse quedado atrás entre el gentío que padecía estoicamente el rimbombante  discurso. Aprovechando que nadie reparaba en ellos, cogió a Gala de la mano y le recitó quedo al oído

Cada vez que Gala sopesa con sus dedos

un pene erecto y lo mide un buen rato,

indica sus libras, onzas y gramos;

cuando después del trabajo y sus ejercicios

yace aquel como correa floja,

indica Gala cuanto más ligero es.

No es ésta, pues, mano sino balanza.

 

Versos que cayeron en el ánimo de la abandonada esposa como lluvia de mayo, sobre todo cuando Quinto la ciño a su cintura y pudo sopesar que se traía el íbero entre piernas. Vio Quinto en una esquina una pequeña cámara destinada a la guardia de palacio que se encontraba vacía, y hacia allá llevo a su paloma mientras Próspero empezaba a enumerar sus hazañas contra los partos. Aunque las hembras no eran su fuerte, Quinto conocía los rudimentos de su funcionamiento, y no tardó en engrasar el mecanismo de tal manera que la dama pronto tomó la misma velocidad que una noria tirada por media docena de asnos. Gala, acostumbrada a amantes lacios y decadentes, se vio sobrepasada por el ímpetu de Quinto y empezó a jadear de manera preocupante. Entre las montañas de cabezas cortadas por Próspero en Partia se empezaba a oír por la sala de audiencias un jadeante rumor que no parecía de ninguna batalla.

─…y saltando Próspero tras el jefe enemigo, que replegándose rápidamente, más incluso, huyendo abiertamente, quería hurtar la victoria a las águilas romanas que…

Un grito largo y prolongado paró el discurso y la cobarde huida, todos mirándose unos a otros sin saber de dónde surgía el alarido, decididamente poco guerrero. El orgasmo de Gala había roto el clímax  del discurso del gobernador, que montó en cólera, pero no halló culpable pues se escondieron tras una gran estatua de César Augusto. El gemido había sacado de su letargo a los oyentes, que agradecieron un poco de excitación para acabar la perorata, aunque no fuera a cargo del orador. Solo Sexto y Pomponio, al comprobar la ausencia de sus acompañantes, se imaginaron lo sucedido. Sexto maldijo el tener que pelear con su esposa hasta por los movimientos de cadera de Quinto, mientras Pomponio se maravillaba de las dotes de su pupilo, que en menos de un día había sorbido el sentido de la infeliz pareja. Se dijo que gracias a los polvos de este hispano igual nos libramos por una temporada del polvo de los caminos hispanos.

 

lunes, 6 de mayo de 2024

Obras y amores de Quinto Terco. Capítulo III: Tarraco


 

Con el nuevo día, Pomponio le propuso a Quinto:

─Mira, nunca he oído a nadie cantar como tú, por las sandalias de Apolo que enamoras a quien te oye. Te propongo que te unas a nuestra compañía. Hoy es poco lo que podemos ofrecerte, pero nuestra suerte está a punto de cambiar.

Nada más quería escuchar Quinto, que desde que los encontró sintió otra vez el calor del hogar y en Pomponio no solo el amante de una noche sino un maestro. Feliz hizo su entrada en una aldea en la que ejecutaron unos cuantos números de circo y él cantó un par de canciones que movieron a los lugareños a aflojar sus ceños y sus bolsas. Cándido, el más viejo de la compañía, le comentó que con sus versos ya no tendrían que salir al galope de los pueblos como sucedía las más de las veces.

Con paso mortecino tiraban las mulas de las carretas a la caída de la tarde, mientras Pomponio y Quinto hablaban en el pescante.

─Mira, esta calzada lleva directamente a Tarraco, capital de la provincia y una de las más grandes ciudades de Hispania. Hacia allá nos dirigimos, que grandes oportunidades nos aguardan, por las legañas de Hércules. Me ha llegado la noticia de que en la ciudad se hallan Sexto Parco y su esposa, Gala Rala, caballero romano que conozco tiempo ha, amigo del juego, el teatro y los jovencitos. Si nos ponemos bajo su protección no ha de faltarnos nada, y con satisfacer su vanidad, dejaremos de errar por estos caminos.

─ ¿Y cómo se satisface la vanidad de un caballero romano, que yo no he tratado más arriba de centuriones?

─Tiene inclinaciones literarias, aunque ninguna dote. Habrá que alabar sus escritos, a pesar de que cuando los lee en alto hasta las musas corren a refugiarse en el Hades por no escuchar tanta necedad una detrás de otra. Además, seguro que se prenda de ti, moreno mocetón, que en Roma tuvo un amante íbero de tu gracia.

─Si el viejo verde nos da para vivir, ya le daré yo vida alegre, que soy bien agradecido. Y Tarraco bien vale un revolcón, y quizás alguno más.

─Veo que me entiendes. Con la adulación y el fingimiento podemos vivir de la liberalidad del licencioso Sexto el tiempo que queramos. Y él nos introducirá entre la aristocracia de la ciudad, donde las oportunidades de ganancia no han de faltar.

─ ¡Vamos pues! ¡Tarraco espera! Gritó al horizonte tras el que se hallaba la primera ciudad que pisaría Quinto, y ya la sangre juvenil bullía en sus venas, ansiosa de novedades.

Cuando al fin estuvieron bajo las murallas de Tarraco, enmudeció Quinto ante los grandes lienzos que abrazaban la ciudad haciéndola inexpugnable, cerrándola sobre sí misma y abriéndola al mar. Señoreaba desde su privilegiada situación todos los contornos, y se sintió Quinto empequeñecer ante los tejados de los templos y los palacios de la ciudad alta que querían acariciar los cielos, que a su parecer así debían ser los de Troya. Pomponio sintió el penetrante y familiar olor que desprende una ciudad, mezcla de calor animal y sudor humano, humo de figones, aceite quemado e inmundicias acumuladas en las esquinas de las calles.

─Por fin el olor de la civilización, por las canas de Neptuno, cuánto lo echaba de menos.

Tarraco, capital de la provincia de la Hispania Citerior, centro de vino y vicio, poseía un puerto floreciente al que llegaban artesanías de Alejandría, tan caras como frágiles, cortesanas griegas recién licenciadas en hacer el amor a cualquier tipo de ser animado, perfumes de Corinto que embotan el cerebro o manufacturas de Italia, caras y resistentes, y hasta sedas del más remoto oriente, mientras de allí salían el vino y el aceite íberos. Gentes de todo el imperio llenaban sus populosas calles, el foro y mercados. Quinto nunca se había movido entre un gentío tan variopinto, y todo le arrastraba: el esclavo negro de mirada humillada y cuerpo apolíneo, la dama que pasaba en una silla de mano, lánguida y ensimismada; el barbero adecentando a sus clientes a la puerta de su local; el comerciante judío cerrando un trato con el armador libio, los cosetanos, naturales de la región, cejijuntos semi bárbaros amigos de la bronca y la molicie apostados en los cruces de las calles a ver que podían distraer a los viandantes, todo era torbellino multicolor para el pueblerino de Quinto. Al pasar ante el templo de Júpiter, con sus columnas que se perdían en lo alto y su frontón historiado no pudo reprimir un gemido de reverencia y miedo. Pomponio, que para nada se dejaba impresionar por los dioses o por sus moradas, ya había localizado la de Sexto, un palacio en la ciudad alta lindante con el foro. Un liberto viejo y cojitranco les informó de que su señor estaba haciendo negocios en el puerto, y les pidió que le esperaran en el amplio atrio hacia el que daban las habitaciones principales de la casa, que husmeo discretamente Quinto, que nunca había visto paredes pintadas con escenas mitológicas y mosaicos que cubrían el suelo entero de una estancia.

─Ha medrado bien Sexto Parco, por los juanetes de Aquiles─ ponderó Pomponio mientras miraba el Cupido pelotudo que remataba el pequeño estanque del atrio. ─Cuando yo le conocí en Roma había apostado toda su hacienda a los dados y vivía del noble arte del sablazo. Pero aquí le tienes, viviendo como un sátrapa, solo le falta su busto en mármol para ser un padre de la patria, que amor a los jóvenes nunca le ha faltado.

─Y tiene más esclavos y libertos que soldados la legión. Entre tantas riquezas, seguro que algo se nos quedará entre los dedos─ echaba cuentas ya Quinto de lo que podía rentarle el aristócrata mariposón.

Cuando llegó el sol a lo alto y desde el Pretorio se corrió la voz de calle en calle de que ya era mediodía, dejaron las gentes sus labores, bajó el bullicio y se fue cada cual a comer. Al poco, entró en escena Sexto Parco, rechoncho y cachazudo, sudorosa frente que poco a poco se hacía una con el cogote, nariz rota y ojos chiquitos de cangrejo. No más meter los pies en el atrio quedó fijo en Quinto Terco, a la sazón sentado al borde de la fuente y jugando a salpicar a la pícara estatua de Cupido, todos los rayos del sol reluciendo en sus rizos de azabache, las piernas cruzadas como desnudo nudo que asfixiaba al mirar, la mirada franca y socarrona que le dejó sin voz. Antes de que saliera de su sorpresa, terció Pomponio:

─Sexto, Sexto Parco, de pie esperamos el honor para este pobre actor y su compañía de que tengas a bien el recibirnos. Cuando nos enteramos de que te hallabas en Tarraco, rogué a los dioses manes nos dieran la oportunidad de venir a rendirte pleitesía, que caballero tan principal bien lo merece.

─Vaya vaya… si es Pomponio… cuanto tiempo… siempre tan pomposo─ atinó a decir el señor de la casa mientras seguía pendiente de los juegos fluviales de Quinto. ─Ave, sed bienvenidos a mi humilde casa.

─Vivamente me acuerdo de los banquetes literarios y otros entretenimientos en nuestra añorada Roma.

─Verdad es. Tuviste que ausentarse por un patinazo con Mecenas, ¿no es verdad? Ya recuerdo. ¿Sigues con tus comedias?

─Mi vida toda es una comedia, y a pesar de estos cabezas huecas de hispanos que no saben apreciar mi arte, la última escrita es siempre mejor a la anterior, por el refajo de las musas.

Pronto se hizo presentar a Quinto, sobre aviso por el nerviosismo de Sexto de que su corazón cabalgaba desbocado, y él era el jinete que lo espoleaba.

─Pomponio no para de contar el arte con que maneja odas y elegías. Yo también hago mis pinitos en ello y espero aprender mucho de usted.

─Y yo gustosamente te enseñaré todo lo que quieras, que no hay más que verte para imaginar que estás muy bien dotado.

─Tengo sed de saber y busco quien la sacie─ dejo caer Quinto mientras se echaba una mano al pecho y otra a la cintura, pero antes de que Sexto diera un traspiés terció Pomponio.

─El teatro está en crisis, el público ya no escucha respetuoso los hechos de los grandes héroes o los dioses, no, Júpiter los chamusque a todos. Hoy solo quieren saltimbanquis y mimos, que más parece circo que teatro.

─Quizás dices bien, Pomponio. Aquí en Tarraco está próximo a terminarse un teatro en piedra, pero no hay ningún autor que pueda escribir una obra lo suficientemente buena para la inauguración. Y yo parece que no gozo del favor de las musas.

─¿Cómo puede ser eso? Todavía me estremezco al recordar alguno de tus escritos. Tus versos movían almas. Había tortas por acudir a los banquetes en los que leías tus obras.

─Sí, pero en cuanto cambié de cocinero bajó mucho la asistencia, así que igual no iban por mis hexámetros y sí por mis pollos en pepitoria. Eran otros tiempos, ahora soy hombre casado y tengo que llevar el negocio de mi suegro, rico comerciante de Ostia. Me ha mandado a este agujero provinciano a que organice su comercio de vino y aceite. Si algún día quiero heredar su negocio tengo que dar el callo primero, así que en vez de liras y versos hoy paso los días entre ánforas y odres.

─Mis felicitaciones, no sabía que tenías esposa.

─Pues pronto tendrás el disgusto de conocerla, que estará al llegar del mercado. No te voy a engañar, me casé por su dote, pero en lo demás cada uno hace lo que le place─ dijo mirando a Quinto, que callado atendía la conversación. Ella tiene sus amigos, y yo los míos.

En esto, llegó Gala Rala, la amante esposa, alta y seca, deje nasal y nariz aberenjenada, ojos como queriendo huir de la vecindad de esa prominencia y boca coronada de un labio superior arrugado y con lunar del tamaño de una lenteja bien surtido de pelos. Agradecida tenía que estar a su padre, no por los genes heredados, sino por la dote con que la hizo atractiva a nobles arruinados como Sexto. Con el dinero consiguió marido, pero en la cama no ejercía como tal, por lo que tenía que meter en ella cualquier desesperado de la localidad o fatuo que esperara medrar a sus pechos. Sexto y Gala eran famosos entre la pequeña sociedad local por sus correrías amorosas, el tras jovencitos, ella tras lo que se dejase, dándose el caso de haberse pisado alguna pieza. Hijos del libertinaje de la capital, se comportaban en Tarraco como si estuvieran entre las colinas de Roma, cuando la sociedad local era más timorata y miraba con incredulidad los lances del noble arruinado y la plebeya enriquecida.

El encontrarse con un compañero de orgías y banquetes levantó el ánimo de Sexto, que rápidamente tomó bajo su protección a toda la compañía de teatro. Mandó preparar alojamiento en su villa a Pomponio y Quinto, que le interesaba tenerlo cerca, y al resto les cedió un habitáculo maloliente en la ciudad baja. Esa misma tarde daba Próspero Póstumo, nuevo gobernador, una recepción en la que estaría la flor y nata, y Sexto decidió invitar a sus protegidos y presumir de efebo en la reunión.

─Pero yo no tengo ropa adecuada para algo así─ se quejó Quinto

─Yo podría buscarte alguna prenda─ dijo tímidamente Gala

─Quizás te convendría descansar, querida, que llevas una mañana muy agitada. Ya buscaré algo adecuado para nuestro joven amigo.

Mientras Pomponio contaba a una Gala contrariada sus peripecias, llevó Sexto a Quinto a una pieza anexa a su dormitorio donde tenía su guardarropa. Sexto empezó a rebuscar entre sus túnicas y cuando se dio la vuelta se encontró con un Quinto desnudo y con una sonrisa traviesa pintada en su cara. Se acercó lentamente a él mientras el noble vinatero miraba embriagado con la boca abierta. Llegado a su vera hizo que se agachara y se la llenó, no le fueran a entrar moscas.

Quinto quedó un poco decepcionado de la flacidez de los caballeros romanos, nada que ver con las rocosas nalgas y fornidos pechos peludos de sus soldados. Pero a pesar de su alto abolengo, o por ello, Sexto se mostraba solícito y servicial en manos de Quinto, quien pensó que una buena cabalgada de vez en cuando tendría a Sexto comiendo en su mano el tiempo que quisiera.

─Querido, ¿has vestido o desvestido a nuestro huésped? – espetó venenosa Gala al ver aparecer a su marido no recuperado del todo del ataque de la caballería íbera.

─Ha sido difícil encontrar túnica a su medida. Es tan poderoso… de espaldas, quiero decir. Acaso haya que mandarle hacer una.

─Qué bien luces, bribón. Con esas galas pareces el garzón de Ida, el copero de los dioses─ comentó Pomponio mientras pasaba revista a Quinto.

─ ¿No era ése uno que andaba poniendo el culo por las esquinas del Olimpo?─ apuntilló Gala

─Sí, su belleza no era codiciada solo por las mujeres, pero Quinto se debe a su arte, a la música y a la poesía.

─Ya me gustaría ver como tocas, que se me antoja que no lo haces del todo mal.

─Señora, cuando quiera me pongo en sus manos y recito al son que usted me marque.

─Bueno bueno, vayamos con la música a otra parte, que la audiencia ya empieza─ zanjó nervioso Sexto, que asistía incomodo al coqueteo de su fiel esposa con su nuevo amante, igual de fiel.