Allá se fueron todos al palacio del gobernador, Sexto de amor saciado, Gala en ayunas. Quinto excitado por entrar en la alta sociedad. Pomponio encantado de lo rápido que había sido su protegido en camelar a este matrimonio avenido por conveniencia y ávidos de emociones en su destierro provinciano.
La sala principal del palacio bullía con lo mejor de la sociedad local. Hoscos terratenientes indígenas con sus grandes barrigas por las esquinas. Comerciantes romanos, con mirada arrogante y diarrea verbal, conspiraban para timar a los labradores y se cuidaban de los armadores galos, altos como armarios y demasiado simples para los tejemanejes de los latinos. Sacerdotes de Júpiter Amón, que querían dar cuenta de las predicciones hechas en el duodeno de un carnero sobre el mandato del nuevo gobernador. Preceptores griegos discutiendo si Baco prefería el tintorro o el clarete, al lado de los magistrados municipales que no hacían ascos a ningún caldo. Algunos mandos militares, más perdidos entre tanta pompa que Neptuno en mitad del desierto, no veían la hora de irse al burdel a soltar lastre. Entre todos ellos arribistas y buscavidas de todo pelaje, gentes como Pomponio o Quinto, prontos a aprovechar cualquier oportunidad para medrar. Esperando estaban a Próspero Póstumo, nombrado por Augusto gobernador de la Citerior no solo por sus grandes servicios a la república, sino porque su presencia le resultaba más pesada al César que todos los elefantes de Aníbal juntos.
Perrito faldero y brazo ejecutor de Augusto desde los lejanos días de los triunviratos, le ayudó a meter en cintura al senado a base de cortar ilustres cabezas. Luego colaboró con él en sus campañas militares como responsable de suministros, por lo que su puesto estaba en la cómoda retaguardia, en encarnizada lid con sacos de trigo y ánforas de aceite, de las que siempre despistaba alguna para su beneficio. Todo lo agradecido que estaba Augusto a sus servicios no impedía el sopor que le producía su presencia y el hastío de su conversación. Contaban las malas lenguas en los mentideros del foro que el César solo buscaba su compañía cuando no conseguía conciliar el sueño. Como hacía tiempo que eso no le preocupaba le dio por esposa a una sobrina suya, Crestila Julia, alocada joven de la familia Julia, y lo mandó a Hispania a aburrir indígenas.
El nuevo gobernador había hecho suya la política imperial de vuelta a las antiguas tradiciones republicanas, a la sobriedad y austeridad que caracterizaban a los romanos cuando eran un pueblucho en mitad del Lacio. Contrario a la ostentación y al libertinaje que corrompían a la aristocracia, él, plebeyo catapultado a las más altas magistraturas de la república, creía su deber ejercer de censor de costumbres de una nobleza corrupta, amante de las riquezas y el vicio y en nada preocupada en servir a la república. Llegaba con la intención de meter en cintura a todos esos que pasaban la vida entre banquete y banquete, en bacanales de varios días y rodeados de seda, dados y cortesanas. Por su parte, los comerciantes y nobles allí afincados miraban con sorna al vejestorio casado con la jovenzuela solo preocupada por la ropa y los tocados y poco inclinada a la austeridad, y confiaba en que su programa de reformas quedara, como en Roma, en buenas intenciones.
Pomponio se movía entre las gentes reunidas en la recepción como pez en el agua, recordando otros tiempos mejores, saludando a todos sin conocer a nadie, regalando atenciones a las damas, interesándose por los más pudientes y buscando lugar preferente para cuando hiciera acto de presencia el gobernador. Recomendó prudencia a Quinto, cachorro en estas lides, que paseaba su hocico pasmado entre gente con ropajes inimaginables para él. Mujeres con peinados imposibles y perfumes que parecían hechos por los mismos dioses le excitaban todavía más de lo natural en él. Mientras preguntaban a Gala y a Sexto por su nuevo compañero, olas de cuchicheos y envidias iban surgiendo y rompiendo contra las columnas de la sala, intentando saber cuál de los dos se llevaba a la cama a ese jabato recién llegado.
Al grito de un edil, enmudeció la reunión e hicieron entrada Próspero Póstumo y Crestila Julia. Él, con toga bordada en oro, coturnos con incrustaciones de piedras preciosas, de la mano de su grácil esposa que más parecía nieta, vestida de amplio escote, moño descomunal ensartado con mil pasadores y liviano vestido que dejaba adivinar las pocas carnes que no iban al descubierto. En el andar del nuevo gobernador camino de su cátedra se conjugaban toda la pompa y solemnidad del pueblo que había señoreado todas las riberas del mediterráneo. Pausado, barbilla altiva, mirada arrogante, una mano dirigiendo el vuelo de su toga satinada de oros, la otra llevando a su mujercita, demoró su paseo entre los asistentes que ya percibieron, sin ni siquiera oírle hablar, que su estancia en Tarraco iba a ser como su entrada en la gran sala de audiencias, más larga que un día sin vino.
Cuando hubo llegado a su escaño y saludado a las autoridades municipales, tomó la palabra:
─Ciudadanos de Tarraco, salve. No el destino, ni los dioses, sino el mismo Augusto ha otorgado a Próspero Póstumo el honor y la responsabilidad de llevar las riendas de esta provincia, de Hispania entre las primeras. Vienen a mi memoria los lejanos días en que acompañé a nuestro César a las guerras contra los cántabros, donde desde primera línea con mi espada bañada en sangre amplié hasta el mar septentrional las fronteras del imperio.
─Pues yo bien he oído que este bravo soldado era el encargado de los abastecimientos de las legiones, y vio más cebollas que enemigos─ cuchicheó con su acompañante un rico agricultor, ridículo con el traje de gala que le había comprado su mujer.
─…Quiero hacerles participes de que los laureles del triunfo nunca han cegado mi entendimiento, más incluso, ni lo han nublado…
─Lo que han cegado es tu boca─ rio por lo bajo uno de los maestros de retórica, que pensó ofrecerle sus servicios no más acabara su diatriba.
─…Porque Próspero Póstumo ha antepuesto siempre a su ansia de honores el bien supremo, que no es otro que aquel que hace más grande al senado y al pueblo de Roma…
─Así que las sisas que hacía en los suministros eran para mayor gloria de Roma─ se oía al fondo por lo bajo.
─…Quiero comunicarles que la labor que Próspero Póstumo se dispone a desempeñar en esta magistratura será regida por las más altas miras…
─Por eso ya ha hecho mirar quienes son los ciudadanos más acaudalados para que sufraguen alguna de las necesidades de su nuevo cargo.
─…y que la promoción de las artes y las letras será una faceta prioritaria, más incluso, las favoreceré abiertamente, dentro de la decencia y el buen gusto que caracterizan al pueblo romano.
─Se dice que en Roma era amigo de Tito Livio, el historiador, y de pesados que eran los dos, cuando iban a los burdeles, ellos entraban por la puerta y las putas salían por las ventanas, nadie aguantaba dos horas de homilía sobre el final de la monarquía o el rapto de las Sabinas─ cuchicheaban los comerciantes romanos sin perder de vista el escote de la señora gobernadora.
─…viene a mi memoria la gran victoria de Actio, donde puse mi brazo una vez más al servicio de Augusto. Con el mismo tesón con el que luchó desde el puente de la galera, Próspero Póstumo llevará el timón de la provincia…
─Me ha contado un marinero que parece que en el viaje desde Roma estuvo postrado toda la travesía. En Actio seguro que atacaría a los partidarios de Marco Antonio vomitándoles en la cara─ dijo Sexto a Pomponio, al que se le empezaban a cerrar los ojos con tanta épica.
Quinto y Gala habianse quedado atrás entre el gentío que padecía estoicamente el rimbombante discurso. Aprovechando que nadie reparaba en ellos, cogió a Gala de la mano y le recitó quedo al oído
Cada vez que Gala sopesa con sus dedos
un pene erecto y lo mide un buen rato,
indica sus libras, onzas y gramos;
cuando después del trabajo y sus ejercicios
yace aquel como correa floja,
indica Gala cuanto más ligero es.
No es ésta, pues, mano sino balanza.
Versos que cayeron en el ánimo de la abandonada esposa como lluvia de mayo, sobre todo cuando Quinto la ciño a su cintura y pudo sopesar que se traía el íbero entre piernas. Vio Quinto en una esquina una pequeña cámara destinada a la guardia de palacio que se encontraba vacía, y hacia allá llevo a su paloma mientras Próspero empezaba a enumerar sus hazañas contra los partos. Aunque las hembras no eran su fuerte, Quinto conocía los rudimentos de su funcionamiento, y no tardó en engrasar el mecanismo de tal manera que la dama pronto tomó la misma velocidad que una noria tirada por media docena de asnos. Gala, acostumbrada a amantes lacios y decadentes, se vio sobrepasada por el ímpetu de Quinto y empezó a jadear de manera preocupante. Entre las montañas de cabezas cortadas por Próspero en Partia se empezaba a oír por la sala de audiencias un jadeante rumor que no parecía de ninguna batalla.
─…y saltando Próspero tras el jefe enemigo, que replegándose rápidamente, más incluso, huyendo abiertamente, quería hurtar la victoria a las águilas romanas que…
Un grito largo y prolongado paró el discurso y la cobarde huida, todos mirándose unos a otros sin saber de dónde surgía el alarido, decididamente poco guerrero. El orgasmo de Gala había roto el clímax del discurso del gobernador, que montó en cólera, pero no halló culpable pues se escondieron tras una gran estatua de César Augusto. El gemido había sacado de su letargo a los oyentes, que agradecieron un poco de excitación para acabar la perorata, aunque no fuera a cargo del orador. Solo Sexto y Pomponio, al comprobar la ausencia de sus acompañantes, se imaginaron lo sucedido. Sexto maldijo el tener que pelear con su esposa hasta por los movimientos de cadera de Quinto, mientras Pomponio se maravillaba de las dotes de su pupilo, que en menos de un día había sorbido el sentido de la infeliz pareja. Se dijo que gracias a los polvos de este hispano igual nos libramos por una temporada del polvo de los caminos hispanos.