Hasta la fecha, yo era un perfecto amante a la antigua, de
los que contempla en la distancia el objeto amado y poco más. La que me tenía
cautivo, o mejor dicho, tonto perdido, era una morena pecosa que se llamaba
Montse y que estaba un curso delante de mí. Ella iba ya de mujer fatal, de las
que se codeaba con tíos de 17 y hasta 18 años, perros viejos, alguno hasta con ochocientos cincuenta, pero
que comían de su mano. Iban a discotecas a las que a mí ni me dejaban pasar por
la acera de enfrente, fumaban y bebían con la misma soltura con la que yo comía
pipas y tigretones, y se tocaban el paquete en la sala de billares mientras
contaban sus aventuras de fin de semana. Esos eran los tipos que le gustaban, y
Montse me miraba a mí como a un crío simpatiquillo que casualmente se
encontraba por todas partes, al que trataba, según el día y el humor, con
displicencia o condescendencia. Si se había levantado con buen pie, igual
aguantaba mi rollo sobre la última novela de Julio Verne que había leído, y yo
creía abiertos los cielos de par en par para celebrar mi suerte. Si por el
contrario, me daba un corte y me mandaba a paseo después de hablarle del último
coleóptero de mi colección, corría a esconderme en mi habitación, preguntándome
por qué la vida era tan cruel conmigo. Marcos me decía que era una tía fácil,
así que si no se lo había hecho conmigo era porque pensaba que era más feo que picio,
pero yo no perdía la esperanza.
El día que me dijo Marcos que después de clase iríamos a
casa de Fran a ayudarle con los deberes de mate quedé sorprendido. Tanta
preocupación por el prójimo no era propia de él, y más cuando era un chaval
apocado y gris que acababa de aterrizar en nuestra clase. Pero de camino a su
casa me puso al corriente de sus intenciones.
-¿No te has quedado con la madre del Fran, tío? Está de
muerte, joder, que buena que está la tía. Me he enterado que a las tardes está
el Fran solo en casa, así que mientras tú le ayudas con los deberes, yo me
cuelo en el cuarto de la madre, a ver qué pillo. Ya me imaginaba que la situación
académica de Fran era lo de menos en el asunto, y sí la situación de la
lencería de la madre, verdadera obsesión de Marcos.
La madre de Fran era la comidilla de todo el colegio. Le
acompañaba algunas mañanas hasta la puerta, entre miradas de envidia de las
otras madres y miradas de asombro de los críos. Era alta y de pelo largo, fríos
ojos color miel, labios carnosos siempre bien juntos, unas tetas impresionantes
y un contoneo al andar de parar el tráfico. La elegancia que desplegaba vistiendo
apabullaba en un barrio obrero como aquel. Pieles, collares, vestidos con
escotes que no sabíamos que existieran, de donde parecía que de un momento a
otro iba a saltar una de sus macicas tetas, tacones como torreones que se oían
en la lejanía, cardado eléctrico. Toda ella intentaba desprender una elegancia
y estilo que sus modales y arrogancia echaba por tierra. Criaba al hijo a
macotazo limpio, miraba por encima del hombro a las otras madres, a los profes
los trataba como a los criados, y si alguno
de nosotros nos cruzábamos en su camino no dudaba en apartarnos de un empujón. Levantaba
olas de odio y deseo a partes iguales. Decían las malas lenguas que junto a su
marido regentaba uno de esos locales “de alterne” en la capital, por lo que el
morbo a su alrededor subió más rápido que la cotización del barril de petróleo.
Y Marcos pronto ideó un plan de acción, haciéndose amigo del hijo para poder
llegar hasta la que le echó al mundo.