lunes, 24 de junio de 2019

Fetichismo (II)

bragas

Hasta la fecha, yo era un perfecto amante a la antigua, de los que contempla en la distancia el objeto amado y poco más. La que me tenía cautivo, o mejor dicho, tonto perdido, era una morena pecosa que se llamaba Montse y que estaba un curso delante de mí. Ella iba ya de mujer fatal, de las que se codeaba con tíos de 17 y hasta 18 años, perros viejos,  alguno hasta con ochocientos cincuenta, pero que comían de su mano. Iban a discotecas a las que a mí ni me dejaban pasar por la acera de enfrente, fumaban y bebían con la misma soltura con la que yo comía pipas y tigretones, y se tocaban el paquete en la sala de billares mientras contaban sus aventuras de fin de semana. Esos eran los tipos que le gustaban, y Montse me miraba a mí como a un crío simpatiquillo que casualmente se encontraba por todas partes, al que trataba, según el día y el humor, con displicencia o condescendencia. Si se había levantado con buen pie, igual aguantaba mi rollo sobre la última novela de Julio Verne que había leído, y yo creía abiertos los cielos de par en par para celebrar mi suerte. Si por el contrario, me daba un corte y me mandaba a paseo después de hablarle del último coleóptero de mi colección, corría a esconderme en mi habitación, preguntándome por qué la vida era tan cruel conmigo. Marcos me decía que era una tía fácil, así que si no se lo había hecho conmigo era porque pensaba que era más feo que picio, pero yo no perdía la esperanza.
El día que me dijo Marcos que después de clase iríamos a casa de Fran a ayudarle con los deberes de mate quedé sorprendido. Tanta preocupación por el prójimo no era propia de él, y más cuando era un chaval apocado y gris que acababa de aterrizar en nuestra clase. Pero de camino a su casa me puso al corriente de sus intenciones.
-¿No te has quedado con la madre del Fran, tío? Está de muerte, joder, que buena que está la tía. Me he enterado que a las tardes está el Fran solo en casa, así que mientras tú le ayudas con los deberes, yo me cuelo en el cuarto de la madre, a ver qué pillo. Ya me imaginaba que la situación académica de Fran era lo de menos en el asunto, y sí la situación de la lencería de la madre, verdadera obsesión de Marcos.
La madre de Fran era la comidilla de todo el colegio. Le acompañaba algunas mañanas hasta la puerta, entre miradas de envidia de las otras madres y miradas de asombro de los críos. Era alta y de pelo largo, fríos ojos color miel, labios carnosos siempre bien juntos, unas tetas impresionantes y un contoneo al andar de parar el tráfico. La elegancia que desplegaba vistiendo apabullaba en un barrio obrero como aquel. Pieles, collares, vestidos con escotes que no sabíamos que existieran, de donde parecía que de un momento a otro iba a saltar una de sus macicas tetas, tacones como torreones que se oían en la lejanía, cardado eléctrico. Toda ella intentaba desprender una elegancia y estilo que sus modales y arrogancia echaba por tierra. Criaba al hijo a macotazo limpio, miraba por encima del hombro a las otras madres, a los profes los trataba como a los criados,  y si alguno de nosotros nos cruzábamos en su camino no dudaba en apartarnos de un empujón. Levantaba olas de odio y deseo a partes iguales. Decían las malas lenguas que junto a su marido regentaba uno de esos locales “de alterne” en la capital, por lo que el morbo a su alrededor subió más rápido que la cotización del barril de petróleo. Y Marcos pronto ideó un plan de acción, haciéndose amigo del hijo para poder llegar hasta la que le echó al mundo.

lunes, 17 de junio de 2019

Fetichismo (I)

fetichismo

Allí estaba yo, a punto de morir sin cumplir los trece. Hacía mucho que no llegaba aire  a mis pulmones. Mi nariz y mi boca permanecían  selladas, mi cabeza empotrada contra un muro duro e inamovible, tibio y férreo a la vez, de misterioso olor, que turgente se abalanzaba sobre mí negándome la luz, el aire, la vida. Nada podía contra la seca y salada pared que me asfixiaba sin remisión. Las fuerzas empezaban a abandonarme, dejaba de luchar y aceptaba mi triste fin. Y lo que más rabia me daba no era todo lo que dejaba y  que sería para otro: el álbum de cromos de la liga al que sólo le faltaba Iribar, los tebeos del Capitán Trueno, la colección de mariposas y escarabajos disecados o los luchacos. Tampoco me dolía  todo lo que me quedaba por vivir,  mi futura y prometedora carrera de astronauta o la vuelta al mundo en sidecar. Lo que en verdad me hacía rabiar en esos momentos finales de mi corta vida es la cara que se le quedaría a Montse, la chica tras la que andaba, cuando se enterara de las patéticas  circunstancias de mi muerte. Si alguna posibilidad me quedaba con ella, después de esto era mejor que me fuera olvidando. Morir a manos de una mujer, morir despreciado por la mujer de tu vida, morir sin haber conocido mujer, morir donde otros viven, esa era mi suerte. Y todo por las malas compañías.
Era en aquella época tan apreciada por los historiadores que luego se llamó la transición. Ya se acordarán ustedes: apertura, democracia, color gris cemento, cargas policiales, destape, elecciones, camisas de cuellos imposibles, pelotas de goma rebotando una y mil veces, autonomías, revistas guarras, puedo prometer y prometo, el cipote de Archidona, cantautores cantándole a la luna, disuélvanse o los disolvemos, rock enrollado, pelis de Pajares, parkas,  patillas y hasta Cristo Rey. Era una época convulsa, en la que el viejo mundo se hundía mientras otro pujaba por surgir,  y que a un pre adolescente como yo le traía perfectamente sin cuidado. Nada más hermoso que vivir de espaldas a la historia, preocupado sólo por mi pequeño mundo, lleno de fantasías viejas y anhelos nuevos. De un día para otro había descubierto que las chicas tenían un poder desconocido sobre mí. Las que hasta hace poco eran esos seres charlatanes y picajosos que con un poco de suerte sólo valían para jugar al escondite inglés, de pronto se convirtieron en misteriosos seres de miradas penetrantes, pechos juguetones y unas caderas que guardaban algo, no sabía bien qué, pero allí había algo hacía lo que mi sangre toda, puesta en pie, clamaba.
Era un deseo sin objeto claro, oscura querencia, incomprensible atracción que no sabía cómo encauzar. Las autoridades y los mayores estaban muy ocupados en diseñar el modelo constitucional, la democracia participativa y demás zarandajas, por lo que tenían bastante olvidada la educación sexual de sus futuros ciudadanos, obligados a buscarse la vida en tan importante materia. Por eso me junté con Marcos, un repetidor que de manera autodidacta había iniciado su formación. Con desorden y sin concierto, pero a conciencia, que las otras asignaturas se la sudaban, me fue poniendo al día de anatomía femenina, mecánica sexual, técnicas de aproximación, a jugar con ventaja y a meter mano sin compasión, ayudado por un variopinto material didáctico que iba desde revistas porno a casos sobre el terreno. Su fama de descarado y de sobrado le aseguraba cierto éxito con las chicas, y yo me pegué a él como un lacayo, esperando que a su rebufo algo se me quedara. Le ayudaba a robar el Lib o el Interviú en el quiosco de la esquina, que sólo me dejaba ojear por encima. Tenía controlada las casas de las tías buenas, a donde íbamos a ver sus bragas colgadas en el tendedero. Los fines de semana intentábamos tocarles las tetas a las incautas que se atrevían a ir al cine con nosotros, y cuando no había chicas nos la cascábamos con alguna peli italiana de culos y tetas. Yo sólo lo intentaba, pero Marcos tenía el cuajo suficiente para darle un buen repaso a cualquier tía que se pusiera a tiro, o más bien a mano.