Siguiendo con los tópicos rancios, hoy veremos como le dan
la vuelta cual calcetín al adagio el amor no tiene edad. Emile Ratelband es un
holandés de sesenta y nueve años que según él todavía está de buen ver. Tanto,
que en aplicaciones para ligar tipo Tinder el galán se las lleva de calle, y
más que pillaría si a muchas no les echara para atrás la pila de años que
acumula. El médico le ha dicho que pasaría por un hombre de cuarenta y nueve,
así que el bueno de Emile ha decidido cambiar su edad real por la que aparenta,
exigiendo en el juzgado que en su carné de identidad figuren solo cuarenta y
nueve primaveras.
Todavía están estudiando el asunto, pero a priori pinta mal
para nuestro don Juan. En el caso de que atendieran su demanda y la peña
pudiera quitarse o ponerse años a voluntad, esto iba a ser un cachondeo. Desde
luego, sería la manera más fácil y barata de lograr el elixir de la eterna
juventud. Veríamos mozas de dieciocho años con tacatá, muchachos en flor con
cachava y dentadura postiza, niñatos en la edad del pavo con alzhéimer, o galas
de la MTV llenas de adolescentes desquiciadas escuchando a Lady Gaga con Tena
Lady. Los geriátricos estarían controlados por pandilleros que se citarían en
el comedor para una batalla campal a base de puré y Lorazepam. Podrías darte el
lote con una menor de edad que recibió la primera comunión con la duquesa de
Alba, o irte de vacaciones con un veinteañero que hizo la mili con Millán
Astray.
En fin, que cuanto más joven, más pellejo. Los únicos que
saldrían ganando de todo esto sería los de la seguridad social, pues nadie iba
a llegar a la edad de jubilación. Pero siempre habría vagos que a los dieciocho
se pusieran sesenta y cinco a ver si pillan una pensión.