lunes, 29 de mayo de 2017

De cómo Flequillo Flojo entróse donde no supo (III)

Flequillo
̶ Don Flequillo, si no fuera mucho abusar de su magnificencia, me gustaría exponerle una pena que no me da acomodo, y que seguro que un señor con tanto mundo corrido como usted sabrá ponerle remedio.
̶ Si está en mi mano, delo por hecho.
̶ Pues resulta que en ciertas noches veladoras me sube una congoja, así como por el pecho, que luego me va bajando a esas partes que hacen al hombre varón, y el único remedio que se me alcanza es acercarme al cuarto de Maritornes, criada para todo, que sabe muy bien tratar esas angustias. Pero se da el caso que de un tiempo a esta parte cuando esos calores abrasadores me aturullan, hallo la puerta cerrada. Usted que ha frecuentado damas de alta cuna seguro que sabe alguna treta para que Maritornes entorne la puerta.
̶ Mucho pedís, amigo ventero. En la historia de la caballería hay hazañas mil que llenan de admiración: desde dragones encadenados a ruedas de molino a ejércitos vencidos por la mano de un solo héroe. Pero por mucho que se bajaran los ángeles del cielo y se aliaran con los más taimados demonios, ni entre todos ellos serían capaces de abrir la puerta de una dama. Su corazón es uno de los misterios más insondables de este mundo y yo bastante tengo con servir a mi señora como para meterme en camisas de once varas.
Como quiera que en aquel momento apareciera la susodicha moza con dos jarras de más agua que vino para los recién llegados, el dueño de la venta pasó a referirle los huéspedes que ocupaban las mesas restantes y por cuyo descanso tendría que hacer guardia Tirso.
̶ Aquel gentilhombre que veis al fondo sentado con su lacayo es don Porfirio Ponce Panza, marqués de las Arrimadas, dicen que secretario de cámara del Almirante de la Mar Oceana, de camino para Sevilla por asuntos de la flota de Indias.
̶ Pero, ese su lacayo, ¿por ventura es de este mundo?  ̶ preguntó Tirso al reparar en el enorme individuo que acompañaba al noble y que en sus muchas andanzas nunca había visto cosa igual.
̶ De este mundo no, es más de la parte de la Guinea según tengo entendido, que por allí todas las madres los paren con esas hechuras.  ̶ El susodicho lacayo era como una artesa puesta en pie, una montaña de músculos de ébano, donde deslumbraban sus blancos dientes y una penetrante mirada que por un fugaz instante se cruzó con la de Tirso, llenándolo de desazón. Flequillo Flojo sabía por sus lecturas de los Lances y percances de don Patatín de Sartenópolis que más allá de las tierras de infieles se podían encontrar estos gigantes negros, pero verlos cerca era cosa de maravillar.
Mientras Marco ventilaba la media hogaza y la cecina que llevaba, mal regada con el aguado vino, el ventero presentoles a varios de los arrieros y porqueros que se acercaban a rendir pleitesía a tan afamado caballero, folgando todos con sus ocurrencias. Fue informado Tirso también de la presencia de dos monjes que se sentaban alejados del mundanal ruido. Los hermanos Gildo eran, Hermenegildo y Leovigildo, de la orden del Santo Prepucio, que solían frecuentar el establecimiento pues su monasterio tenía colonos en la comarca. Mala gente que camina y va apestando la tierra escupió resentido uno de los porqueros. Estaban comiendo unas migas bien acompañadas de vino de su propia cosecha, pues del de la venta no querían saber nada, y miraban a su alrededor con la suficiencia que da el no beber el vino de las tabernas.


lunes, 22 de mayo de 2017

De cómo Flequillo Flojo entróse donde no supo (II)

Flequillo
La piara de porqueros que seguía las locas razones de Tirso Terco no paraba en mientes a la hora de reír las sandeces que oían, y vivamente exigieron al posadero protección contra los hechiceros esos de los que hablaba Flequillo Flojo, no fueran a aparecérseles en mitad de la noche encadenados con ristras de chorizos y se los comieran por los pies. El ventero, viendo que la chacota de los parroquianos igual le deparaba algún rato de solaz y alguna cántara más de vino vendido, dijo:
̶ Si su merced tiene el secreto para correr malos espíritus, sea bienvenido. Su escudero bien puede dormir en las caballerizas, que entre las bestias se va a sentir como en casa, mientras usted mantiene a raya a los hechiceros hechizadores.
Y tras estas palabras caballero y escudero se entraron en la venta, sucio tugurio lleno de mesas cansadas de bregar con viajeros de toda condición, a aquella hora de la tarde concurrida por una parroquia ya apercibida de la llegada de aquel que se daba al mandoble y tente tieso con almas en pena y cuerpos del delito. No bien habían tomado asiento cuando dos arrieros se les acercaron con el terror pintado en sus semblantes. Dijo uno con desparpajo:
̶ Poderoso caballero, a vos nos encomendamos, sálvenos de este mal paso.
̶ Decid, buena gente, qué os atribula, que yo os devolveré el sosiego que os han hurtado.
̶ Sabrá, su merced, que en el cercano puerto de Cabra habita una serrana que tiene en vilo a toda la comarca. La moza gasta unos bigotes que para usted los quisiera, su talle resulta inabarcable para un hombre, e incluso para dos, y la garrida va siempre con un palo de azada con el que se carga de razones. Como por esos lugares serranos es raro ver algún cristiano, Robustiana, que así llaman a la prenda, cuando algún alma descarriada, sobre todo varón, se allega a sus dominios, no duda en echarle el guante, llevárselo a su cabaña y fornicar hasta dejarlo seco. Eso quiso hacer con nosotros hace unas horas. Arreamos al carro como locos y pusimos tierra de por medio, lo cual mucho contradijo a Robustiana. No paramos nuestra carrera hasta llegar aquí, pero ahora temblamos al pensar que la serrana resentida se baje de sus pagos por la noche y se presente en la venta con la intención de darse una alegría a nuestra costa, que sabemos que es muy rencorosa  ̶ dijo el arriero mientras con sorna componían él y su colega cara de terror fingido.
̶ Pierdan ustedes cuidado mientras vele yo en esta venta, que tengo leído en la novela de don Cardabobo de Cerdeña cómo dar su merecido a esas fementidas harpías que aterrorizan caminantes, y que en viendo mi escudo y determinación, huirán al infierno del que nunca debieron salir.
̶ Sobre todo cuídese de su palo de azada, que hace poco atizó con él a un bachiller y ahora no pasa de escolar el pobre.
̶ Bueno, bueno, dejen a mi señor, que bien sabrá componérselas ̶ los despachó Marco, que veía el cachondeo que se llevaban con su señor. Pero al punto se acercó el ventero con otro recado.

lunes, 15 de mayo de 2017

De cómo Flequillo Flojo entróse donde no supo (I)

adarga Flequillo
El lance en el que Tirso Terco tuvo que aflojar la bolsa para salvar la vida ante los funcionarios de Su Majestad dejó profunda huella en su ánimo, no solo porque allí quedó el rucio de su escudero y amigo Marco Parco en prenda y estipendio para que los buitres de la Hacienda real cayeran sobre él, sino porque por vez primera percatose de que la profesión de fe de la andante caballería de poco valía ante los desmanes de los potentados de este mundo. Por muchas doncellas que socorriese y entuertos que enderezara, por mucho que pugnara a brazo partido por los menesterosos, el rey y sus secuaces eran mayor peligro que el peor contubernio de magos malandrines y ogros quebrantahuesos que se pudiera barruntar. Cuando juró acatar las reglas de la caballería bajo la sagrada veleta que coronaba el santuario de la Logia de Eolo, allá en su bien amado Ventorrillo, le sostenía la fe en que ganaría honra y valía, cercenaría los males de este mundo, y adamaría a Brisilda, señora y dueña de su voluntad. Pero la terca realidad golpeaba con fuerza, jornada a jornada palpaba que lo que acogotaba a hombres y mujeres de toda condición no eran hechizos o maleficios, sino la tiranía del gobierno real. La república solo era una ramera puesta en almoneda por Su Majestad o cualquiera de sus prohombres.
Si montado en Rampante los pensamientos de Tirso eran más lúgubres que los de los forzados de galeras, los de Marco, a pinrel hacía ya un buen trecho, hacían palidecer a la misma brea. En resumiendo sus cavilaciones, se podía decir que maldecía a la caballería andante, renegaba de caballeros aventados y ponderaba cuán mejor hubiera sido que en la hora en que Flequillo Flojo le propuso sumarse a su loca empresa no hubiera sentado plaza en los Tercios de Flandes o haberse pasado a las Indias. De toda la gloria y fortuna prometida por su señor, solo veía su pobre hacienda mermar de día en día. Ven y volverás con la toga de los cónsules le prometió, y hasta la fecha solo somantas había recibido, prenda de poca pompa y mucha trampa. Lo único que le traía algo de solaz era recordar los pechos de melocotón de Brisilda, aunque luego le vino a la memoria su querido rucio y el desdichado no pudo contener un lagrimón.
Cuando en lontananza, difuminadas por las sombras de la tarde, vieron las desdentadas tapias de una venta, por compasión a su apaleado escudero Flequillo Flojo decidió dejar de lado por una vez sus ascéticas costumbres que le obligaban a yacer al raso para poder contemplar las mismas luminarias que titilaban bajo las ventanas de su dama, y dormir en lecho bajo techo por resarcir al bueno de Marco.
Al llegar a la entrada de la hospedería se encontraron con varios porqueros quejándose de la cochina vida que les había caído en suerte, pero callaron al ver a la extraña pareja en las proximidades. Inquirió Flequillo Flojo por el dueño, y presto salió un orondo paisano a platicar con ellos.
̶ Vea usted, señor ventero, que se halla ante unos de los más notorios adalices que han nacido en el Páramo. Flequillo Flojo reza mi blasón, espejo de la andante caballería, y sería un alto honor para su establecimiento que nos acogiera en esta jornada.
El ventero, que de caballeros no sabía mucho, pero veía por donde andaba el recién llegado, respodiole:
̶ Me siento muy honrado de que su andante merced se llegara a mi humilde posada, pero vea que mis cofrades habituales  ̶ dijo indicando a los porqueros ̶  son más de desfacer marranos que entuertos. Y que por mucha pompa que se dé, aquí del rey abajo no se fía a nadie. 
̶ Hace bien usted en no fiarse del rey, pero nosotros solo demandamos un lecho para que mi cansado escudero pueda reponer fuerzas. Viandas llevamos, y con un par de jarras de vino hacemos el avío. En pago por sus servicios yo mismo velaré toda la noche para que sus huéspedes duerman salvos de cualquier asechanza, que bien me sé que por estos pagos hay mucho hechicero presto a meter el miedo en el cuerpo a almas desprevenidas.

lunes, 1 de mayo de 2017

Truño galáctico

truño sideral
Hace mucho, mucho tiempo, llegó a los cines una peli que nos atrapó a los amantes de la aventura y la ciencia ficción. Llevaba el tremebundo título de La Guerra de las galaxias, y nos convenció de que la única frontera era nuestra imaginación, que el universo entero podía ser el marco épico donde el bien y el mal librarían su eterna batalla. Era la mejor space opera hasta la fecha, con un malo que causaba pavor cuando asomaba su jeta acharolada, copia de Victor von Muerte pero sin el toque de opereta del villano favorito de los Cuatro Fantásticos. Por si fuera poco, Darth Vader se había construido un satélite mortífero, la estrella de la muerte, diabólico cacharro destructor de planetas. Aquí también se dejaba sentir el eco de Galactus, el devorador de mundos. La acción saltaba de mundo en mundo en cruceros inabarcables o en naves rescatadas de la chatarra. La fauna humana y sobre todo inhumana epataba en cada escena. Los protagonistas eran lo más flojo: un moñas, un gracioso y un mono de dos metros.   El elenco se completaba con una princesa que no necesitaba ser salvada, y unos bufones robóticos. Y mundos exóticos, sables láser, persecuciones por media galaxia, y bichejos repugnantes.  Una historia que sin ser nada del otro mundo cautivaba y atrapaba al ofrecer una aventura en un nuevo universo.
La primera película colocó el listón muy alto y la segunda mantuvo el tipo. Con la tercera comenzó la cuesta abajo, inclinándose hacia lo infantiloide. Pero desde los títulos de crédito de Una nueva esperanza se creó una legión de fans incondicionales que construyeron un altar jedi en el que adorar a sus héroes. Años después vendría la ampulosamente llamada segunda trilogía, o segundo lote que se resolvía con muchos fuegos artificiales y aburrimiento a manos llenas. Aun con críticas a mansalva, la cuenta corriente de George Lucas siguió engordando a cuenta de los cabreados fans. Hace poco han empezado la tercera trilogía donde parece que nos van a vender de nuevo el mismo pescado, pero como mejora los bodrios anteriores la gente está encantada. Además, están en camino ciclos dedicados a personajes secundarios, así que no se extrañen si ven a R2-D2 regentando una tienda de empeños o a Han Solo haciendo contrabando de cuchillas de afeitar. Aunque se pasen todo el metraje limpiando boquerones, los fans seguirían llenando las salas.
Ahora que otra entrega se vislumbra en el horizonte empieza el universo star war a repetir más que el ajo. La cosa no es solo disfrazarse de soldados imperiales o hacer malabarismos con espadas láser de juguete, es tomarse la religión jedi más en serio que la del papa de Roma, analizar los flojos guiones como si de los manuscritos del mar muerto se tratara, elucubrar sobre cualquier bobada que aparezca en un trailer, recrear el halcón milenario con cajas de condones o adorar un girón del vestido de la princesa Leia. La legión de seguidores está a media hora de resultar más patética que los hinchas futboleros. La gente cuya principal motivación es la de traducir los gruñidos de Chewbacca o analizar la situación política de Alderaan ponen la estupidez humana un paso más allá. Solo queremos que Darth Vader resucite y se los lleve a todos por delante, al lado oscuro o a una galaxia muy muy lejana, a ver si dejan de dar el coñazo.