Con aquellas ropas, que ya eran viejas en la época en que Séneca aprendiera sus primeras letras, fue el triste Tirso a las escuelas a recibir la primera lección. Y tuvo suerte, que nada más poner un pie en el patio se la dieron. Al percatarse el resto de los escolares que el recién llegado vestía sotana propia de veterano, pues estos tenían a gala llevarlas hechas unos zorros, se soliviantaron ante lo que creyeron una artimaña de Tirso por esconder su condición de nuevo. Así que dieron todos en meterle pescozones y puñadas a diestro y siniestro, que era digno de ver lo que les cundía, pues alguno no tenía reparo en darle a dos manos con algún puntapié de propina. El interfecto no entendía la razón de tan caluroso recibimiento, intentó razonar con la turbamulta que no paraba de atizarle, pedir clemencia o algo de cuartel, pero lo único que recibió fue más de la misma medicina. Sorteó como pudo los coscorrones que caían a cascoporro y llegó al aula más vapuleado que Cristo al Calvario. Poco le aprovechó la primera lección, que atendió más a los chichones y moratones prodigados por sus compañeros que a las especies aristotélicas. Todavía le cayó algún tortazo mientras le decían con sorna que la letra con sangre entra.
Hasta el cielo del paladar le dolía por la noche. Más muerto que vivo intentaba sorber la sempiterna sopa cuando al pasar a su lado Caracandil se paró asombrado.
─Mala cara tiene el caballerito, quizás no tenga madera de estudiante.
─Madera no sé, pero palos encima llevo unos cuantos.
─Perdone el caballerito, pero esa jeta no es de haber sido corrido. Usted lleva la muerte pintada en la cara. Se lo digo por su bien, cuídese ─y se alejó de él mientras se santiguaba. La conversación dejó lleno de desazón a Tirso, que, con su cuerpo lacerado y el miedo metido por el jaque, se veía con un pie en la tumba.
Eran tantas las partes de su cuerpo que clamaban al cielo que solo boca arriba halló acomodo para dormir. Se sumergió en un sueño febril donde los amados aires de Ventorrillo le abandonaban a su suerte. En el inquieto duermevela la mirada lasciva de Don Gayferos y los ojos extraviados de Carancha se reían de él. Luego pasó a escuchar a un rector con cabeza de macho cabrío, que desde su púlpito enumeraba las penas del infierno. Tal fue su susto que despertose, y cuando abrió los ojos lo que vio le dejó horrorizado.
Parada delante suyo estaba una figura con un hábito negro que hasta los pies le llegaba y una capucha que su cara cubría. Presa del terror, Tirso pudo ver la gran guadaña que portaba en su diestra la siniestra figura. Cuatro acólitos le franqueaban, vestidos como la noche negra y portando un ataúd.
─ ¿Quiénes sois? ─atinó a balbucir Tirso, que ya creía faltarle el aire al respirar. El del hábito negro se adelantó un paso y bajó su caperuza, y el pobre desgraciado entendió que ya no había remedio para él. Una calavera monda y lironda con su sonrisa desquiciada se dejó ver, y de esta forma le fue a hablar:
─Soy la muerte que Dios te envía ─dijo con eco de ultratumba, mientras la compaña levantaba las manos sarmentosas al cielo y hacía sonar manojos de huesos secos.
─Oh, muerte tan rigurosa, déjame vivir un tanto.
─Ni un tanto ni un cuanto, tu vida ya está cumplida. ─Asiendo con las dos manos la guadaña segó varias veces con fiereza el aire encima de la cabeza de Tirso, que vio que no tenía salvación. Los cofrades de la muerte empezaron a cantar una fúnebre salmodia mientras se acercaban al costado de la litera donde yacía ya medio muerto Tirso, que veía como la vida se le escapaba cuando apenas había sacado el morro fuera de Ventorrillo. El resto de compañeros de habitación se estuvieron quedos, no fuera la calavera a llevárselos por delante también.