Aquella semana no tuve piedad
con los casos que pasaron por mis manos. Mi último traspié amoroso me
reafirmaba en la teoría de que los hombres eran imbéciles, y como tales había
que tratarles. Nada de piedad con ellos. Aconsejaba a mis representadas que les
exprimieran hasta el último euro. Para colmo, empecé a recibir mensajes de
Lourdes diciéndome que Maika estaba hecha polvo porque le había chafado su
rollo con Johnny. Me dio un sermón con que eso entre amigas no se hace, que
tenía que haberle dejado vía libre a la otra y que por mi culpa no había
llegado a nada con él. En ningún momento Lourdes aceptó mi versión de que
Johnny no aceptaría la guardia y custodia de Maika ni obligado por la pareja de
la guardia civil. Pero era caso pedido, estaba claro que la otra le había
comido el coco y no había nada que hacer. Acabó diciéndome que no querían
volver a quedar conmigo.
Mi
situación procesal no podía ser peor: de una tacada me había quedado sin amigas
y sin ligue. Otra vez tocaba tirar de agenda. Cada vez me duran menos las
amistades. Quizás debería cuidarlas un poco más, pero bastantes cosas tengo en
la cabeza como para encima aguantar rollos ajenos. Intenté quedar con una
antigua amiga de la universidad, pero empezó a contarme que llevaba dos meses
tirándose al segundo violín de la orquesta sinfónica, hasta que descubrió que
también iba por casa de la clarinetista a afinarle el instrumento. Como la
música ya me sonaba le di largas, no me fuera a interpretar toda la pieza. Una
que conocía del gimnasio me dijo que ya quedaríamos, lo que traducido al
cristiano quiere decir no quedaremos.
Y mientras tanto seguía sin poder quitarme a
Johnny de la cabeza, sus patillas, su mirada turbia, sus besos que saciaban mi
sed, sus abrazos que me dejaban sin respiración. Como si fuera una desahuciada
intentando aferrarse al picaporte de la puerta de su casa mientras los maderos
tiran de ella, empecé a pensar que si su mujer le engañaba, y él ya veía de qué
iba, esa pareja tenía menos futuro que la tuna compostelana en Eurovisión.
Quizás debería aguantar el tirón a ver si la dejaba, y cuando eso ocurriera ser
la primera en la lista de sustituciones. Por una vez no me importaría
tramitarle el divorcio a un tío si después me quedaba con él. Pero volver
después de las dos espantadas que le di me parecía rebajarme mucho, por mucho
que el procesado estuviera como un queso.
En esas
cosas me debatía el viernes tarde mientras acompañaba al pequeño a un
cumpleaños. Allí todos tenían su media naranja; yo estaba con cara de haberme
comido un kilo de limones. Todos felizmente casados y yo como la única
desconsolada divorciada. Aun así, uno de los papás, en un aparte, me dijo que
si tenía necesidades sexuales que no dudara en contar con él. Le agradecí el
ofrecimiento, pero me excusé diciendo que no me gustaba ir de segundo plato, y
más si la guarnición era a base de cardo. El sábado los niños se fueron con su
padre y me quedé con las cuatro paredes nada más. Tirada en el sofá haciendo
que veía la tele me asaltó la soledad acompañada de risas enlatadas y anuncios
de cremas antiarrugas. Por una vez tuve pena de mí, al pensar que éste era el
futuro que me esperaba, en casa muerta de asco. Entonces me acordé de lo que
decía Johnny, no puedes dejar que la vida te adelante. Así que me puse mi traje
más sugerente y tiré por tercera vez para el Jambalaya, dispuesta a acabar la
instrucción del caso.
En la
entrada ya no estaba el cartel que anunciaba el concierto, y dentro el ambiente
era mortecino. Cuatro tíos de cuero apoyados en la barra y otros tantos
desperdigados por las mesas. Ni traza del ambiente de sábados anteriores, ni
pintas de que fuera a cantar nadie. Empecé a sospechar que Johnny no haría acto
de presencia. Desorientada, me acerqué a la barra y pedí una cerveza. En la
pequeña cabina donde estaba el dj divisé a Efe, que tras poner la música en
piloto automático, pasó a saludarme.
—Hoy todo es enlatado, nada fresco. —Aquel día
llevaba un pañuelo pirata y un niqui de los Ramones que le daban un extraño
acento bohemio.
— ¿Y
dónde está Elvis?
—Pegó la
espantada. Dijo que tenía problemas, que debía irse.
— ¿A
dónde?
—No sé.
Creo que es del sur, pero vete a saber tú dónde anda.
Me quedé
pensativa. Otra oportunidad que pasaba de largo, otro tren que perdía. Efe
continuó:
—Veo que
Johnny te ha dejado huella.
—Bueno,
no te creas.
—Ya te
dije, fuera del escenario es otro cantar.
—Sí.
Casado y mujeriego, un partidazo.
—Es un
ave de paso, los conozco bien.
— ¿Tú
también lo eres?
—No, yo
trabajo en una gasolinera. La mayor parte de los clientes son gente que no
volveré a ver. He aprendido a clasificarlos en los cinco minutos que tardan en
repostar. Y con Johnny me sobran tres, no es un tipo recomendable como pareja.
—Así que
gasolinero.
—Sí, soy
el jalón en el camino de mucha gente que no sé de dónde viene ni a dónde va.
Soy un punto fijo en el viaje eterno. Bajo mi marquesina el viajero llena el
depósito, vacía la vejiga, coge fuerzas para volver a la ruta. Como en la vida,
en el viaje se agradece encontrar un lugar en el que aliviar las penas del
camino.
—Vaya,
oyéndote hasta suena romántico. Y en tu tiempo libre, coges la moto.
—Por lo
mismo, me gusta que la carretera me lleve, perderme por vías secundarias, los
acantilados de la carretera de la costa, ir por la autopista con el pie en el
acelerador. Ya te dije, estamos de paso, pero a dos ruedas se pasa mejor.
—No
pensaba que los roqueros fuerais tan filósofos.
—Que te
guste el rock no te convierte en un bruto. Al contrario, te exige estar alerta
para que no te la claven.
—Pero yo
pensaba que lo vuestro era cabalgar por el lado salvaje, sin más.
—Hay
mucha literatura sobre ello. Los que ya tenemos una edad no podemos ir todo el
día a tumba abierta. ¿Sabes que yo también tengo un grupo?
—Eres
una caja de sorpresas.
—Somos
cuatro colegas, tocamos por pasarlo bien, y de vez en cuando damos algún
conciertillo por ahí. Hacemos versiones de Crazy Cavan, Stray Cats
— ¿De
Elvis no?
—Alguna
cae, pero también tenemos temas propios. Muchos son de mi cosecha. Dentro de
poco iremos al bar de un colega, cerca de la playa. Si quieres, te invito.
—Y al
acabar me dirás que eres casado, pero que lo vuestro no funciona, y volveré a
caer como una boba.
—No te
lo diré porque no es mi caso. Pero puede que me quiera tomar una birra contigo
sentados en la arena, frente al mar.
—Solo
hay un problema. Yo no voy de paquete.
—Te
puedo enseñar a andar en moto y vas a tu bola.
—Eso
suena mejor.
—Además,
a mí no me importa agarrarme a tu cintura.
Quizás a
mí tampoco, pensé mientras sacaba otras dos birras e intentaba recordar si Tomy
Hilfiger tenía una línea de ropa motera.