lunes, 31 de octubre de 2016

Buen gusto

arte culinario

La nutrición es una de las funciones básicas de todo ser vivo, mediante la cual hace acopio de la energía y de los elementos necesarios para mantenerse vivito y coleando. La principal complicación en la mayoría de las especies es cómo llenar la panza, pero en el ser humano es algo más difícil. No nos limitamos a comer y callar, sino que no paramos de hablar antes y después de la calidad y naturaleza de lo que echamos al buche.
Uno de los temas más empalagosos dentro de la gastronomía es saber si los prejuicios culturales y las modas influyen en nuestro paladar, o comemos arrastrados por los dictados de nuestro apetito. Como siempre, un experimento  viene en nuestra ayuda, esta vez desde la universidad de Northeastern en Boston, donde dieron a probar a ciento cuarenta y seis estudiantes varios tipos de carne. Unas estaban etiquetadas como originarias de una factoría industrial en la que se trataba a los animales de forma inhumana. Otras estaban con etiquetas que informaban que los animales habían vivido en una granja en condiciones casi bucólicas. En  realidad, toda la carne era de la misma procedencia y las etiquetas eran falsas.
Aun así, todos valoraron mejor el sabor y la textura de la carne de granja que la de factoría industrial, hasta afirmar que ésta era más grasienta y salada. De lo que se deduce que es nuestra mente la que dicta al paladar las normas a seguir. Y es algo que bien saben todos los artistas restauradores que aparecen como champiñones, que derrochan imaginación en los fogones y en las cartas de menú. Al leer que la especialidad del chef es una macedonia emulsionada de selección de ibéricos en su jugo tamizada con especies continentales salibaremos con una facilidad que no se daría ante una pedestre cabeza de jabalí. Y a la hora de dar envidia en Instagram no lo lograremos con un bocata de chistorra, pero si subimos una deconstrucción de la empanada de lamprea en un plato hexagonal con bordes fluorescentes el éxito es seguro, aunque muchos crean que se trate de un avistamiento ovni.
La cocina de la abuela murió con ella, hoy la gente en casa tira de sopa de sobre, pero cuando come fuera quiere fardar, que se vea que tiene el morro fino. Y el lunes en el curro hacerse de cruces de la esmerada técnica del coqueto restaurante perdido en la campiña, un local slow food donde degustasteis caracoles fileteados recogidos del jardín trasero junto a una sinfonía vegetal a cargo de los canónigos de las macetas y rábanos silvestres cosechados en cuarto menguante.
Ante tanto esnobismo culinario nosotros invocamos la cocina abstracta defendida por Borges y Bioy Casares en Las crónicas de Bustos Domenecq, una vuelta a la esencia de la cocina, sin aditivos ni conservantes. Esta tendencia predica la reducción de toda la comida, desde las cocochas de merluza al trigo sarraceno, a una papilla primigenia, a una grisácea masa mucilaginosa a medio licuar, con la que nos alimentaríamos tres veces al día jornada tras jornada. Así dejaríamos de comernos la cabeza con estos asuntos.