Allí estaba de cuerpo presente mientras una amiga, de las de desayuno en el Ritz, le soltaba un padrenuestro a él, descreído del más allá y del más acá. A Paco Umbral le hicieron funeral laico con público de misa y peineta, buen epitafio de una vida como la suya, medio fingida, medio impostada.
Pasó por el siglo Umbral imitando a su amado Valle-Inclán, que armó un personaje literario tras el que esconderse y epatar mojigatos y meapilas, igual que su maestro de energía, Cela el ogro literario. Como Valle, se puso la máscara del dandi, de autor entregado a su obra, estilista estoico de capa y bastón, raída dignidad, dueños ambos de un poderoso látigo verbal con el que sajaban la realidad, la cincelaban a base de imágenes cegadoras. Es el dandi el adorador pagano de la metáfora, piedra de clave de la literatura. Quien se confía a tan exigente deidad solo le espera, como a Baudelaire, la obligación de ser sublime en todo momento.
Pero esa caballería espiritual confluye en Umbral con la atávica llamada de la lengua, de las generaciones que han velado el idioma, de lo que él denomina casticismo y que va más allá de la literatura costumbrista del siglo XIX. El patio de Monipodio, los sonetos puteros de Quevedo, las pajas mentales de Unamuno y los versos calés de Lorca, todo era casticismo para Umbral, río del idioma que arrastra autores de otras épocas y anega las obras contemporáneas. Ahí es donde le vemos con el agua al cuello, como renovador de la prosa, haciendo casticismo a base de de localismos de Carabanchel, jerga de la movida y giros de macarrilla marcapaquete. Su olfato le hace agarrase al cheli para actualizar lo castizo. Se sube al carro de la movida no por la música, le tira más las romanzas de zarzuelas, sino porque ahí es donde se cuece la modernidad del idioma, a pesar de ese aire que gasta, más de ser amante de la Pardo Bazán que fan de Polansky y el Ardor.
Siempre en vanguardia de las novedades literarias o pictóricas, Umbral es como Madrid, su querido Madrid, un cosmopolita provinciano, ilustrado que viviera en un villorrio manchego devenido villa y corte, y que por mucho que viaje o lo pueblen gentes de otros lares no pierde la polvorienta tozudez del pollino de Sancho.
Maestro en las distancias cortas, domina el artículo como nadie. Su escritura lapidaria, los hallazgos verbales, su habilidad para pintar un suceso en tres toques, las boutades y desparrames varios hacen de estas piezas únicas en su género. Harina de otro costal es su novelística, que la mejor es de signo ensayístico y memorialista, larga serie de artículos hilvanados en el que recrea su querido siglo XX desde muchos ángulos. Si Gómez de la Serna hacía novelas a base de greguerías, Umbral a base de artículos, ahí está su Trilogía de Madrid o Las Señoritas de Aviñon, lo mismo pero vagamente novelado. No trabajó el realismo social, que un dandi no se iba a rebajar a la torpe escritura salida de plumas llenas solo de buenas intenciones.
Se va el estilista, se va el hombre, queda el personaje de cuerpo presente, con plañideras pagadas por la Real Academia que nunca le quiso dar ni un mísero escabel. Mientras el pueblo lloraba por las esquinas y se rasgaba las vestiduras por la gran pérdida, por la muerte de un futbolista del Sevilla club de fútbol, que por aquí escribir es llorar, y cuando se mueren los que escriben, no lloran por ellos ni el panadero al que le hacían gasto a diario. Su voz tonante, mirada miope y terca apostura, como el fantasma de José Arcadio Buendía, estará sentada a la puerta del rastro, echándole el ojo a las guiris jamonas y discutiendo con Valle sobre el uso exacto de algún adjetivo hace años olvidado.