Dado que
Panivino lo estaba poniendo a caldo, Tirso Terco se encomendó al bendito Eolo,
que nunca le había negado un soplo de aire fresco ni en la más cruel de sus
adversidades. Parece que el dios vino en su ayuda, pues de pronto las
acometidas de Marcelino cambiaron de naturaleza. Una vez abierto camino, lo que
eran tirones y dolores tornaron primero en un vago cosquilleo y luego en
glorioso vaivén.
De pronto se
obró el prodigio, las fieras acometidas de Panivino mudaron en olas de placer
que lo embargaban. Aquella llama de amor vivo que lo traspasaba por entero
mostró al postrado caballero verdades nunca antes presentidas. Ardió por entero
y por primera vez de amor del que da vida, del amor que nace de dos cuerpos que
se encuentran. Todo su entendimiento quedó en suspenso, atento nada más al
fuego que lo consumía y que le informaba de cuán necio había sido hasta la
fecha, yendo a buscar el amor donde no se hallaba. Rendido a la sabrosa verga
de Marcelino se dio sin dejar cosa, se dijo que en lo sucesivo solo amar sería
su oficio, que dejaría las gestas caballerescas y se olvidaría de la ingrata de
Brisilda, que nunca supo su amor corresponder y que posiblemente no estuviera
tan bien dotada como Marcelino, y abrazaría el amor viril.
Las
andanadas de Panivino estaban por hacerle perder el seso. Nunca había abierto
tanto los ojos, y no solo los de la cara, ni llegado tan lejos en la
comprensión de los misterios de este mundo. Después de haberle dado a modo a su
manubrio, el marqués de las Arrimadas se arrimó a Panivino y le metió su verga
sin mayor protocolo. De esta entrelazada manera aquella santísima trinidad
empezó a remar en la misma dirección, proa contra popa. Rumor de liras, cantos
de sirenas, batir de alas, a Tirso se le antojó que las puertas del paraíso se
le abrían de par en par. Gozó como solo Ganímedes pudiera hacerlo en el
banquete de los dioses, pudo contemplar la divinidad en todo su esplendor un
momento antes de que el placer lo tomara por completo y perdiera el poco
sentido que le quedaba, yaciendo rendido y olvidado de todo en la desordenada
alcoba.
Por tercera
vez en aquella agotadora jornada Tirso había caído en los brazos de la
inconsciencia, la última de placer colmado. A pesar de dormir con un ojo
abierto, la del alba sería cuando el caballero volvió en sí, solo en su nido de
amor. Despertó con el nombre de Marcelino en sus labios, más nadie acudió a su
demanda. También había zarpado el secretario de la Mar Oceana, dejándolo
anegado de tristeza. Ahora que había conocido el verdadero amor, ahora que por
fin había encontrado su vocación, se encontraba naufrago y desdeñado, vertiendo
lacrimosas querellas en soledad de amor herido.