lunes, 3 de julio de 2017

De cómo Flequillo Flojo entróse donde no supo (y VIII)

Flequillo
Dado que Panivino lo estaba poniendo a caldo, Tirso Terco se encomendó al bendito Eolo, que nunca le había negado un soplo de aire fresco ni en la más cruel de sus adversidades. Parece que el dios vino en su ayuda, pues de pronto las acometidas de Marcelino cambiaron de naturaleza. Una vez abierto camino, lo que eran tirones y dolores tornaron primero en un vago cosquilleo y luego en glorioso vaivén.
De pronto se obró el prodigio, las fieras acometidas de Panivino mudaron en olas de placer que lo embargaban. Aquella llama de amor vivo que lo traspasaba por entero mostró al postrado caballero verdades nunca antes presentidas. Ardió por entero y por primera vez de amor del que da vida, del amor que nace de dos cuerpos que se encuentran. Todo su entendimiento quedó en suspenso, atento nada más al fuego que lo consumía y que le informaba de cuán necio había sido hasta la fecha, yendo a buscar el amor donde no se hallaba. Rendido a la sabrosa verga de Marcelino se dio sin dejar cosa, se dijo que en lo sucesivo solo amar sería su oficio, que dejaría las gestas caballerescas y se olvidaría de la ingrata de Brisilda, que nunca supo su amor corresponder y que posiblemente no estuviera tan bien dotada como Marcelino, y abrazaría el amor viril.
Las andanadas de Panivino estaban por hacerle perder el seso. Nunca había abierto tanto los ojos, y no solo los de la cara, ni llegado tan lejos en la comprensión de los misterios de este mundo. Después de haberle dado a modo a su manubrio, el marqués de las Arrimadas se arrimó a Panivino y le metió su verga sin mayor protocolo. De esta entrelazada manera aquella santísima trinidad empezó a remar en la misma dirección, proa contra popa. Rumor de liras, cantos de sirenas, batir de alas, a Tirso se le antojó que las puertas del paraíso se le abrían de par en par. Gozó como solo Ganímedes pudiera hacerlo en el banquete de los dioses, pudo contemplar la divinidad en todo su esplendor un momento antes de que el placer lo tomara por completo y perdiera el poco sentido que le quedaba, yaciendo rendido y olvidado de todo en la desordenada alcoba.
Por tercera vez en aquella agotadora jornada Tirso había caído en los brazos de la inconsciencia, la última de placer colmado. A pesar de dormir con un ojo abierto, la del alba sería cuando el caballero volvió en sí, solo en su nido de amor. Despertó con el nombre de Marcelino en sus labios, más nadie acudió a su demanda. También había zarpado el secretario de la Mar Oceana, dejándolo anegado de tristeza. Ahora que había conocido el verdadero amor, ahora que por fin había encontrado su vocación, se encontraba naufrago y desdeñado, vertiendo lacrimosas querellas en soledad de amor herido.