No hacía falta un Poirot engominado para deducir que Curro no me contó todo, ni un Maigret ebrio de calvados para pensar que había gato, o toro, encerrado. El Guindi podía conseguir lo que quisiera solo con chasquear los dedos, y no se iba a pringar con un toro de su querido enemigo si no tuviera buenas razones para ello. Algo tenía ese Gerión que le hacía tan deseado, o estos dos viejos figurones querían llevar sus rencillas hasta el absurdo y más allá. Pero solo debía localizar al animalito en el mapa, luego que se arreglaran entre ellos. O eso pensaba.
Con los datos que me pasó Curro empecé a moverme. Esteban González era una de las grandes fortunas del país. Empezó a amasarla en los ruedos pero pronto saltó la barrera para dedicarse al turismo, la construcción, la alimentación y alguno más. Como empresario y ganadero controlaba un circuito de plazas en Andalucía y Valencia donde era amo y señor. Últimamente había empezado a extender su imperio de Madrid para arriba, donde hasta hace poco no era bien recibido.
Gracias a mis contactos en el registro mercantil y en el de la propiedad pude hacerme con un listado de sus empresas y posesiones. Como suele pasar en estos casos, una ensalada de siglas difíciles de seguir. Empresas tras las que se ocultaban los negocios y apaños de éste nuevo rico hecho a sí mismo.
Tras unos días masticando el capital del Guindi, me quedé con una pequeña lista por dónde empezar a buscar. Se supone que un toro no puedes esconderlo bajo la cama. Tampoco lo iba a meter en una zona urbana, que la gente se siente incómoda si se tropieza con un morlaco en un semáforo. Así que lo propio sería husmear por las fincas que tenía el tipo, que no eran pocas.
Una mañana temprano cogí el coche en dirección al sur. Marisol no acababa de ver claro el caso. Que tu no distingues un toro de Osborne de uno de verdad, que lo tuyo son los cornudos, no andar buscando cuernos por esos mundos de Dios. Mi mujer siempre tiene razón, pero nunca le hago caso. Y para variar, andábamos apurados de pasta, así que había que tragar con lo que fuera. Le prometí que no me metería en más líos de los necesarios.
El mapa de las posesiones del Guindi no tenía nada que envidiar al de la Casa de Alba. Era un terrateniente con fincas en toda la piel de toro. Yo iba a husmear en aquellas que por su extensión dedicaba a la cría de ganado, bravo o manso, con la foto de mi objetivo en la cartera. Primero me dejé caer por un par de terrenitos en Toledo y Salamanca. Pasaba antes por el pueblo más cercano a ver lo que podía sacar. Generalmente poco, por lo que no me quedaba otra que ir hasta la finca. La de Toledo, tras dos días de vigilancia, concluí que estaba medio abandonada. Solo un par de peones trabajaban allí y lo más bravo que vi fue un gallo esmirriado. En Salamanca tuve que saltar la valla y acercarme hasta el complejo de edificios desde donde administraban el cotarro. Lo hice de noche y con la mountain bike de mi hijo que había echado al maletero. Era la manera más rápida y silenciosa de moverse por aquellos andurriales. Aquel sitio sí que tenía ganado de lidia que dormía plácidamente a la luz de la luna. Si Gerión estuviera por aquí estaría apartado del resto, que los toros, como muchos humanos, no ven con buenos ojos a los forasteros. Los corrales del tentadero estaban vacíos, y tampoco vi ninguna cuadra especialmente habilitada para toros vips. Un puto perro a punto estuvo de delatarme, pero los que allí curraban no estaban muy preocupados por las visitas intempestivas, porque a pesar de la bulla que metí me fui tan campante, pero sin noticias de Gerión.