lunes, 27 de marzo de 2023

De cómo Tirso asistió a su propio entierro a pesar de no ser llegada su hora (y V)

san esteban salamanca

─Pon precio y pagarelo.

─Con lo que llevas en la bolsa llegará.

─ ¡Pero es todo lo que tengo!

─La vida es todo lo que vas a perder.

─ ¿Y de qué viviré?

─Sigamos pues camino del cementerio ─y amagó con tapar el ataúd.

─ ¡Alto, alto! ─gritó Tirso mientras aflojaba la bolsa y se la tendía a la calavera, que la cogió con indiferencia y se la pasó a uno de sus sirvientes.

─Has de saber que esta es indulgencia muy especial que no concedemos más que en contadas ocasiones.

─Señora muerte, yo sabré agradecérselo.

─No necesito tu pleitesía, pobre mortal, solo quiero advertirte de lo que te espera en el otro mundo si no eres buen católico.

─Desde mañana iré a misa tres veces al día, y las fiestas de guardar haré guardia de rodillas en el altar mayor ─ofreció Terco en un ataque de fe, que creía que la muerte se echaría atrás en el trato.

─Para que ponderes las penas del infierno, nada mejor que un paseo por el purgatorio ─dijo la muerte con su perturbada sonrisa. Sin más ni más, las cuatro sombras que con Tirso cargaban alzaron el ataúd a hombros y tras una breve carrera volcaron su contenido tras un pretil.

Lo rápido del suceso dejó a Tirso sin respuesta. En un suspiro pasó de ir encajonado en ataúd de pino a volar en mitad de la oscuridad de la noche, en lo que entendió que era el viaje al más allá, ir cayendo en un pozo sin fondo. En aquellos postreros momentos Tirso recordó a sus antepasados que pronto vería, se despidió del amor que nunca conocería, de la gran novela que dejaría en el tintero. Todo era ya vanidad de vanidades, cuando se desvaneciera en la nada su recuerdo sería el de una hoja seca barrida por el viento.

Pero hete aquí que la cruda oscuridad por la que el caballero iba cayendo trocó sin remisión en mojada realidad que lo engulló por entero. Como noble de secano que era, Tirso no había visto nunca más agua junta que la que coge en una palangana, por lo que encontrarse sumergido por completo dejole con la impresión de que había entrado en el infierno por la puerta grande. A pesar de creerse muerto, su querencia por seguir vivo hizole colear primero y luego bracear de manera tal que en determinado momento consiguió sacar la cabeza de las negras aguas y boquear un poco. Una vez que sus pulmones se repusieron del susto, sus piernas comprobaron que se podía hacer pie y no necesitaba clases urgentes de natación para salir del atolladero. Entonces miró en derredor y lo que en un primer momento se le antojara la antesala del infierno resultó ser el puente que cruza el Tormes, bajo uno de cuyos arcos estaba, mientras que desde lo alto se oían risas y bromas.

─ ¿Está muy húmedo el purgatorio?

─Vea su merced que con la indulgencia que ha pagado no da para cruzar a pie seco.

─Además, es importante nadar y guardar la ropa, caballerito.

─Pero no nada nada porque no trajo traje, y la bolsa voló.

─Es piojo resucitado, seguro que tiene dos bolsas.

Y se fueron puente adelante mientras Tirso quedaba calado y burlado en medio del Tormes.


 

lunes, 13 de marzo de 2023

De cómo Tirso asistió a su propio entierro a pesar de no ser llegada su hora (IV)

dragones salmantinos

 

Tirso estaba paralizado por el terror. Había leído episodios varios en los que caballeros como Don Macramé de Montmeló habían plantado cara a los cuatro jinetes del apocalipsis, pero era tal su canguelo que ni con uno solo se atrevía a porfiar. La santa compaña lo agarró de brazos y piernas, lo metió en el ataúd que llevaban, y él ni rechistó. Cuando subieron el cajón a hombros, por la escalera se bajaron y en la calle se plantaron, el pobre estudiante comprendió que estaba asistiendo a su propio entierro.

En la escura noche salmantina, que lucero alguno no se veía, la lúgubre procesión se abrió paso entre las sombras. La muerte con su guadaña al frente, detrás sus cuatro acólitos llevando a Tirso de cuerpo presente mientras recitaban letanías para abrir las puertas del más allá. La ciudad entera se recogió inquieta a su paso. Las fachadas de los poderosos y las casas de los pobres, todas por igual, miraron hacia otra parte al paso de la muerte. Solo las calles mudas y nudas vieron pasar a Tirso camino del otro mundo. Como todo Ventorrillo, el caballero era devoto seguidor de Eolo que todo lo mueve, pero bien sabía cómo las gastaba el dios de los cristianos y su colega de fechorías, el diablo. Por salir de su casa y de su tierra había caído en sus garras y ahora iba camino del abismo.

Tras vagar por calles que se le antojaron sin fin, los cuatro encapuchados que llevaban a Tirso en su último viaje pararon, y la tétrica calavera asomose a la caja con la tapa del ataúd en la mano para sellarlo.

─Muchos son tus pecados, mal estudiante y peor cristiano. Tu alma está perdida sin remisión. ─sentenció la muerte.

─Compasión, muerte celosa, solo pido un poco de compasión ─imploró Tirso.

─Si gastara de eso tendría que cerrar el negocio. Pero sí puedo hacer algo por tu alma pecadora.

─ ¡Haré lo que sea menester!

─No puedes revocar la decisión del que todo lo puede, pero sí posponerla un tanto.

─ ¿Qué quieres decir?

─Que Nuestro Señor puede tener a bien esperar a que te recibas de bachiller para llamarte a su seno.

─ ¡Firmaré con sangre!

─La firma es lo de menos, lo importante es que tengas buenos cuartos para comprar semejante indulgencia.

lunes, 27 de febrero de 2023

De cómo Tirso asistió a su propio entierro a pesar de no ser llegada su hora (III)

demonios salmantinos

 

Con aquellas ropas, que ya eran viejas en la época en que Séneca aprendiera sus primeras letras, fue el triste Tirso a las escuelas a recibir la primera lección. Y tuvo suerte, que nada más poner un pie en el patio se la dieron. Al percatarse el resto de los escolares que el recién llegado vestía sotana propia de veterano, pues estos tenían a gala llevarlas hechas unos zorros, se soliviantaron ante lo que creyeron una artimaña de Tirso por esconder su condición de nuevo. Así que dieron todos en meterle pescozones y puñadas a diestro y siniestro, que era digno de ver lo que les cundía, pues alguno no tenía reparo en darle a dos manos con algún puntapié de propina. El interfecto no entendía la razón de tan caluroso recibimiento, intentó razonar con la turbamulta que no paraba de atizarle, pedir clemencia o algo de cuartel, pero lo único que recibió fue más de la misma medicina. Sorteó como pudo los coscorrones que caían a cascoporro y llegó al aula más vapuleado que Cristo al Calvario. Poco le aprovechó la primera lección, que atendió más a los chichones y moratones prodigados por sus compañeros que a las especies aristotélicas. Todavía le cayó algún tortazo mientras le decían con sorna que la letra con sangre entra.

Hasta el cielo del paladar le dolía por la noche. Más muerto que vivo intentaba sorber la sempiterna sopa cuando al pasar a su lado Caracandil se paró asombrado.

─Mala cara tiene el caballerito, quizás no tenga madera de estudiante.

─Madera no sé, pero palos encima llevo unos cuantos.

─Perdone el caballerito, pero esa jeta no es de haber sido corrido. Usted lleva la muerte pintada en la cara. Se lo digo por su bien, cuídese ─y se alejó de él mientras se santiguaba. La conversación dejó lleno de desazón a Tirso, que, con su cuerpo lacerado y el miedo metido por el jaque, se veía con un pie en la tumba.

Eran tantas las partes de su cuerpo que clamaban al cielo que solo boca arriba halló acomodo para dormir. Se sumergió en un sueño febril donde los amados aires de Ventorrillo le abandonaban a su suerte. En el inquieto duermevela la mirada lasciva de Don Gayferos y los ojos extraviados de Carancha se reían de él. Luego pasó a escuchar a un rector con cabeza de macho cabrío, que desde su púlpito enumeraba las penas del infierno. Tal fue su susto que despertose, y cuando abrió los ojos lo que vio le dejó horrorizado.

Parada delante suyo estaba una figura con un hábito negro que hasta los pies le llegaba y una capucha que su cara cubría. Presa del terror, Tirso pudo ver la gran guadaña que portaba en su diestra la siniestra figura. Cuatro acólitos le franqueaban, vestidos como la noche negra y portando un ataúd.

─ ¿Quiénes sois? ─atinó a balbucir Tirso, que ya creía faltarle el aire al respirar. El del hábito negro se adelantó un paso y bajó su caperuza, y el pobre desgraciado entendió que ya no había remedio para él. Una calavera monda y lironda con su sonrisa desquiciada se dejó ver, y de esta forma le fue a hablar:

─Soy la muerte que Dios te envía ─dijo con eco de ultratumba, mientras la compaña levantaba las manos sarmentosas al cielo y hacía sonar manojos de huesos secos.

─Oh, muerte tan rigurosa, déjame vivir un tanto.

─Ni un tanto ni un cuanto, tu vida ya está cumplida. ─Asiendo con las dos manos la guadaña segó varias veces con fiereza el aire encima de la cabeza de Tirso, que vio que no tenía salvación. Los cofrades de la muerte empezaron a cantar una fúnebre salmodia mientras se acercaban al costado de la litera donde yacía ya medio muerto Tirso, que veía como la vida se le escapaba cuando apenas había sacado el morro fuera de Ventorrillo. El resto de compañeros de habitación se estuvieron quedos, no fuera la calavera a llevárselos por delante también.