Visto que ninguno iba a cejar en la defensa de
su dama, y que don Quijote no se sentía inclinado a entrar en los misterios de
Lolo, se convino aderezar el campo de batalla en un secarral cercano. Marco
Parco ciñó como buenamente pudo la traqueteante armadura de su señor, montado
en Rampante, percherón al que habían enajenado de la vieja noria para
batallar contra todo caballero peregrino.
-No se lleve a engaño mi señor por lo enjuto de
su contrincante, que dicen en los mentideros que el Quijote este posee un
bálsamo que le da una fuerza sobrehumana -advirtió Marco Parco a Tirso Terco
mientras intentaba ajustarle la celada que le giraba tonta sobre el colodrillo.
-Bien me se yo las malas artes que gasta, pero
yo pongo mi fortuna en el hermano viento, que soplando a mi favor no hay
caballero ni caballo que se me resista.
-Vea su merced que el fulano del flequillo tonto
tiene más miga de la que parece, pues he oído decir que cuando lucha, las aspas
de su molino giran como llevadas por el mismo demonio, dándole una fuerza que
contradice su poca chicha -informó Sancho a su señor, a la vez que le ajustaba
peto y espaldar.
-No temas, Sancho amigo, que si salí con bien
del lance con aquellos gigantes, mejor acabaré con este lacayo suyo.
Como la mañana era calurosa a pesar de la
estación, se convino que el lance concluyera cuando uno de los dos caballeros
resultara descabalgado, aceptando el derrotado las condiciones impuestas por el
vencedor; a saber, por parte de don Quijote que fuera el del Flequillo Flojo al
Toboso a rendir pleitesía a Dulcinea. Por parte de don Tirso, que su oponente
ingresara en la logia de Eolo y contribuyera a expandir los misterios
volanderos.
Según cuentan, ni Rocinante ni Rampante tenían
el día batallador, uno porque ya había barrido la Mancha varias veces, el
otro porque añoraba la dulce monotonía de los cangilones de la noria en vez de
andar todo el día de la ceca a la meca. Si sus amos vivían todavía en los
tiempos heroicos en los que todo se solucionaba a base de mandobles, sus cabalgaduras
estaban en pleno proceso de aburguesamiento y ciertamente ahítas de cargar con
los inquietos traseros de sus señores. Por tanto, al ver como se aprestaban a
batirse el cobre a la hora en el que el sol del páramo no conocía la clemencia,
con tres relinchos y un par de cabezazos acordaron amañar la justa.
Al grito de ¡mi lanza por mi dama! entre batir
de cascos y nubes de polvo se lanzó don Quijote a la carga, el brazo armado
buscando al del Flequillo Flojo y el corazón inflamado en devoción por Dulcinea.
Tirso Terco, clavando espuelas, a oscuras y encelado pues la visera no le
dejaba ver cosa, las aspas girando locas, arremetió con toda la fe que da el
nacer bajo el influjo de una tormenta de arena una tarde de julio. Las lanzas
en todo lo alto fueron bajando para apuntar al enemigo, las monturas lanzadas
al galope trituraban los oscuros matojos, los escuderos con el alma
en vilo contemplaban este hecho de armas llamado a figurar con letras de oro en
los libros de caballería.
Cuando parecía que el encontronazo era
inminente, que las afiladas picas mellarían el duro hierro del oponente
esperando echarle por tierra, se vio algo que ni Tirante ni el mismo Amadís
hubieran imaginado. Rocinante y Rampante frenaron en seco su carrera cuando
apenas quedaban unos pasos para cruzarse, de tal manera que sus señores
salieron disparados de sus monturas, cayendo al alimón el uno encima del otro
en loco amasijo de miembros, armas y armaduras. Los caballos, una vez
despachado el asunto, se fueron en busca de algún brote tierno que echarse al
belfo. Sancho y Marco acudieron en auxilio de sus señores, que con el norte
algo perdido y salpimentados de polvo, intentaban desenredar la madeja en que
se habían convertido.
Una vez que hubieron recuperado por completo la
consciencia y la compostura se aprestaron a buscar razones convincentes para el
comportamiento de sus monturas.
-En lo que a mí se me alcanza, no hay mejor
explicación que un mal aire de los muchos de los que por aquí se encuentran ha
enfriado las meninges de esas pobres bestias -dijo don Quijote, con la frente
descalabrada y los huesos molidos.
-No diga cosas vanas, que Rampante lleva toda su
vida en el páramo sin pasarle cosa tal. Ya será una treta de esos magos
malandrines con los que tanto platica - respondióle el del Flequillo Flojo, que
en el percance había perdido dos aspas del molino y un diente y ganado unos
cuantos chichones y moretones.
- Yo más me inclino a que lo de estos es pura
pereza -añadió Sancho, que miraba como pastaban tranquilamente a la sombra de
una encina.
-Ya le dije a mi señor que no era al caso
hacerse con los servicios de una caballería que solo sabe andar en redondo, y a
la primera que ha tenido que ir por derecho, por necedad o por despecho, ha
tirado con todo.
Estando en esto, cayó en la cuenta don Quijote
que en ningún anal ni manual de
caballería había leído arbitrio alguno para resolver este lance, en el que los
dos contendientes habían mordido, y aún comido, el polvo. Según don Tirso, por
la zona Capadocia y Trebisonda, donde se desayunan día si y día no con hazañas
caballerescas, se vio alguna justa parecida, y los implicados actuaron como si
hubieran sido derrotados ambos dos; así que lo mismo convenía hacer.
-Vaya pues a la reja donde acostumbra mi dueña y
señora a coser y bordar, y nárrele por menudo como su caballero ha puesto su
persona en peligro solo porque su nombre resonara en los cuatro confines
-pidióle el caballero del Flequillo Flojo a su par.
-Pero vea a qué hora se acerca su señor a
la reja -dijo Marco Parco a su colega -que la señora Brisilda, entre puntada y
puntada, acostumbra a folgar con algún doncel de los alrededores, porque mi
señor muchas razones y donosuras, pero de trato carnal la tiene ayuna.
-Pues preséntese en casa de mi señora Dulcinea y
hágale saber que su caballero sigue fatigando selvas y removiendo fronteras
solo por loor a ella, la que engalana su pecho.
-Pues vea de llevar a su caballero a horas
prudentes, no se vaya a encontrar a su dama entretenida en cuidar gorrinos o
pasear el cántaro de casa al pilón -recomendó Sancho a su vez.
Y cuentan las crónicas que en éstas quedaron las
justas entre estos dos arrojados caballeros. Don Quijote fue a rendir pleitesía
ante Brisilda, que los despidió con un cubo de agua ante tantas alambicadas
razones que le refirió. El del Flequillo Flojo, después de haber preguntado por
todo el Toboso en balde por Dulcinea, terminó por decirle cuatro lindezas a una
tal Aldonza que andabas cuidando pitas y que le pareció de buen ver para su
encomienda. Pero eso ya es otra historia.