Esta maniobra, además de darme el gustazo de aguarles la
fiesta a los pijos de al lado, esperaba que produjera la suficiente confusión
para que yo me acercara sin ser notado hasta Gerión. Una vez conectado el gas,
fui a por el flaco que estaba haciendo bulto en mi prisión. Era un mal bicho,
pero tampoco quería que se hiciera a la barbacoa, que no me gusta ir dejando
viudas tras de mí. Seguía ido, lo que me evitó volver a anestesiarle. Tiré de
él como un saco de patatas mientras me acordaba de todos sus muertos. El tiempo
apremiaba, las paredes del depósito empezaban a derretirse. El esfuerzo me dejó
sin respiración. Lo escondí entre las sombras de la plaza, la mano esposada a
una cañería.
En la casa la fiesta seguía ajena a lo que se les avecinaba.
Se veía gente en los jardines de la entrada en alegre algarabía, bailando al
son de un grupo bastante malo que desafinaba más que yo tras el quinto gin‒tonic. Una jovenzuela se
colgaba del cuello de uno que podía ser su abuelo, seguramente impresionada por
su talla humana, y sobre todo financiera. Los más se metían rayas por las
esquinas, y los menos mano por lo oscuro.
Me pegué a los muros de la plaza solitaria esperando que la humilde
bombona le quitara el hipo a la jet set.
Nada satisface más que el trabajo bien hecho. La
deflagración levantó el techo de uralita del almacén de dónde salieron lenguas
de fuego al cielo nocturno. Fue acompañada de un trueno que heló la sonrisa,
los dimes y diretes de los que estaban de cuchipanda. Más de uno perdió pie y
hasta la compostura. Restos en llamas se diseminaron en todas las direcciones.
La explanada tras el almacén se utilizaba de aparcamiento para los invitados, y
algunos coches empezaron a arder. Qué bella estampa los Audis y Mercedes bajo
las llamas purificadoras.
Como primero es la
obligación, dejé los fuegos artificiales y entré al tentadero. En el callejón
divisé a un tipo, seguramente guarda. Me acerqué con toda naturalidad, como
quien da un paseíto mientras echa un pitillo. Estaba quieto con la mosca en la
oreja. Nada más ponerme frente a él le metí un cabezazo con todas mis fuerzas
que lo tumbó. Cabezón que es uno. Después fui a buscar los toriles. Una serie
de pasillos sobre las paredes divisorias de los cubiles donde estaba el ganado
me sirvieron para empezar la búsqueda. Pero no duró mucho porque antes de verle
le presentí.
Habían hecho un buen trabajo el Curro y su cuadrilla. Yo me
esperaba algún engendro como la oveja Dolly, pero esto era muy diferente.
Supongo que no fue todo pegar fragmentos de ADN bajo el microscopio. Habían
rastreado todas las ramas de la raza vacuna para conseguir este ejemplar de
pelaje colorado encendido que me miraba con toda la tranquilidad del mundo
desde el centro del corral, ajeno a los gritos y carreras que se oían más allá.
Gerión era alto, de estructura poderosa, defensas
puntiagudas, largo y fuerte. A pesar de no seguir los cánones establecidos, era
un animal bello. Recordaba a otros toros que había visto en el ruedo, pero le
envolvía algo propio, particular. No sé si todos los golpes recibidos a lo
largo del día se me habían subido a la cabeza, pero tenía carisma. No era solo
el respeto que me producen los toros al verlos saltar a la plaza, ni el temor a
un animal nacido para luchar. Gerión era dueño de un extraño atractivo, su
perfil evocaba sentimientos antiguos. Ese animal simbolizaba el espíritu de una
tierra hermosa y doliente donde sus antepasados han pastado desde tiempos
inmemoriales. Las pezuñas de Gerión se enraizaban en el alma de aquella tierra
seca, ingrata y a veces generosa. Su mirada viva, los movimientos armoniosos,
su morrillo orgulloso, todo en él despertaba admiración. No demostraba ningún
signo de agresividad, seguro como estaba de su poder. Acometería su final en el
ruedo con toda naturalidad. Pero esta vez no iba a ser necesario. Levanté el
portón que le llevaría a la libertad, y se quedó mirando las estrellas que
colgaban sobre el horizonte. Todavía dio una vuelta al corral donde había
pasado los últimos días y salió de allí sin ninguna prisa. No como yo que temía
que se acercara por allí cualquiera de los trabajadores del cortijo y nos
chafara el plan. Gerión pareció estudiar la situación antes de iniciar un trote
elegante hacia el norte.
Era todo lo que podía hacer por él. Ahora dependía de sí
mismo para no volver a caer en las garras del Guindi, más preocupado ahora en
controlar el inmenso incendio del almacén. Las llamas amenazaban con alcanzar
las paredes del palacete, pues una lluvia de fuego lo estaba dejando todo como
una nueva Sodoma. El aparcamiento parecía el plató de una peli de catástrofes,
con coches ardiendo por doquier. En una esquina y como avergonzada se veía una
humilde camioneta usada para el trabajo en el campo. Le hice el puente y agarré
la pista de tierra que llevaba a la salida. Nadie salió a despedirme, pero
tampoco me lo tomé a mal.
A los tres o cuatro kilómetros se paró la camioneta, no
tenía gasoil. Maldije mi suerte y me eché a andar con todos mis dolores a
cuestas. Ya tenía un ojo abierto del todo, pero la boca me seguía sabiendo a
sangre y el costado me pedía clemencia. Pero tenía que llegar hasta mi coche y
eso me llevó toda la noche. Muchos de los invitados a los que el fuego no les
había quemado el vehículo tomaban las de Villadiego. Me escondí como pude.
El naranja del amanecer y el rojo del incendio alumbraron un
nuevo día. Me costó encontrar el coche, ya saben que mi orientación en el campo
es peor todavía que en un supermercado. Cuando por fin me senté al volante no
me lo podía creer. Se me hizo la boca agua pensando en la minuta que le iba a
meter al Curro solo en gastos médicos. Arranqué y me dirigí hacia el pueblo.
Durante un trecho el camino corría paralelo a la linde de la Imperiosa.
Entonces le vi por el rabillo del ojo. Era Gerión. No sé cómo, pero se las
había apañado para llegar hasta allí. Torito listo. Pero la alta alambrada que
cercaba el cortijo eran palabras mayores. Paré el coche y me quedé mirándole.
Su cornamenta enmarcaba al mismo sol que intentaba despegarse del horizonte
mientras los rayos doraban su pelaje colorado. La alargada sombra de Gerión
parecía extender su dominio por todo el orbe. Si lo hubierais visto en aquel
momento entenderíais que era el rey de la dehesa. Como hipnotizado, cogí la
cizalla del maletín de herramientas y corté el alambre de espino. Salió con un trote ligero y fino que no
parecía tocar el suelo. Se encaminó hacia las lomas que cerraban el paso al
norte. En aquella sierra desde siempre vivían vacas en semi libertad. Quizás
pudiera unirse a ellas. Yo daría parte a Curro de que le libré de una muerte
segura y que después se perdió su pista. Que venga y lo busque. Mientras Gerión
tiene la oportunidad de vivir libre como sus antepasados. Como gasta buena
percha y parece cumplidor seguro que a alguna de esas vacas serranas le hace
tolón. En aquellos montes azules donde el hombre solo es un accidente puede que
nazca una nueva raza de toros. Quizás allí se inicie otra era en el planeta
taurino.