Hoy hablaremos de un personaje mítico. Deseado por las mujeres, admirado por los hombres, idolatrado por los niños, temido por sus enemigos, envidiado por todos. No, no es el alcalde de Madrid, es más grande, es Cristiano Ronaldo. El astro luso irradia fama y éxito más allá del planeta futbol, deslumbrando al resto de la galaxia. Nosotros, pobres pardillos, sólo podemos olisquear las migajas de su gloria, contemplar anonadados a un dios con el balón pegado al pie.
Como pasa tantas veces con los dioses, el divino Ronaldo en un momento dado de su excelsa existencia determinó iniciar el tránsito de occidente a oriente, que por aquellas latitudes saben honrar a ese tipo de seres desde épocas inmemoriales. No por casualidad eligió como residencia Arabia, patria de otro profeta y de jeques de billetera fácil. Ronaldo el dios esperaba ser adorado por la plebe árabe mientras desbordaba defensas y fusilaba porteros. Pero la fe de los imperfectos humanos es variable como veleta, de ahí que el dios se viera cuestionado por aquellos que deberían ser sus adictos. En vez de alzar salmos de alabanza cuando enfilaba el área rival, en vez de clamar aleluya aleluya cuando resolvía desde el punto de penalti, algunos desahogados osaron mentar al innombrable, al demonio argentino que años lleva intentando eclipsar la gloria de nuestro dios. Pero Ronaldo sabe impartir justicia como sólo lo hacen los que están más allá del bien y del mal. Con un gesto de su excelsa mano se agarró las pelotas para dar a entender a la chusma que le increpaba con cantos hostiles que se la sudaba en estéreo. Qué elegancia agarrándose el paquete, qué empaque, qué sobriedad.
Mensajes tan directos están al alcance de muy pocos. No es lo mismo que usted se toque los cojones en el ascensor a que un dios lo haga en un templo futbolero. Harán falta los pertinentes estudios hermenéuticos para ponderar en toda su valía la enjundia que esconde gesto tan aparentemente banal. Mientras, algunos reclaman que sea expulsado de Arabia. Pronosticamos que todo quedará en nada. Cuando los dioses señorean el césped derrochando poderío, a nosotros, pobres mortales, sólo nos queda lamer sus botas.