Con
un tono algo monocorde pero convincente empezó la conferencia, mientras la
respetable concurrencia intentaba seguir sus disquisiciones sobre la longitud del
rabo de los primates o la vida y milagros de las iguanas de las Galápagos. Al
poco tiempo, abrumados quizás por el caudal de datos científicos o por la
rigurosa argumentación, se empezaron a ver entre el público síntomas de
desorientación y cansancio. Los próceres de las primeras filas dejaban caer
alguna cabezada y las señoras se entretenían pasando revista a los trajes de
sus convecinas. Las que iba buscando algún destello de elegancia por parte de
Cirilo, que había vivido en Viena y en París, se tuvo que conformar con áridas
peroratas sobre maxilares y premolares. La expectación y la posible
controversia que a priori podía levantar el asunto se estaba difuminado en
aquella sala, pues a ver quién era el guapo que se atrevía a rebatir a Cirilo
la capacidad craneal del hombre de las cavernas o las costumbres funerarias de
los cromañones.
La
disertación iba camino de convertirse en otro de los episodios culturales que
sin pena ni gloria se organizaban en el casino con la intención de dar tono y
distinción al local, cuando el conferenciante, a modo de conclusión, dejó caer
la posibilidad de que la especie humana descendiera de los primates. En honor a
la verdad, pocos de los narcotizados oyentes cayeron en la cuenta de las
enormes repercusiones religiosas y filosóficas que tal aserto encerraba. Pero
don Obdulio, párroco de Ventorrillo y garante de la fe en la villa y sus
contornos, advertido por la superioridad de la posibilidad de que ese elemento
extranjerizante vertiera tesis contrarias a las enseñanzas de la santa madre
iglesia, alzó toda su voluminosa humanidad al grito de ¡anatema! Cirilo, al que
no sorprendió que el zampabollos del cura metiera la cuchara en su conferencia,
dejó que recordara a los reunidos los capítulos inaugurales del Génesis, junto
a sentencias de Tertuliano, San Agustín y alguna de su propia cosecha que
echaban por tierra todas las evidencias científicas puestas hasta el momento
encima de la mesa. Para terminar, don Obdulio exigió una rectificación pública
al conferenciante, dado el gran dolor que sus ideas disolventes habían causado
al sagrado corazón de Jesús y a su casta madre, la virgen santísima, entre
otros. Como el señor Terco, cuyas desavenencias con la jerarquía eclesiástica
venían de lejos, se empeñó en mantener que sobre el tema que allí se trataba no
tenían ni voz ni voto el corazón de Jesús ni cualquier otra víscera sacrosanta
que tuviera a bien citar el mosén, la gente empezó a oler una nueva
confrontación entre ciencia y fe, y, por tanto, otra ocasión para que la sangre
llegara al río.