El
público que había acudido a ponerse al corriente de las novedades científicas
no sabía a qué carta quedarse vistas las arriesgadas hipótesis que se estaban barajando.
Los enemigos de que el hombre primitivo viviera en corrales empezaron a
acorralar a los defensores de la tesis de Aniceto a base de hortalizas que
casualmente llevaban escondidas. Muchas mentes biempensantes se revolvieron en
sus asientos al imaginarse a sus antepasados pelando la pava en el palo del
gallinero. Para el cura estaba claro que al sagrado corazón de Jesús tampoco le
iba a reconfortar la cacareada teoría de Aniceto. El cacique don Pancracio no
acabó de entender la nueva hipótesis,
que los tecnicismos lo aturullaban, pero sí decidió subir el precio de la
docena de huevos de la granja que poseía a las afueras del pueblo.
―A
mí no me señala con el dedo un chisgarabís como usted ―se oyó la cabreada voz
de Cirilo sobre el mar de gritos y acusaciones en que se estaba convirtiendo la
conferencia, que ya parecía la típica trifulca entre conservadores y liberales
―que se cree que la verdadera ciencia se hace mientras apuesta en las peleas de
gallos.
―En
cambio, ya sabemos sus métodos, pues investigó concienzudamente en todas las casas
de lenocinio de Londres y cabarets de París.
―Es
porque me gusta la compañía de mis semejantes, y no como a otros que no han
superado su frustración por no haber sido contratados como sexadores de pollos.
―Sexo
es todo lo que sale de su mollera, lúbrico barrigón. Reconozca que se ha
gastado toda la asignación para la ampliación de estudios en cubrir pelanduscas.
Es usted una vergüenza para la ciencia, y aún diría más, un mono de feria.
―En
cambio, usted es un espécimen de gran valor científico, que tipo tan imbécil
merece ser estudiado con todo detenimiento.
―
¡Atorrante! Recibirá usted la visita de mis padrinos.
―Y
la de su abuela si quiere, gallinazo.
Mientras
Terco y Parco estaban en tal esgrima dialéctica, sus adeptos llegaban a las
manos, no dejando quietas tampoco pies y cabezas, que con tal de hacer sangre
cualquier miembro valía. El grueso de la concurrencia estaba encantada con los
derroteros que tomaba la conferencia, que en el Páramo una buena charla no era
tal si no se rubricaba con una somanta. Alguna dama de acrisolada rectitud
acudió presta a don Obdulio a consultar si estaba en pecado mortal por dejar
que a sus castos oídos llegara el término pelandusca. El párroco la tranquilizó
asegurándole que con la intercesión de la virgen santísima y una limosna en el
buzón de las ánimas ni mácula quedaría. Después fue a reclamar al señor alcalde
la colaboración del ayuntamiento en la celebración de dos novenas y un triduo
en desagravio de la santa fe, tan mancillada por semejante espectáculo. Don
Pancracio dijo amén al cura mientras amenazaba a tirios y troyanos con su
bastón de mando y se repetía que la próxima beca de ampliación de estudios
sería para aprender a tocar la zanfoña en el conservatorio de Castrojeriz,
donde nada se sabía de monos, gallinas ni demás zarandajas.
En
estas estaban cuando hicieron acto de presencia cuatro parejas de la guardia
civil con un sargento al frente y puso orden en tal desmán, llevándose por
delante a los cabecillas de la zapatiesta. El conferenciante y su principal detractor
acabaron compartiendo calabozo, donde siguieron explorando posibles antecesores
del género homo entre puñada y puñada. Otros quince alborotadores acabaron en
el cuartelillo a la espera de ser puestos ante el juez. El jefe del puesto
elevó un informe a la superioridad donde recordaba que la responsabilidad
última del incidente era del gobernador civil, por dar permiso a una reunión en
un pueblo como Ventorrillo, donde más aventados por metro cuadrado se contaban.