Quinto no tardó mucho en hacerse a la vida de la ciudad, donde los placeres y los días iban de la mano y le asaltaban en cualquier recodo de la calle. Aprendió que el fuego abrasador con el que había nacido y que tanta vida daba a sus amantes también era útil para vivir de él. Su bárbara sensualidad y el deseo animal que desprendía de manera irresistible, mezclados con los versitos picantes que regalaba meloso, le abrían todas las voluntades que se le antojaban. Tenía contentos a sus benefactores, a los que se beneficiaba con asiduidad por aquello de procurarse el sustento, sabiendo los dos que se tenían que repartir al íbero, pero haciendo como que no veían nada. Quinto andaba sobrado de ímpetus para buscarse amantes menos viejos y fofos en tabernas, mercados o en las termas. Cada día nuestro joven desterrado de Ventorrillo olvidaba los vientos de su tierra chica y se dejaba llevar por la marea humana que, de tierra adentro, llegaba a la ciudad y de más allá del mar arribaba a puerto. Gentes hasta ahora desconocidas para él, griegos de velludo pecho, egipcios hieráticos, árabes silenciosos, galos de ojos azul marino, todos despertaban sus deseos nada ocultos. Mientras, el pico de oro de Pomponio no tuvo problema en introducirse en los círculos artísticos de Tarraco, donde desbarraba a gusto entre poetas que solo encontraban la inspiración con el vino peleón, sagaces historiadores empeñados en trazar la historia gastronómica de los layetanos o algún novelista que llevaba diez libros escritos ya sobre las fantasías onanistas de Agamenón.
Sexto y Gala solían celebrar banquetes para huir del aburrimiento provinciano y rememorar los días de vino y rosas en su añorada Roma. Una noche convocaron a Pomponio, Decio Tranquilo, poeta y antiguo amante de Gala, relegado ahora a la triste condición de segundón, un comerciante local amigo de la familia, y otros lugareños. Empezado el banquete, se unió a ellos Quinto, con signos evidentes de haber pasado la tarde en brazos de alguno de sus amigos. Pomponio, apurado el tercer cáliz de vino nuevo, con la lengua caliente y el verbo fácil, empezó a relatar sus historias mitológicas, de cuando Júpiter se encaprichó de la doncella Europa, y trasmutado en toro la raptó mientras paseaba por la playa. Gala propuso un juego. De ser como Júpiter, en qué se convertirían los presentes para raptarla a ella, la más bella doncella de la Cólquide. La mayoría pensaron para si que lo mejor sería en liebre u otro ágil animal para poner tierra de por medio de semejante partido, pero callaron.
Pomponio se inclinó sobre el triclinio de Quinto para recordarle lo importante que era para la compañía complacer a sus anfitriones, así que la adulara sin contemplaciones. Empezó Decio afirmando que una dama romana como ella solo por la loba que amamantó a Rómulo y Remo podía ser raptada. Eso eso, que la rapte la lupa y la lleve al lupanar, dijo por lo bajo Pomponio, mientras se levantaba y decía que él, como Júpiter, se convertiría en lluvia dorada con la que cubrir tan preciado objeto. Gala advirtió cierta retranca en su declaración, pero la que en verdad esperaba era la de Quinto, que, sin pensárselo, se despachó con que iría de Alejandro Magno y con su espada cortaría el nudo gordiano que la tenía apresada para que pudiera huir con él. Un tajo seco y definitivo, que tus correas caigan para siempre al suelo. Oído esto, Sexto creyó que el tajo iba dirigido a él, que era el lazo que ansiaba cercenar Quinto. Empezó a sudar ante la posibilidad de que su amado quisiera hacer ejercicios de esgrima a su costa, lo que le sumergió en una flojera de la que intentó defenderse con un faisán relleno de perdices. Gala creía flotar en medio del Olimpo al oír tal declaración. Ya se imaginaba con Quinto viviendo como salvajes su amor en el fondo de las selvas de hayas del interior de Iberia, de donde había salido el moreno de carnes prietas y corazón de roca.
El plato principal del banquete era un puerco asado relleno de manzanas, pero cuando dio llegado los comensales iban borrachos perdidos y desbarraban a dos manos, hablando sin orden ni concierto sobre la cosecha de ese año, los vestidos de la mujer del gobernador, la crisis del teatro o lo holgazanes que salían los esclavos de la Bética. Decio Tranquilo, dando la espalda a su nombre, se disponía a soltar una arenga patriótica de la cual solo pudo decir Delenda est Carthago antes de enmudecer víctima de un hueso de pernil estampado en mitad de la boca. Tras esta sugerencia, decidió dirigir su arte hacía la lírica, regalando a su amada un epigrama más destartalado que carreta galaica, que la parca Gala ni tomó en cuenta, viendo las maniobras de su esposo por acercarse a Quinto, recuperado del susto de imaginarse con el gaznate rebanado.
Cerca de la medianoche, lentamente entró la brisa del sur que encendía al hijo de Ventorrillo sus instintos más salvajes. Trastabillando vio salir hacia el atrio a Sexto, y tras él se fue encelado. En ansias inflamado lo atrapó en la oscura esquina alejada de la sala de banquetes, deslizando rápidamente sus manos bajo la túnica.
─ ¿No eras tú el que quería cortarme en dos de un tajo, Alejandro de pacotilla, magno truhán, adulador de brujas?
─Ven aquí pichón, que mi espada no quería cortar sino clavar.
Desesperada ante lo que se imaginaba que estaba pasando fuera, Gala Rala le estaba dejando hacer a su poetastro, una vez que el resto de los comensales habían quedado fuera de circulación entre vapores etílicos. Tranquilo la convenció para que salieran al amplio atrio y se enmascararan entre las sombras, y ella se dejó llevar a ver si levantaba los celos de Quinto, que ya tenía a su querido marido a cuatro patas.
Así, mientras Quinto en una esquina ponía al señor de la casa mirando hacia Roma y Tranquilo en la otra a la señora mirando hacia Alejandría, presidida la romántica escena por la pelotuda estatua de Cupido que remataba la fuente central, entró de repente Próspero Póstumo con su mujer y parte de su séquito, advertidos de que en la casa del rico comerciante había banquete. La visita sorpresa tenía por objeto ver si los rumores sobre el comerciante en vinos y su esposa eran ciertos. El encontrarse a Quinto y a Sexto tras un seto del atrio en postura poco recomendada para un ciudadano romano, más aún, propia de un sátiro en celo revolcándose con un actorzuelo semi bárbaro, y a Gala en la otra punta dejándose hacer por un tísico pelma y barbilampiño, no hizo más que confirmar sus sospechas sobre los dueños de la casa.
─Para eso me batí yo en duelo singular en lo más profundo de los bosques cántabros contra el bruto caudillo Barcitauro y le despeñé de tal mandoble que rompí mi espada, y yo solo armado con una lanza rota hice retroceder a sus hordas malolientes, para que la gloria conquistada por mí para Roma se vea mancillada por el comportamiento indecoroso de sus ciudadanos, que no saben tener quieta su entrepierna.
─Verá gobernador, esto no es lo que parece─ intentaba defenderse Sexto
─No, no, esto es lo que parece, y aún diría más, esto parece un burdel en hora punta en vez de una casa patricia.
Pomponio, que había despertado de la borrachera con los gritos de Próspero y se había hecho cargo de lo apurado de la situación, intentó echarle una mano a su protector.
─Vea usted que esto no es más que un pequeño ensayo de una obra que ando escribiendo, y todo lo que aquí parece haber visto no es más que fingido.
─Ya, pues felicite a sus actores de mi parte, que jadeaban con mucha convicción, incluso diría más, juraría que la estaban gozando. Y no me haga preguntarle sobre el argumento en el que se incluye semejante escena, que igual le contrato yo para una comedia muy divertida en la que un hatajo de tunantes reman de sol a sol amarrados al remo y al banco de una trirreme. Y usted, Sexto Parco, su única relación con la caballería parece ser el que, como los caballos, pasa más tiempo a cuatro patas que a dos. Les recuerdo a los dos que como vuelvan a faltar al decoro y a la decencia que se espera de unos ciudadanos romanos acabarán sus días en alguna inhóspita aldea a orillas del Mar Negro pelando quisquillas.
─Señor gobernador, quizás nos hemos dejado llevar por el calor de la situación, pero no volverá a suceder─ balbuceaba Sexto
─Eso espero por su bien. Y la comedia que le encargué, ¿está concluida? Mire que no voy a tolerar ningún retraso.
─No se preocupe, que está muy bien encaminada─ mintió Sexto, que ni media página había emborronado sobre el asunto, que su imaginación no daba más que para algún ripio de circunstancias, y semejante encargo se le antojaba más arduo que copiar la Ilíada al revés.
Como su marido no parecía percatarse de la presencia de Quinto, Julia se acercó hasta él.
─Veo que te esfuerzas en satisfacer a tus anfitriones.
─Solo quería agradecer la hospitalidad que tienen conmigo.
─Pues yo puedo ser más hospitalaria si cabe que estos rancios trozos de tocino que te trajinas. Un adonis como tú cómo pierde su tiempo y energías con una arpía que huele peor que las tripas de los besugos y viste como una matrona con almorranas, o con su marido, un calvo lleno de vino y menos seso que una gallina descabezada.
─Mi agradecimiento hacia mis protectores no me prohíbe el atender sus súplicas, bella Julia, y cuando quiera estaré encantado de enseñarle todo mi repertorio.
─Julia, vayámonos ya de este antro, no sea que la inmundicia nos invada─ dijo Próspero Póstumo a su mujer, que tuvo que separarse rápido de Quinto. ─Y les vuelvo a recordar que no toleraré este tipo de comportamientos.
Una vez ido el gobernador y pasado el sofoco, dijo Sexto:
─Este hombre va a acabar con nosotros. Ya ni en nuestra propia casa podemos darnos una alegría. Ahora entiendo por qué lo mandaron a Tarraco y se lo quitaron de encima en Roma.
─Tú que te revuelcas en cualquier parte, como los animales─ le recriminó Gala
─Fue a hablar la que estaba haciendo calceta mientras tanto. Mejor estarías callada, o echándole un cubo de agua al fantoche que tienes como amante, que del susto se te ha desmayado. Pomponio, escucha, tienes que ayudarme, por favor escribe para mi una obra que pueda presentarle a ese guardián de la moralidad.
─Pero el encargo era para vos, y no estaría bien que yo me entrometiera─ respondió airado.
─Sí, pero a mí las musas no me han llamado por ese camino, y como no le presente algo a ese viejo es capaz de desterrarme a la Galaecia. Quizás tendría que recordarte que vives holgadamente aquí gracias a mi generosidad, y que no estaría de más que ayudaras a tu patrocinador si quieres que lo siga siendo.
─Nada más alejado de mi intención que negar la ayuda a alguien que se ha portado como un padre con nosotros, pero ceder una obra así como así, por las astas corniveletas del Minotauro, casi es como cederle a un hijo de mis entrañas.
─Pero serás recompensado por ello, además de que influiré en Próspero para que sea tu compañía la que haga el estreno.
De muy mala gana aceptó el encargo Pomponio, en parte porque le hubiese gustado que en los avisos escritos a tiza en la puerta del teatro apareciera su nombre como autor y no solo como actor, y en parte porque tampoco tenía nada preparado y el tiempo apremiaba. Pero era cliente de Sexto y estaba obligado a ayudarle. Prometió ponerse manos a la obra al día siguiente, en el que ya recuperado de la melopea nocturna, vio que podía refundir alguna comedia antigua y sazonarla con elementos propios de la ciudad, y de paso saldar cuentas con algún que otro personaje. La idea de soltar estopa en el escenario agudizó su ingenio, y se puso manos a la obra, copiando a los antiguos para hacerlo pasar como propio. Era lo que solía hacer, que el público teatral era de memoria frágil y se le podía vender el mismo pescado varias veces.