Si algo le
gusta al estado es reglamentar todo lo que se pueda y más, no sea que al
ciudadano se le ocurra tomar decisiones por su cuenta y riesgo y tengamos un
problema. Unos de los pocos espacios de libertad de los que gozaba la gente de
ideas claras eran las peleas entre aficionados futboleros. Ya saben, esas
desinteresadas batallas campales en las que los más fogosos seguidores se
enzarzan por el simple amor a los colores de su equipo. En otras épocas la
gente iba a la guerra por su dios, su patria o de mala gana. Hoy lo hacen por
amor al arte, por defender la preeminencia de su equipo, y son capaces de
llevarse por delante a cualquiera que diga que su defensa central es un
sicópata sin medicar o que el delantero centro que costó veinte kilos se cae
más en el área que un borracho por las escaleras.
Como por lo
visto estas gestas a veces pillan a contrapié a la autoridad gubernativa, un
diputado ruso ha propuesto convertir esos encontronazos en un deporte en sí
mismo. El avispado Igor Lebedev quiere montar equipos de veinte camorristas
profesionales, en principio desarmados, que representen a sus respectivas
hinchadas, y que se partan la cara para abrir boca antes de cada partido.
Nosotros
pensamos que un hooligan que se precie no se dejará alienar por semejante
propuesta, que sus niveles de testosterona le mantendrán al margen de los
intentos de manipulación del poder. Además, corremos el riesgo de que el nuevo
juego tuviera más seguidores que la tontería de meter la pelotita en la
portería. Al final los campos de fútbol acabarían siendo como el Coliseo
romano, con miles de gargantas sedientas de sangre. Aunque en el fondo es lo
que les pide el cuerpo.