lunes, 24 de septiembre de 2018

En el que se topan con damas poco corrientes y amantes corridos (III)


—Mi tía y yo mucho miramos por los cristianos, y con nuestras industrias muy honradamente la vida nos ganamos —dijo con cara angelical y voz de inocencia Fuensanta.
—Sí, os ganáis la vida arruinando la de los pobres infelices que acuden a vosotras, sí, malditas brujas —dijo levantándose uno de los caídos.
—¡Qué sabrás tú, mastuerzo, que tendrías que besar la tierra que pisamos! —gritó desairada Fuenseca.
—A vos pongo por testigo, caballero, de que estas mangantes han burlado a medio pueblo. No contra nosotros no, si quiere hacer justicia cargue contra ellas —interpeló el villano a Flequillo, que ya veía que en aquel pleito además de mandobles algo de mano izquierda sería menester.
—Quizás si refieren en qué los han agraviado estas damas, pudiera dar yo la razón a quien la hubiere.
—Mire usted, caballero —le dijo el hombre, que se rascaba el dolorido colodrillo mientras hablaba —somos vecinos de Peralejos del Legajo, a pocas leguas de aquí, villa tranquila hasta que una semana hace aparecieron estas dos brujas prometiéndonos curar todos nuestros males.
—Y así es, pero con pecadores y herejes no hay remedio que valga, atajo de cabestros —gritó la vieja.
—Halla paz y sosiego, señora mía, y deje al hombre decir sus razones —la interrumpió Flequillo Flojo.
—Pues estas sacacuartos se pusieron con su tenderete en una esquina de la plaza pregonando que tenían remedios para todas las enfermedades habidas y por haber, ya fuera mal de amores o mal de vientre. Yo soy Pedro Viejo, pobre pero honrado labrador que nunca dio que hablar a sus convecinos. Y sí, hace tiempo sí que peno por una zagala, la hija del curtidor, Mari Toda por más señas, que nunca me da señal de bien quererme. Todos los días por su calle me pasó por requerirla de amores y siempre para otro lado mira. Una mañana que desperté con su nombre en mis labios, me acerqué al carromato de estas mamporreras a ver si había remedio para lo mío. Atendiome la joven, que con muchas zalamerías me convenció para comprarle lo que llamó Adamamozas, un filtro que debería echarme sobre las ropas y que haría que Mari Toda se me rindiera entera nada más verme.
—Y así es, pero el filtro no hace milagros, que si eres más feo que pegar con un badajo a un sacristán no hay avío posible—se defendió Fuensanta, olvidando de pronto su impostada inocencia.

lunes, 17 de septiembre de 2018

En el que se topan con damas poco corrientes y amantes corridos (II)

La táctica utilizada por Tirso, o más bien por Rampante, de rodear al enemigo para luego diezmarlo, acabó dando sus frutos, porque un poco por casualidad y otro poco por la errática trayectoria de Flameada, el caballero acertó a darle a dos de los atacantes, que no por hábil tajo sino por mamporro recibido de plano quedaron en el suelo tendidos, en tanto que los otros cuatro pusieron pies en polvorosa. Las mujeres, que ya se creían emparedadas por aquellos desaprensivos, tampoco las tenían todas consigo, que nunca habían visto caballero con aspas de molino por montera. Cuando Flequillo Flojo consideró desbaratado el contubernio y pudo parar a Rampante, desta suerte les fue a hablar:

—Sean bien halladas, hermosas damas, y dense por salvas, que mientras estén bajo la protección del caballero del Flequillo Flojo nada han de temer de fementidos.
—De fementidos nada, mamarrachos mamporreros, abortos de piojos y comemierdas —respondió la vieja a la que llamaban Fuenseca, mujer vestida de negro de arriba abajo, tez más ajada que odre de borracho y magra como hueso de aceituna. La nariz ganchuda pugnaba por tocar las verrugas del mentón picudo como cigüeña desmadejada, mientras sus demacrados pómulos sostenían unos ojos iracundos que centelleaban sin cesar. La boca pequeña en apariencia era grande en maldiciones. —¡Santa Gasa y San Apósito los confundan!
—Muchas gracias, caballero, por socorrer a dos pobres mujeres que en este mal paso se ven por ayudar al prójimo —dijo la joven que decían Fuensanta, zagala tostada por el sol, pelo revuelto, mirada pizpireta y corpiño que patente dejaba sus encantos.
—Razón tiene, que es el único oficio por el que mérito se puede ganar, y me place que en ello se apliquen —dijo Tirso mientras bajaba del caballo.
—Pero siempre hay bujarrones y soplapollas, como estos mastuerzos, que si no sale su merced en nuestra defensa nos finiquitan, ¡San Cúbito y Santa Supina los despeñen al fondo del infierno!
—¿Y cuáles son sus menesteres para que así sean tratadas? —preguntó Flequillo.
—Aquí mi sobrina y una servidora vamos con nuestro carro de pueblo en pueblo, de feria en feria, cuidando de la salud de los cristianos, que Santa Arsénica bendita mucho en cuenta nos lo tendrá, porque de este ganado solo coces se pueden esperar.
—¿Y así las tratan después de cuidar de ellos? —preguntó Bernal, que tras ver que los atacantes estaban huidos o caídos y que su señor era dueño de la situación, se había acercado al mugriento carro, donde las mujeres cargaban con varios arcones y cestas, junto a las telas y tablas con las que montaban su tenderete.
—Siempre hay sabandijas y pelagatos que no pagan por los remedios que reciben, además de los baldragas que nos dan por moneda palos en el lomo, de malos pagadores líbranos señor, ¡malditos sean sus muertos más frescos! —le respondió la vieja, todavía irritada hasta el sofoco.
—No será que sus remedios no remedian nada, que ya me sé yo eso de chupe usted el culo de un caracol para quitar el moquillo, y luego sigue uno a moco tendido y con la boca llena de babas —le dijo Bernal mientras escupía por sacudirse aquel recuerdo.
—Nosotras curamos por la divina intercesión de todos los santos del cielo, que no hay remedio mejor para estos baldragas que la oración, que mitiga los males del cuerpo y el alma —le advirtió Fuenseca.
—¿Y solo por rezar les han seguido hasta aquí estos ceporros? —preguntola Bernal.
—Porque son unos botarates descreídos. A uno aconséjele quinientos credos para quitar un dolor de muelas, y vino a reclamar sus dineros porque no le había aviado. Seguro que el hereje no rezó más de trescientos. Y así con todo, una prescribe y los pacientes a su puta bola, es que no hay manera —dijo Fuenseca santiguándose como si hubiera visto al demonio.
—La fe mueve montañas, pero lo de acallar dolores es harina de otro costal —le dijo Flequillo Flojo.
—Bien lo sabemos, que llevo toda la vida componiendo emplastos, aderezando filtros, administrando cataplasmas y otras boticas, que la gente es de poca fe y necesita un empujón. —Abrió un pequeño arcón lleno de frasquitos y ampollas con líquidos de extraños colores. —Yo soy la única que conoce el secreto del Triscatripas, remedio para que los de tránsito lento caguen a chorrillo, o el Pontetiesa, ideal para el coitus miserere.
—Y luego estos miserables no lo saben agradecer —dijo Bernal despectivo mirando a los dos hombres abatidos por Flequillo Flojo y que poco a poco volvían a la vigilia.

lunes, 10 de septiembre de 2018

En el que se topan con damas poco corrientes y amantes corridos (I)


Tirso Terco, buen caballero probado, ufano iba tras la gloria alcanzada en su primer envite, donde en encuentro singular con el caballero de la Triste Figura demostrara que su arrojo no iba a la zaga. Flequillo Flojo mucho se folgaba además de haber puesto a los pies de Doña Brisilda las armas de Don Quijote, pues en ello vería la dama el amor que le embargaba, aunque no sabía que también habían embargado los cuatro cuartos de Sancho para pagar la basquiña. Por su parte, Bernal suponía que alguna comisión le caería de aquel su primer negocio.

Días después, sin noticia de mayor interés para nuestro relato, iban al descansado paso que marcaba Rampante por una seca vereda que serpenteaba entre pausadas colinas, Tirso refiriéndole a Bernal la portentosa batalla en la que Don Cataplín de Copacabana desbarató una legión de demonios sarracenos con sola una espumadera bendecida por San Palangano. La viveza de la historia hacía que el escudero imaginara los demonios echando espumarajos por la boca y maldiciendo a lo más barrido, cuando un gran ruido llego hasta ellos. Tras una loma cercana enorme algarabía de voces se oía, trufada con juramentos de todos los tamaños y colores. Flequillo Flojo raudo en guardia se puso, su olfato le indicaba que cerca había entuerto que enderezar y fama que ganar.

Clavó espuelas y Rampante aceleró su paso, pero en vez de lanzarse hacia donde las voces rompían la tranquilidad de la estepa, se puso a dar vueltas a un algarrobo como si de su añorada noria se tratara. Ocho vueltas ocho dio hasta que Flequillo se hizo con las riendas y avanzó hasta posición tal que pudiera verse qué causaba semejante tremolina. Mucho le sorprendió lo que vio.

En una revuelta del camino estaba cruzado un carro tirado por un burro sarnoso. En el pescante iban una joven y una vieja que acorraladas estaban por media docena de villanos que acababan de darles alcance y que las increpaban sin freno. Ellas se defendían de palabra y obra, repartiendo a diestro y siniestro con unas fustas que llevaban y poniendo a sus enemigos como chupa de dómine. Ellos, sabedores de que las mujeres estaban a su merced, se regodeaban en insultarlas antes de ir a saco a por ellas. Flequillo que esto vio, así le dijo a Bernal:

—Nada me place más que salvar damas en apuros, como es el caso, y poner coto a las fechorías de desaprensivos que no saben respetar a las mujeres. No pierdas ripio, Bernal amigo, que vamos a escribir memorable página.

—Apuradas sí que se las ve, pero si esas son damas yo soy la espumadera de San Palangano, que los demonios de los que su merced hablaba tienen la boca menos sucia.

Sin hacer caso a las atinadas observaciones de su segundo, cargó con todo. Al sentirse espoleado, Rampante tiró para delante abalanzándose contra los que asediaban el carro. Cuando estaba ya próximo, Tirso desenvainó a Flameada, presta a impartir justicia. En vez de meterse de hoz y coz en el cogollo de la reyerta, el percherón comenzó a dar vueltas alrededor del carro y los villanos. Flequillo, que en realidad era la primera vez que agarraba una espada con fines guerreros, intentaba dar mandobles con Flameada, pero tan pesada era la vieja tizona que daba bandazos con ella como ciego queriendo reventar una piñata. Los que montaban la querella contra las mujeres no esperaban semejante aparición, caballero descacharrado haciendo aspavientos a su alrededor, por lo que pronto pasaron de dar caña a pegar la espantada, no fuera caerles alguna estocada.