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lunes, 4 de abril de 2022

El caso Gerión (y IX)


 

Esta maniobra, además de darme el gustazo de aguarles la fiesta a los pijos de al lado, esperaba que produjera la suficiente confusión para que yo me acercara sin ser notado hasta Gerión. Una vez conectado el gas, fui a por el flaco que estaba haciendo bulto en mi prisión. Era un mal bicho, pero tampoco quería que se hiciera a la barbacoa, que no me gusta ir dejando viudas tras de mí. Seguía ido, lo que me evitó volver a anestesiarle. Tiré de él como un saco de patatas mientras me acordaba de todos sus muertos. El tiempo apremiaba, las paredes del depósito empezaban a derretirse. El esfuerzo me dejó sin respiración. Lo escondí entre las sombras de la plaza, la mano esposada a una cañería.

En la casa la fiesta seguía ajena a lo que se les avecinaba. Se veía gente en los jardines de la entrada en alegre algarabía, bailando al son de un grupo bastante malo que desafinaba más que yo tras el quinto gintonic. Una jovenzuela se colgaba del cuello de uno que podía ser su abuelo, seguramente impresionada por su talla humana, y sobre todo financiera. Los más se metían rayas por las esquinas, y los menos mano por lo oscuro.  Me pegué a los muros de la plaza solitaria esperando que la humilde bombona le quitara el hipo a la jet set.   

Nada satisface más que el trabajo bien hecho. La deflagración levantó el techo de uralita del almacén de dónde salieron lenguas de fuego al cielo nocturno. Fue acompañada de un trueno que heló la sonrisa, los dimes y diretes de los que estaban de cuchipanda. Más de uno perdió pie y hasta la compostura. Restos en llamas se diseminaron en todas las direcciones. La explanada tras el almacén se utilizaba de aparcamiento para los invitados, y algunos coches empezaron a arder. Qué bella estampa los Audis y Mercedes bajo las llamas purificadoras.

 Como primero es la obligación, dejé los fuegos artificiales y entré al tentadero. En el callejón divisé a un tipo, seguramente guarda. Me acerqué con toda naturalidad, como quien da un paseíto mientras echa un pitillo. Estaba quieto con la mosca en la oreja. Nada más ponerme frente a él le metí un cabezazo con todas mis fuerzas que lo tumbó. Cabezón que es uno. Después fui a buscar los toriles. Una serie de pasillos sobre las paredes divisorias de los cubiles donde estaba el ganado me sirvieron para empezar la búsqueda. Pero no duró mucho porque antes de verle le presentí.

Habían hecho un buen trabajo el Curro y su cuadrilla. Yo me esperaba algún engendro como la oveja Dolly, pero esto era muy diferente. Supongo que no fue todo pegar fragmentos de ADN bajo el microscopio. Habían rastreado todas las ramas de la raza vacuna para conseguir este ejemplar de pelaje colorado encendido que me miraba con toda la tranquilidad del mundo desde el centro del corral, ajeno a los gritos y carreras que se oían más allá.

Gerión era alto, de estructura poderosa, defensas puntiagudas, largo y fuerte. A pesar de no seguir los cánones establecidos, era un animal bello. Recordaba a otros toros que había visto en el ruedo, pero le envolvía algo propio, particular. No sé si todos los golpes recibidos a lo largo del día se me habían subido a la cabeza, pero tenía carisma. No era solo el respeto que me producen los toros al verlos saltar a la plaza, ni el temor a un animal nacido para luchar. Gerión era dueño de un extraño atractivo, su perfil evocaba sentimientos antiguos. Ese animal simbolizaba el espíritu de una tierra hermosa y doliente donde sus antepasados han pastado desde tiempos inmemoriales. Las pezuñas de Gerión se enraizaban en el alma de aquella tierra seca, ingrata y a veces generosa. Su mirada viva, los movimientos armoniosos, su morrillo orgulloso, todo en él despertaba admiración. No demostraba ningún signo de agresividad, seguro como estaba de su poder. Acometería su final en el ruedo con toda naturalidad. Pero esta vez no iba a ser necesario. Levanté el portón que le llevaría a la libertad, y se quedó mirando las estrellas que colgaban sobre el horizonte. Todavía dio una vuelta al corral donde había pasado los últimos días y salió de allí sin ninguna prisa. No como yo que temía que se acercara por allí cualquiera de los trabajadores del cortijo y nos chafara el plan. Gerión pareció estudiar la situación antes de iniciar un trote elegante hacia el norte.

Era todo lo que podía hacer por él. Ahora dependía de sí mismo para no volver a caer en las garras del Guindi, más preocupado ahora en controlar el inmenso incendio del almacén. Las llamas amenazaban con alcanzar las paredes del palacete, pues una lluvia de fuego lo estaba dejando todo como una nueva Sodoma. El aparcamiento parecía el plató de una peli de catástrofes, con coches ardiendo por doquier. En una esquina y como avergonzada se veía una humilde camioneta usada para el trabajo en el campo. Le hice el puente y agarré la pista de tierra que llevaba a la salida. Nadie salió a despedirme, pero tampoco me lo tomé a mal.

A los tres o cuatro kilómetros se paró la camioneta, no tenía gasoil. Maldije mi suerte y me eché a andar con todos mis dolores a cuestas. Ya tenía un ojo abierto del todo, pero la boca me seguía sabiendo a sangre y el costado me pedía clemencia. Pero tenía que llegar hasta mi coche y eso me llevó toda la noche. Muchos de los invitados a los que el fuego no les había quemado el vehículo tomaban las de Villadiego. Me escondí como pude.

El naranja del amanecer y el rojo del incendio alumbraron un nuevo día. Me costó encontrar el coche, ya saben que mi orientación en el campo es peor todavía que en un supermercado. Cuando por fin me senté al volante no me lo podía creer. Se me hizo la boca agua pensando en la minuta que le iba a meter al Curro solo en gastos médicos. Arranqué y me dirigí hacia el pueblo. Durante un trecho el camino corría paralelo a la linde de la Imperiosa. Entonces le vi por el rabillo del ojo. Era Gerión. No sé cómo, pero se las había apañado para llegar hasta allí. Torito listo. Pero la alta alambrada que cercaba el cortijo eran palabras mayores. Paré el coche y me quedé mirándole. Su cornamenta enmarcaba al mismo sol que intentaba despegarse del horizonte mientras los rayos doraban su pelaje colorado. La alargada sombra de Gerión parecía extender su dominio por todo el orbe. Si lo hubierais visto en aquel momento entenderíais que era el rey de la dehesa. Como hipnotizado, cogí la cizalla del maletín de herramientas y corté el alambre de espino.  Salió con un trote ligero y fino que no parecía tocar el suelo. Se encaminó hacia las lomas que cerraban el paso al norte. En aquella sierra desde siempre vivían vacas en semi libertad. Quizás pudiera unirse a ellas. Yo daría parte a Curro de que le libré de una muerte segura y que después se perdió su pista. Que venga y lo busque. Mientras Gerión tiene la oportunidad de vivir libre como sus antepasados. Como gasta buena percha y parece cumplidor seguro que a alguna de esas vacas serranas le hace tolón. En aquellos montes azules donde el hombre solo es un accidente puede que nazca una nueva raza de toros. Quizás allí se inicie otra era en el planeta taurino.

lunes, 28 de marzo de 2022

El caso Gerión (VIII)


 

Si el equipo médico habitual emitiera un parte sobre mi estado, concluirían con un pronóstico reservado, pues tampoco es plan de ir aireando por ahí las miserias de uno. No sé lo que tardé en despertar, pero si recuerdo que me dolían hasta los pelos de la nariz. Tenía un ojo cerrado y el otro con la persiana a medio echar. La boca era un charco de sangre, varias costillas parecían rotas, me ardía la entrepierna y las esposas me desgarraban la muñeca, cosida a la pared. No sé lo que piensa un toro tras el castigo, pero yo hervía de mala hostia. Sabía que éste no era un caso normal, pero la paliza que me habían dado por un maldito toro era demasiado. Quizás tendría que haber mandado a paseo a Curro Cuenca y sus ínfulas de artista sacerdote, su arrogancia al creerse el único garante de la tauromaquia. Pero fui un inocente por no tomar más precauciones al entrar en el territorio del señorito Guindi, acostumbrado a hacer su voluntad sin reparar en los medios. Suponía que ese toro era más de lo que aparentaba, pero por mucho que me quisieran vender la moto de que lo que les separa eran estilos distintos, lo que les unía de verdad era la vanidad, ese mirarse por encima del hombro. Muy humano, y muy torero, pero a mí no me iban a torear. A estos desgraciados les iba a salir cara la sangre que estaba escupiendo.

Lo dicho, la mala hostia te hace sacar fuerzas de donde sea, pero antes necesitaba maña para soltarme las esposas. Tras dejarme fuera de combate, me habían levantado el móvil, la pipa y todo lo demás, pero uno siempre tiene recursos. En el interior del cinto llevaba camufladas unas ganzúas y un pequeño punzón, mi equipo de bricolaje. En otra situación la cerradura de las esposas me hubiera durado menos que un jersey de Lacoste en la puerta de un colegio del Opus, pero magullado y con la mano izquierda tuve que armarme de paciencia hasta que me solté.

 Con la puerta tuve peor suerte, era de metal y la habían trincado por fuera con un candado. Asomé el ojo sano al ventanuco para hacerme con la situación. Estaba en medio del fregado, a unos trescientos metros se veía el tentadero al que le habían añadido dos graderíos portátiles. La expectación por la corrida del día siguiente era patente en el público que pululaba por la zona, de los que van a lucir palmito en las entradas de barrera. Gente guapa para la que los toros es un acto social donde lo menos interesante ocurre en la arena. Ante la corrida del milenio, en rigurosa exclusiva para la élite de la élite, donde se lidiaría un toro mítico, todo el que era alguien pagó lo que fuera para poder decir yo estuve allí. Y el Guindi frotándose las manos.

En dirección contraria y solo de refilón se adivinaba el palacete que servía de humilde morada al dueño de la Imperiosa, y que parecía ser su residencia habitual, mas algún otro edificio auxiliar. Aunque mi habitación era pequeña y llena de mierda, estaba en algún tipo de almacén o garaje, pues llegaban lejanos ruidos de motores y trajines varios. Visto que no podía salir y lo de pedir ayuda mejor lo descartaba, solo me quedaba esperar a que alguno apareciera por allí para sugerirle amablemente que me franqueara el paso. Me senté en la pared hacia la que se abría la puerta con la banqueta a mano y me puse a esperar.

Toda la tarde estuve en ello, dolorido, hambriento y con un humor de perros. Estos tipos pensaban matarme de hambre o se habían olvidado de mí, normal por otro lado con tantos invitados. Suponía que tras la lidia de Gerión me soltarían, pero mejor no dar nada por sentado. Las horas pasaron largas y lentas, se fue el sol y la noche se echó encima mientras yo desesperaba. Di varios cabezazos de cansancio, un par de veces se oyeron ruidos detrás de la puerta, pero la puta de ella seguía cerrada. Cuando ya empezaba a maldecir hasta la tercera generación de la familia política de Don Esteban, oí como soltaban el candado. A pesar de mis costillas me puse en pie a la voz de ya banqueta en mano. La habitación estaba a oscuras y el que entraba no podía ver al primer golpe de vista que me había desatado. La aticé sin compasión y por detrás, que cuando no queda otra no es cobardía sino necesidad. Reconozco que lo hice a gusto, sobre todo al ver que era el flaco que me había zurrado por la mañana. Venía solo y no le dejé opción, al tercer banquetazo descompuso la figura y cayó como un trapo. Para que viera que a pesar de todo no le guardaba rencor, le cedí mi puesto al lado de la argolla y le amordacé con la manga de su camisa rasgada para la ocasión.

Hecho esto, salí a husmear. Como había supuesto estaba en una nave utilizada para guardar maquinaria. Se veían varios tractores, aperos y herramientas. Me aseguré de que el flacucho no tuviera ningún compinche cerca y luego estudié el perímetro. La planta baja del palacete hervía de actividad. El anfitrión daba una fiesta a sus invitados, lo menos que se puede hacer cuando les ha metido la clavada del siglo por unas entradas. Y yo tengo que aguantar a los que se quejan porque les cobras diez o veinte euros más en la reventa. Por la parte del tentadero en cambio reinaba la tranquilidad. Volví al interior de la nave rumiando como podía dejar al Guindi compuesto y sin toro. No sabía si en las cuadras de la pequeña plaza, donde suponía que estaba Gerión, habría vigilancia. Igual no, ahora que me creían neutralizado. Quizás me tendría que haber ceñido al contrato, buscar un teléfono y llamar a Curro Cuenca, darle el paradero y pasarle la dolorosa, pero a mí nadie me patea los huevos y se va de rositas. Además, dudaba mucho de que al maestro de la cara de palo le diera tiempo a salvar su propiedad, y a mí el cuerpo me pedía marcha.

Estuve dando vueltas por la nave. En una esquina encontré un enorme depósito de gasoil. Recordé haber visto por ahí una bombona de butano, y en unas estanterías llenas de polvo di con un quemador de gas. Se iban a enterar éstos por qué mi primo era el terror del quinto de zapadores.

Conecté el quemador de gas portátil a la bombona de butano y lo apunté al depósito de gasoil, cuyas paredes eran de plástico duro. Lo encendí y fijé bien para que fuera poco a poco calentando el líquido hasta la temperatura en que se vuelve inflamable y saltara todo por los aires. Le iba a poner al señorito Esteban los tractores en la órbita de Plutón, para que supiera que con Mat Carrasco no se juega.

lunes, 21 de marzo de 2022

El caso Gerión (VII)


 

¡Ese necio siempre se creyó por encima de todos nosotros! – sus ojos azules hervían de rabia mientras se encendían sus mejillas – se pensaba que por tener la mejor mano izquierda del escalafón tenía derecho a decirnos qué es lo que teníamos que hacer.

Y por eso, cuando pudiste, le hundiste.

Te equivocas, se hundió él solo. Ese toreo esencial que practicaba no era lo que le gustaba al público de nuestra época, ni ahora. La gente no quiere drama, quiere filigrana, no quiere tragedia, quiere posturitas, brindis al sol, banderillas con una mano.

Y el señor Cuenca no estaba por bailarle el agua a esa gente.

El señor Cuenca con todo su arte nos trataba como a fenicios solo porque intentábamos mantener viva la fiesta. Aunque su estilo no era el mejor para llenar las plazas hubiera habido un sitio para él de haber sido más transigente, pero jamás se avino a razones. No se puede torear solo para cuatro críticos y dos mayorales. Todo el mundo pasa por taquilla y hay que darle a todos lo que piden.

Por eso le boicoteaste hasta que tuvo que cortarse la coleta – se quedó callado mientras me miraba. Viejos fantasmas parecían acecharle, dejó la banqueta y empezó a caminar por la cuadra mientras me hablaba. Se dirigía a mí, pero era a mi cliente a quien hablaba.

Muchas veces intenté por personas interpuestas llegar a él. Solo conseguí el silencio, mucho peor que el desprecio. Yo era cabeza de cartel de Sevilla a Bildania, yo abrí las Américas, tenía el mundo a mis pies. Mi toreo no era el más ortodoxo, pero sí efectivo. Curro jamás reconoció mi valía, encerrado en su castillo de orgullo. En secreto y disfrazado acudía a verle torear. Ese hombre tenía duende, tenía ángel. Nadie ha interpretado el natural como él. Pero el nuevo público criado en la ciudad y sin un conocimiento del ganado como las gentes de campo, solo veía series y series de muletazos. Mis pases nunca tuvieron la profundidad ni la hondura de los suyos, pero sabía hacer vibrar a la afición. Si hubiéramos seguido sus derroteros, hoy estarían todas las plazas cerradas.

Vamos, que todavía tenemos que darte las gracias.

¡Claro que sí, imbécil! se volvió iracundo hacia mí y me lanzó una patada. Como no era tan bueno como sus esbirros pude esquivarla. Estamos acosados por todas partes, lo nuestro es un espectáculo sangriento en el que se matan animales, mucha gente no lo entiende y quiere prohibirlo. Si encima le damos la espalda al público, en dos días nos cierran el chiringuito. Y Curro nunca quiso ver que el verdadero problema no eran los toros sino estos tiempos modernos que juegan en nuestra contra.

Pero al final os dejó la fiesta para vosotros solos. ¿Por qué venís ahora a guindarle el semental? ¡Tanto vale ese toro o todo es cuestión de orgullo?

Ya veo que no te dijo quién es Gerión, y volvió a reír con esa risa que tan poca gracia me hacía Curro se retiró de los ruedos, pero siguió en secreto maquinando. En sus delirios de purismo, imaginó que la decadencia de la fiesta se debía a la degeneración del toro, que todo el trabajo de selección durante siglos hecho en las ganaderías solo había producido animales de líneas finas pero que habían perdido la bravura original. Casi todo lo que se mata hoy es Vistahermosa, pero Curro empezó a mezclar con otros encastes, y no solo eso sino que buscó razas olvidadas en comarcas perdidas de España y Portugal. En su ceguera creía que todo lo llevaba en secreto, pero yo estuve siempre al tanto de sus andanzas. Hasta le facilité sin que él lo supiera algún ejemplar. Después acabó contratando genetistas y gastó toda su fortuna en desmenuzar el ADN del toro y con recortes de todas las razas de la península crear a Gerión. Según él es el arquetipo de toro salvaje que señoreaba las dehesas de la prehistoria, el uro originario, la encarnación del poder de la naturaleza, el tótem.

No me vengas con que es un toro probeta.

Sí, Curro quiere imponer un nuevo prototipo que según sus fantasías acercará el rito del toreo a su estado primigenio. Bobadas, en la antigüedad mataban toros como un espectáculo circense. Ahora hacemos lo mismo pero con más estilo. No necesitamos esos toros broncos que no permiten el lucimiento. Por eso yo, el Hércules de hoy, le robé su toro. Porque quiere hundir el negocio, y no se lo voy a permitir. Mañana vamos a torear a Gerión en mi tentadero, he vendido las entradas a miles de euros. Hay aficionados de todo el mundo que han pagado lo que les he pedido y más por ver el toro venido de la noche de los tiempos. Rafa Rodríguez El Cayena lo lidiará, un protegido mío que viene pisando fuerte y que torea lo que le echen. Voy a llenar mis arcas con el trabajo de ése desaborido de Curro y así mi venganza será completa.

Eso será si yo te dejo – apunté con chulería a pesar de no ser el mejor momento. El Guindi se río a gusto.

Hasta en eso Curro demuestra que está fuera del mundo. Se cree que mandándome a un detective de tercera va a parar mis planes. – Tenía razón, era un detective del montón, pero me jodió y desde el suelo le lancé una patada que le lamió el muslo como un latigazo. Saltó hacia atrás, abrió la puerta y llamó a sus subalternos. Entraron y me zurraron hasta que perdí el conocimiento.