
Tanto el Instituto de Energía Foto Atómica de Osaka como el
Laboratorio de Propulsión a Chorrillo de Ventorrillo coinciden en afirmar que
el homo consumidor es el último peldaño en la evolución de la raza humana. Todo
lo necesario para la vida moderna puede ser adquirido entre la inmensa oferta
comercial que nos rodea. Ante el reto de llevar a casa desde el agua destilada
necesaria para una perfecta sesión de plancha sin arrugas hasta el juego de
cuchillas que cortan los pepinillos en rebanadas perfectas, unos muestran mayor
rigor que otros. Los hay que llegan al comercio, piden lo que necesitan, pagan
y se van sin importarles si les han hecho un agujero en la cartera. Después
quedan los que se toman muy en serio buscar el mejor precio. Como las empresas
conocen el paño, hay toda una ciencia llamada márquetin destinada a obnubilar
al potencial cliente para que no pueda resistirse. Las maneras de endulzar la
píldora a la legión de consumidores guiados por las mágicas palabras
calidad-precio es larga como tres festivos sin tiendas abiertas. Hay ofertas,
promociones, rebajas, descuentos, sorteos, gangas, chollos, liquidaciones,
remates, dos por uno, días sin iva, días locos, tiramos los precios, compre hoy
pague cuando le venga en gana, regalamos la mercancía y además hacemos callar a
su suegra, además de otras más marrulleras. Con tantas facilidades, quién no se
lleva a casa esa caja de alcayatas con retrocompatibilidad o un lote de
alfombrillas de ducha con la bandera de Burkina Faso que estaban a precio de
derribo.
Pero meterse de lleno en la espiral de gangas y chollos
puede hacerte perder hasta el nombre, como ocurrió en Taiwán. En aquella isla la
cadena de restaurantes Sushiro tuvo la gran idea de incentivar su rico rico
shusi con una campaña en la que prometía que todos los que acudieran a sus
establecimientos y su nombre contuviera las grafías de la palabra salmón (
guiyu en chino) comerían gratis, tanto él como cinco acompañantes. Para qué
más. Trescientas personas se fueron a la ventanilla correspondiente para
cambiar su nombre por otros tales que Sueño de Salmón, Salmón Bailarín y así
poder darse el atracón gratis total (lo muy muy de lo más más del baremo
calidad-precio) Suponemos que en la intimidad les seguirían llamando como antes
del ofertón, pero oficialmente pertenecían a la familia Salmón. Tras acabar con
las existencias de shusi del local todos volvieron a la ventanilla
correspondiente a recuperar su antigua denominación. Pero a algunos les
esperaba una desagradable sorpresa, como a Sueño de Salmón de Truong. Sus
padres le habían cambiado dos veces de nombre cuando era pequeño. En Taiwán
solo se puede cambiar tres veces de nombre, por lo que el merluzo de marras se
tuvo que quedar con Salmón.
Vendes tu alma al diablo por una promoción y acabas con cara
de besugo. Las autoridades han advertido que bastantes tonterías tiene la
burocracia entre manos como para andar cambiando de nombre al personal para
comprar bragas a mitad de precio u otras ofertas super agresivas. A nuestro
amigo Sueño de Salmón de Truong solo le queda comprarse un acuario con peces de
colores, serán los únicos que no se rían de él cuando le vean pasar.