lunes, 8 de abril de 2024

Obras y amores de Quinto Terco. Capítulo I: Ventorrillo


 

Era Ventorrillo en el siglo I antes de nuestra era un villorrio tiempo ha conquistado por los romanos, ciertamente sin gran oposición. Al ver a las legiones en el horizonte del Páramo, Verdejo, caudillo del pueblo, tomó la valiente decisión de iniciar una larga galopada que no cesó hasta Finisterre. El resto de los aborígenes, viendo que Valdenabo, la siempre vil, villa vecina y rival ancestral por hacerse con la preeminencia en el Páramo, se resistía al invasor, decidieron tomar partido por el senado y el pueblo de Roma. Cualquier cosa con tal de no estar en el mismo bando que sus vecinos. Intentaron ganarse la benevolencia de los conquistadores con ofrendas a base de huevos de toro y cabezas de gallinas, que fueron tomadas por éstos como una muestra más de barbarie, como el dormir entre vacas y cerdos o las peleas de barrigazos los días de fiesta.

Augusto el dios regía las vidas de todos los pueblos que se bañaban en el mediterráneo, y también las de los de secano como Ventorrillo, cuando una noche de simún abrasador, viento desértico, tórrido y tormentoso, sensual e inquieto, vino al mundo tras la barra de la taberna que regentaba su madre el primer hijo ilustre de Ventorrillo, Quinto Terco. Este viento, que rara vez se deslizaba por aquellas calles, insufló en nuestro héroe una pasión desmedida por los placeres de la vida, una lívido en constante ebullición, difícil de contener y que haría de hombres y mujeres objeto de su desbocado deseo. Sus ojos tensos y vibrantes encerraban toda la profundidad y la magia de los grandes mares de arena, su mirada desarmaba voluntades y desnudaba conciencias, dejándolas a su merced. Lleno de esa sed de absoluto de los desiertos de oriente, Terco se inclinó desde niño por las artes, ora la lira ora la pluma, como manera de apaciguar un alma abrasada por ansias sin fin y deseos sin freno.

Fue su padre uno de los primeros en gozar de la alta tecnología romana y arrear con el arado surco arriba surco abajo de sol a sol. Mientras Pinto Terco llenaba los graneros del imperio, su esposa Marcia llenaba los buches de sus legionarios, a la sazón acantonados en sus alrededores, pues la música misteriosa que a veces poseía a los del pueblo hacía conveniente una vigilancia diligente. Los hombres de la Legio XIII Barbitúrica Augusta, curtidos en mil figones y victoriosos en otras tantas tabernas, velaban por los intereses de Roma apurando los cálices hasta el fondo.

Desde una de esas cavernas convertida en taberna, Marcia intentaba sacar adelante a su numerosa prole con todas las artimañas posibles. Era uso de la época beber el vino rebajado con agua, pero Marcia era más partidaria del agua con vino, que dejaba más ganancia. Alguna vez acabó de los pelos en mitad del foro o con un ánfora por sombrero por estas pequeñeces. Tampoco ayudaba la costumbre que tenían sus hijos de aligerar las bolsas de los parroquianos cuando iban muy cogorzas, pero pronto volvían las aguas a su cauce.

Era Marcia poco agraciada aunque de natural generoso, lo que la llevaba a repartir sus atenciones y su cuerpo con todo aquel dispuesto a ofrecer una pequeño estipendio. Si Mesalina tiempo después fue capaz de yacer en una noche con toda la guardia pretoriana, Marcia hizo lo mismo con una centuria completa, abriendo al día siguiente el tugurio como si tal cosa.

En este ambiente tan varonil pasó sus primeros años Quinto, ayudando en las tareas del campo y en la tasca, donde aprendió el latín patibulario con el que tiempo después escribiría sus más famosos epigramas. Aunque la economía familiar no fuera muy boyante, acudió a una escuela regentada por un legionario ya retirado, donde a base de coscorrones y sopapos aprendió los rudimentos de la escritura. El continuo contacto con la soldadesca terminó de completar su formación, que la ociosidad en la que vivía la Barbitúrica hizo que los legionarios menos brutos enseñaran a Quinto lo mejor de la poesía que llegaba de Roma. Aprendió las canciones que se oían en los teatros o las leyendas de los grandes dioses del Olimpo, revestidos con esa dignidad y magnificencia de la que carecían los dioses locales, siempre con olor a humedad y mugre. Poco a poco fue llenando su mente con aquellos lugares que se le antojaban de otro mundo: Alejandría con su casi infinita biblioteca, Atenas y sus jardines donde habitaba la sabiduría, Roma, la capital del mundo y de los placeres.

Sudar la gota gorda bajo el sol del Páramo pronto se le reveló que no era para él, por lo que puso más empeño en secundar a su madre en su noble oficio. Entre odres y cálices de la taberna, tablillas de cera donde aprendió a sumar y restar, tardes en las bulliciosas calles de la próspera Ventorrillo jugando con escudos y espadas de madera, y noches oyendo las historias de los legionarios, que ahítos de vino daban rienda suelta a su morriña, fueron pasando los primeros años de Quinto. Como las abejas, fue libando el néctar de las más hermosas flores que en el jardín de su infancia crecieron, para con él hacer la dulce miel que llenó su alma chica.

No bien cumplidos los catorce años Tíbulo, un rocoso mocetón de Padua, le puso con el culo en pompa mirando para la Tarraconense, dejando indeleble recuerdo en Quinto, que en cuestión de amores siempre prefirió ser vaina antes que espada. Sus cuatro hermanos se solían mezclar entre la clientela para aligerarla de cualquier objeto que consideraran prescindible. Quinto prefería deslizar sus manos bajo túnicas y armaduras, escuchar antiguas historias de la guerra de la Galia mientras los veteranos jugaban a los dados, y acabar las noches entre los brazos de Tíbulo, que le prometía llevarlo a su tierra cuando se licenciara. Saciados de amor y vino les encontraba el alba la mayor parte de los días. En su pequeño nido de amor hecho en la trastienda de la taberna soñaba el efebo, el cuerpo pegado a su legionario y su mente vagando por esos mundos lejanos y misteriosos, promesas de lujo y sofisticación, días de placeres, noches de lujuria.

El año nueve antes de nuestra era, fue enviado Varo como legado imperial a Germania con el objetivo de acabar de someter la región recién conquistada para Roma. Pero los germanos tenían otra opinión sobre el asunto, y en el bosque de Teotoburgo emboscaron y dieron matarile a tres legiones con su general al frente. En la vorágine de la carnicería se formó un ramalazo de viento huracanado que dejó las selvas germánicas para acabar reverberando bajo las grutas de Ventorrillo, poseyendo a sus hasta ese momento pacíficos habitantes, que se vieron impelidos a zafarse del yugo romano.

Amaneció el día como tantos, y cuando el sol estaba en lo alto, todas las tabernas del pueblo estaban llenas con los legionarios ociosos dispuestos a trajinar el vino del lugar, de bronco paladar. Pero esta vez el vino iba mezclado con bilis de salamandra y leche avinagrada de burra, cuyo efecto laxante es tal que hace imposible que le pare en el cuerpo nada al desgraciado que lo ingiera. Pronto las letrinas se vieron desbordadas de legionarios tan sueltos de vientre que muchos murieron con el culo pegado a ellas. Emponzoñaron también los aljibes que surtían los cuarteles de la legión, con lo que al cabo de una semana no quedaban en pie más de medio centenar de soldados de olor apestoso que fueron rematados sin problemas a golpes de azada. Con esta estratagema, Ventorrillo se adelantó en siglos a lo que sería conocida como guerra química.

 

12 comentarios:

María dijo...

Vaaaaya mente e imaginación prodigiosa la tuya ! alucinada me dejas con este despliegue ! desde luego encomiable la valentía de Verdejo , aunq al final lo solucionaran por medio poco convencionales ;) Tremendo lo de esta familia! , entre Terco, Marcia y su hijo se liquidaron al imperio romano al completo jajaja aún me estoy riendo con lo de Barbitúrica ;)
Mi más efusiva enhorabuena !! un fuerte abrazo Chafarderotis Destroiyer-us ; )

Cabrónidas dijo...

Jajaja, unos auténticos visionarios adelantados a su tiempo.

Rick dijo...

Ya veo que eso de la guerra química es otro invento español. Para que luego digan.

De todos modos -y no solo en el caso de Ventorrillo-, tal vez hubiera sido mejor llegar a un acuerdo con los romanos y que se quedasen allí: les debemos mucho, como luego se lo deberemos a los árabes. Solo hay que ver lo que pasó luego, cuando llegaron las tribus bárbaras: otra vez todo hecho un asco.

En fin, un bonita historia, de esas que tan bien se te dan.

Saludos mil.

Rick dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Luis Antonio Pérez Cerra dijo...

Muchas gracias por la lección magistral.
Saludos cordiales

LUIS ANTONIO dijo...

Mi blog
lperezcerra.blogspot.com

José A. García dijo...

Todo un adelantado.

Saludos,
J.

Chafardero dijo...

@ María:
Muchas gracias, a ver si las siguientes entregas mantienen el interés.

Chafardero dijo...

@ Cabrónidas:
Sí, la mala leche la hay y la ha habido en todas las épocas

Chafardero dijo...

@ Rick:
Hoy en día estamos muy orgullosos de nuestra herencia romana. En su momento, cuando arrasaron media península, no pensarían lo mismo. Las contradicciones de los imperios.

Chafardero dijo...

@ Luis Antonio:
Muchas gracias, y bienvenido por aquí

Chafardero dijo...

José A. García:
En parte adelantados, en parte echaos p´alante