Una vez
cumplida la trapacería cada mochuelo se retiró a su olivo, dejando solo otra
vez al maltrecho Tirso. Mientras contemplaba su yelmo abollado por el yunque el
caballero sintió flaquear su fe. No había que ser un Séneca o un Constantino
para darse cuenta que aquellas gentes no se tomaban sus votos caballerescos en
lo que valían. A pesar de la incredulidad, Flequillo porfiaba porque los nobles
valores que había leído en sus bien amadas novelas tuvieran sitio en la vida
cotidiana. De qué valía pasar por este mundo si no intentaba insuflar en él un
poco de belleza y justicia. Él había dejado patria y solar por seguir su ideal,
y por más que luchaba a brazo partido no movía al prójimo sino a chanza y
chacota, y no a obras meritorias. Preguntose por dónde tirarían en un dilema
como aquel antiguos caballeros como don Pantuflo el Paleopagita, que librara
Samarcanda del ataque de unos cíclopes virojos, o el arrojado Filadelfo del
Belfo, que yendo una mañana a su falcón cebar terminó en la corte del Preste
Juan. Quizás los tiempos que le habían tocado en suerte no se prestaban a la
heroicidad, pero verdad es y de las inmutables que entuertos hay y habrá en
todas las épocas. Harina de otro costal es que desde los reyes a los porqueros
no haya dónde encontrar rectitud en el proceder y caridad para con el vecino.
Tenía claro y meridiano que solo la defensa del menesteroso era su ejercicio.
Pero en noches como aquella donde quisiera dormir y no debía, tras ser robado
por el rey y apaleado por sus súbditos, no sabía si por duro acero vizcaíno o
por caradura castellano, su determinación trastabillaba, e intentaba aferrarse
a la imagen de Brisilda, pero hasta su recuerdo huía fugaz.
Con estas y
otras inquisiciones fueron pasando las horas, y con ellas el cansancio y los golpes
recibidos hicieron mella en el esforzado hidalgo, hasta el punto que en un
decir amén se le fue el santo al cielo, quedando dormido en la silla. Todos los
cronistas que refieren esta singular historia convienen en lo breve del sueño
del héroe, y que Terco tieso se puso al percibir el misterioso ruido que llegó
a sus oídos. Venía por lo bajo pero no lo engañó, que pronto reconoció en el
murmullo la mano de súcubos tramando la perdición de algún inocente. Guiado por
su oído y su sentido de la justicia se dejó llevar hasta la puerta tras las que
manaban los diabólicos gemidos. Después del último recibimiento que le
dispensaron, convino en abrir la puerta quedamente y evitar la lluvia de
fantasmones encadenados. Así hizo sin pasar apuro alguno, y cuando encontrose
dentro pudo apreciar que era la habitación más amplia y lujosa de la
destartalada venta. Al fondo, a pesar de las sombras de la noche, barruntó un
lecho revuelto y una escena que hubiera hecho palidecer de terror al mismísimo
don Flanín de Vainichistán, el que abriera en canal al Can Cerbero con un
cuchillito de pelar patatas. No pudo Flequillo Flojo encontrar semejanza alguna
con nada que hubiera visto o leído, pues lo que se le presentaba iba más allá
de la humana comprensión, pero estaba meridianamente claro que se encontraba
ante una posesión demoniaca en toda regla. Sobre la cama yacía el secretario
del Almirante de la Mar Oceana como su madre lo parió, a cuatro patas, mientras
su negro criado, situado a su popa picha contra culo, remaba y remaba como el
más esforzado galeote.
4 comentarios:
Esta historia está tomando un cariz decidamente oscuro y puñetero porque si encima de putear caballeros también puteamos a Almirantes de la Mar Océana, las cosas se nos pueden ir de las manos y generar tremenda confusión y escándalo.
Quiera el Supremo Hacedor que esa escena del Averno sea producto de un mal sueño, de una mala digestión sufrida por el apaleado Caballero. Pero en cualquier caso esta novela de caballerías nunca podrá alcanzar el Hihil Obstat para ser publicada en los países cristianos. Cuidado con la Inquisición...
A doctor Krapp:
estate tranquilo que los almirantes de la mar oceana siempre salen a flote.
A Rick:
ese problema no había sido contemplado y ahora el pobre autor anda disfrazado de volatinero por la Patagonia para dar el esquinazo al Santo Oficio.
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