lunes, 21 de abril de 2008

Juan Manuel de Prada, el novelista funcionario


En tiempos, el oficio de escritor era sinónimo sino de malditismo, sí de cierta bohemia o voluntad de trasgresión. Los nuevos aspirantes entraban al ruedo literario con intenciones parricidas, irritando burgueses y dando conferencias vestidos de payasos. Exactamente lo contrario que Juan Manuel de Prada, embutidas sus generosas carnes en pulcros trajes de opositor a notarías antes, hoy ya con ternos de firma, que deambula por la vida cultural sin haber roto un plato.

Aunque presuma de fatalismo, su modus operandi es más bien acomodaticio y su visión del mundo bastante complaciente. Todos ven en él al compañero empollón del colegio, entre repelentillo y redicho, pero con mucha mano para mover la pluma, de los que ha llegado a la cima a base de buenas novelas. Pero ese temperamento amante de la ley y el orden tiene su reflejo en su estilo de funcionario emérito, el de los pulcros informes de caligrafía primorosa en legajos atados con cintas de colores. Escritura concienzuda, meticulosa, del que estudia los asuntos a conciencia y resuelve siempre de manera eficaz. Chico formal de derechas, suele bordear la pedantería por el gusto a la palabra rebuscada y justamente fuera de circulación, escritura algo recargada, como torero que se gusta y engarza series de derechazos mirando al tendido. No es tan esteticista ni tiene el poderío verbal de Muñoz Molina, pero sí más cosas que contar. Le falta el brío de Pérez Reberte, pero sus hijos de papel tienen más profundidad.

A pesar de su barniz anticuado y voz meliflua, gusta nuestro hombre de figurar de contertulio en programas de tele y radio, dando pareceres de lo más variado sobre lo que sea menester, política, cine o elaboración del membrillo. Lo mismo le hace los coros a Garci que se bate el cobre en los gallineros de Buruaga. Ahora que Sánchez Dragó no da el parte en Teleespe, bien podía sustituirle con su estilo tan políticamente correcto, pontificando sobre westers del año de maría castaña.

Su única nota discordante se produjo con Coños, provocativo ejercicio de estilo sobre el sexo femenino. Ya se atisbaba un escritor de raza, y Las máscaras del héroe, su primera novela, confirma las expectativas. El gordito relleno de la literatura, funcionario de las letras, dibuja con mano firme las troteras y danzaderas de las vanguardias históricas, bohemios y gente de mal vivir del Madrid de primeros años del XX. Con La Tempestad se embolsa el Planeta. Novela aseada y con argumento entretenido, por encima de la media. La vida invisible supone su mayor logro hasta la fecha; novela sobre la culpa y la redención, sobre los frágiles corredores del alma y los amargos callejones de la memoria. Con El séptimo velo se sumerge en el mundo de la Resistencia francesa en la segunda guerra mundial, mostrándonos un fresco de esos convulsos años y de los laberintos de la memoria, en una obra más ambiciosa que las anteriores.

Sus artículos son una extensión de su querencia por figurar en los medios. Habla de política, sociedad, cine o lo que se tercie con la amenidad propia de quien tiene un estilo fácil, tan fácilmente como le olvidan sus lectores esos escritos hechos para mayor gloria de su cuenta corriente.

No tardará mucho en ceñir los laureles académicos nuestro plumífero conservador, hijo espiritual de Vizcaíno Casas, actualizador de la literatura española a base de melodramas del más rancio Hollywood, banderín de enganche de la derecha menos cerril, de los que supieron huir a tiempo de esas eternas ciudades levíticas.

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