lunes, 25 de agosto de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Cap. VIII Comedía



El día señalado con gran tino como fasto o propicio por los sacerdotes, se inició la celebración con una gran procesión desde el foro al templo de Júpiter Amón y luego al teatro. Abrían el cortejo los estirados sacerdotes de cerúlea tez y oliendo a incienso viejo, el gobernador, decuriones, senadores y jefes militares, cerrando el pueblo llano. Después de darle matarile a un buey a las puertas del templo para ganarse el favor de los dioses y haber interpretado las vísceras, que auguraban un largo porvenir al teatro y a su impulsor, fueron todos a ocupar su localidad.

Aunque la comedia atribuida a Sexto e interpretada por Pomponio y su compañía eran el plato fuerte, antes hubo actuaciones de mimos, saltimbanquis y recitadores. La orquesta del teatro, reservada a las autoridades, con Próspero y su mujer en primera fila y Sexto y la suya al lado, estaba engalanada de guirnaldas y ramos de flores. Las gradas bajas aparecían repletas de militares, caballeros y ciudadanos romanos, y las superiores por libertos, colonos, mujeres y esclavos, todos soliviantados contra el gobernador, al que recibieron con murmullos de desaprobación, pues la gente ya empezaba a estar cansada de su rectitud moral y de tanto meterle mano a sus bolsillos. Además Decio Tranquilo, ya recuperado del susto de la noche del banquete, junto a Cómodo, un primo suyo, receloso del éxito literario de su enemigo Sexto, había llevado un grupo de partidarios con el fin de reventar la función. Los tendidos altos y medios estaban llenos de gente con ganas de pasar factura tanto al autor como al promotor, mientras Pomponio lucía radiante en el magnífico escenario ante el que iba a actuar y hacía oídos sordos a los consejos de Turbo Multo y los demás que le pedían que recortara los fragmentos más comprometedores, no fueran a acabar el día en prisión. Pomponio se negó en redondo, en parte convencido de que las críticas de la obra no eran para tanto y pensando que Próspero no se desprestigiaría atacando a la compañía que solo era portavoz de una obra escrita por Sexto. Quinto fue contratado para cantar varias de sus canciones, las menos procaces, antes de que empezara la obra, y junto a otros músicos tocar varias piezas durante la representación, por lo que permaneció tras los cortinajes la mayor parte de la representación.

Después de mimos y saltimbanquis, de las canciones de Quinto, aplaudidas a rabiar por las mujeres que ocupaban los altos graderíos y pitadas por los partidarios de Cómodo y Tranquilo, dio comienzo la representación, momento en que una repentina jaqueca indispuso a Julia, que con permiso de su marido se retiró a los aposentos tras el escenario a descansar un poco.

Todo soldado es un amante era el título de de la obra, y en ella Próculo Porcino, militar cojitranco, con el pellejo curtido en el humo de mil batallas, aunque solo se le hubiera visto en las cercanías y nunca en el meollo de ninguna, avaro y adinerado, había casado con una jovencita, Actimelia, que ni le quiere ni le aguanta. Con la ayuda de Protopito, esclavo de Próculo, ésta engaña a su viejo marido con Yogurino, apuesto vecino de éstos y antiguo amante de Actimelia. Próculo Porcino, engreído y ciego de todo lo que ocurre a sus espaldas, gasta verbo florido y frases ampulosas, de las que ponen en trance de salir huyendo a los interlocutores.

Próculo Porcino: - Vienen a mi memoria, servil Protopito, los días en que Próculo Porcino luchó en Britania contra Artajerjes. Cuando rompió su espada tras haber machacado más de mil cráneos enemigos, empuñó una lanza con la que ensartó decenas, aún diría más, centenares de adversarios, y cuando quedó inservible, armado con un plumero que allí mismo encontró, él solo puso en fuga al ejército enemigo.

Protopito: -Desde luego, es comprensible que el enemigo huyera en cuanto le vio el plumero.

Próculo Porcino: -Tienes razón, y aún diré más, que desde aquella los persas quitan el polvo con telas o bayetas, que la sola contemplación de los plumeros los aterroriza.

Protopito: -A mí la hazaña que más me maravilla de usted es cuando le dio su merecido al mismísimo Hércules, (en un aparte) -que mira que es viejo el condenado, pero nunca le hubiera echado de la quinta de Hércules-.

Próculo Porcino: -Pues sí, lo que pasa es que es episodio poco conocido por la mucha envidia que hay, que hace que no se sepan de estos grandes hechos de armas, pero estando Próculo Porcino un día a las afueras de Gades se encontró con que el mismo Hércules había entrado a un bancal de melones con el fin de robarlos y hacerle un collar a una morena de Malaka por la que bebía los vientos. Pero Próculo le dijo que con los melones tendría que pasar por encima de su cadáver, y después de un combate que duró de sol a sol, se fue con las manos vacías, y al final se tuvo que conformar con regalarle una gargantilla de higos chumbos.

Protopito: -Desde luego que ese hombre sí que sabía contentar a las mujeres. Pero estos lances hay que recogerlos en poemas épicos que hagan justicia a su valor y queden por los siglos. Después de La Ilíada y La Odisea, La Melonada, aunque La Porculada, perdón, La Proculada también quedaría bien, en cincuenta cantos como mínimo.

Próculo Porcino: -Creo que serían pocos, que son muchas mis hazañas, y algunas verdaderamente increíbles

Protopito: -Todas son increíbles, mi señor

El público ya empezaba a percibir el parecido entre las bravatas del protagonista y las del gobernador, acentuado por Pomponio, que en el papel de militar fanfarrón imitaba los gestos y maneras de Próspero Póstumo, que empezaba la recelar de lo que veía, mientras a Sexto no le llegaba la túnica al cuerpo.

-¿Pero esto qué es? Los persas en Britania, Hércules robando melones, ¿se puede saber en qué taberna maloliente has aprendido historia, más aún, no estarás intentando reírte del arrojo y valor de la legiones romanas?- preguntó irritado Próspero.

-Ni por asomo, no es más que una licencia poética- balbuceó como excusa Sexto.

-Más te vale, si no quieres que te licencie yo, pero de esta vida- amenazó mientras con la mano hacía como que le rebanaba el gaznate.

En otro momento se produce el siguiente diálogo:

Actimelia: -¡Ay, cuan lánguida es mi vida!

Protopito: -Será, señora mía, que su marido la tiene abandonada.

Actimelia: - Será será, que se ve que gasta todas sus energías en contar sus sestercios y también en contar cuantas veces levantó su espada, y ahora lo único que levanta a veces es el codo, que de lo demás…

Protopito: -Pues la lengua la maneja bien, que esta mañana pilló desprevenido a Yogurino, vuestro apuesto vecino, y le contó de corrido toda su campaña en el Cáucaso.

Actimelia: -Ni caso, que son todas fanfarronadas e invenciones de viejo chocho. Próculo tuvo la suerte de hacerse con la exclusiva del suministro de cebollas de la legión, y todas sus hazañas se resumen en ir tras el ejercito con el carro hasta las trancas de cebollas rojas, que era aparecer él y romper en lloros todo el mundo, y si a algún enemigo hizo huir, sería del pestazo que desprendía su carro, y no digamos su boca, que le huele peor que al porquero de Agamenón. Así hizo su fortuna, que se entendía de maravilla con el intendente general y vendían la misma mercancía varias veces.

-Mira mira, como nuestro gobernador. Próspero ¿A cuánto les vendías las cebollas a los cántabros?- se oyó un grito anónimo entre el gentío.

-¡Quien osa mancillar mi nombre!- rugió Próspero, levantándose e increpando a las gradas altas de donde había salido el comentario. Después, dirigiéndose a Sexto, más escamado ya que sirena varada- esto es cosa tuya, tirando por los suelos el honor imperial.

-Pero señor, no es más que mera ficción, no tiene nada que ver con la realidad.

-¡Te vas a empapar de realidad en las minas de Galaecia donde vas a pasar los próximos cuarenta años, piltrafa!

lunes, 18 de agosto de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Cap. VII Termas



De muy mala gana aceptó el encargo Pomponio, en parte porque le hubiese gustado que en los avisos escritos a tiza en la puerta del teatro apareciera su nombre como autor y no solo como actor, y en parte porque tampoco tenía nada preparado y el tiempo apremiaba. Pero era cliente de Sexto y estaba obligado a ayudarle en lo que le pedía. Prometió ponerse manos a la obra al día siguiente, en el que ya recuperado de la melopea nocturna, vio que podía refundir alguna comedia antigua y sazonarla con algunos elementos propios de la ciudad, y de paso saldar cuentas con algún que otro personaje. La idea de soltar estopa en el escenario agudizó su ingenio, y se puso manos a la obra de copiar a los antiguos y hacerlo pasar como propio, que era lo que siempre solía hacer, que el público teatral era de memoria frágil y se le podía vender el mismo pescado varias veces.

Pero los corazones que inflama Cupido no saben de trabas ni barreras, más al contrario, se crecen en la adversidad, agudizan el ingenio para lograr su afán. No se desanimó Gala por la desleal competencia de su amante esposo o las nada veladas amenazas del censor Póstumo, sino que estrechó el cerco sobre el jabato ibero por el que iba desbocada. Visto que en su casa no hallaba forma de acercarse a Quinto, dispuso que entrara a formar parte como masajista en las termas de la ciudad, pues tenía mucha mano con su dueño.

A pesar de los discursos de Pomponio sobre que el futuro de la compañía estaba en sus manos, o en su entrepierna, y de la gran labor que estaba realizando en pro del teatro, lo cierto es que Quinto estaba harto de ceder a la libido de sus mecenas. Añoraba los duros cuerpos de los legionarios, sus torsos poderosos y muslos de delfín, y no las pieles colgantes y las cuencas arrugadas que Pomponio le obligaba a trajinarse, así que su trabajo en las termas supuso para él la posibilidad de buscar el calor de los fornidos esclavos y libertos que allí lucían músculos uncidos de aromas desconocidos para él. Pronto se ganó la confianza, y todo lo demás, de Rufo, el encargado de los masajistas, rudo pecho de toro de la tribu de los carpetanos, suave con las manos y brutal con su golpe de cintura, que dejó entre sus uñas su melosa piel.

Una tarde que Gala requirió los servicios de Quinto como masajista, éste con una habilidad sorprendente en un novato, repasó todas las vertebras de la dama, pero era su deseo que su inventario continuara más allá de la última. Viéndola venir, le dijo Quinto que para ello sería mejor ir a una discreta habitación poco iluminada donde no correrían peligro. Allá se entraron los dos y cuando dentro estuvieron, una fuerza animal atacó por detrás a Gala, que sorprendida ante la brusquedad de su doncel no tuvo tiempo de reaccionar hasta que fue demasiado tarde, que ya Rufo montaba a la dama cual corcel que entre riscos recula y hay que tirar del bocado para domeñarlo. Mientras el carpetano sin decir chitón desfogaba su rabia hacia los romanos que le habían extrañado de las ariscas cumbres de sus antepasados, Quinto cantaba uno de los Amores de Ovidio a la pobre dama. Ésta, que entre que el ataque por la espalda y la oscuridad no atinaba a ver quién era el que se la estaba follando viva y no por el conducto reglamentario, entendía malamente el rudo cambio operado en su amante pues no se había percatado de la recia presencia de Rufo y su descomunal cipote carpetano, y sobre todo, ahora entendía menos a su marido y sus gustos sexuales, que el esclavo usaba el mismo sistema para ayuntarse con los dos sexos y le estaba dando a la pobre un repaso descomunal.

Terminado el encontronazo, Quinto se excusó y desapareció a toda prisa junto con Rufo. Gala arrastró su ajetreado cuerpo hasta la sala de baños calientes, atestada a esa hora de la tarde por lo mejor de cada calle de la ciudad alta, donde tuvo que saludar a la gobernadora. Con problemas para sentarse, dificultades para mantenerse erguida por el tembleque de piernas que llevaba y sin ningunas ganas de darse un baño, no sabía como ponerse ni que decir a Julia, que la preguntaba por unas telas griegas recién llegadas de Corinto. Telarañas tenía en los ojos Gala, vértigo la verborrea le daba, los mosaicos de las paredes giraban a su alrededor, hasta que al final trastabilleó y se fue al suelo. En un postrero intento de mantener la dignidad y librarse del trastazo contra la dura losa se aferró al escueto lienzo con el que la gobernadora cubría sus carnes, con tan mala suerte que cedió el cierre que sujeta la toalla y Gala dio con los morros en el pavimento mientras que su interlocutora, por primera vez en su vida, enmudeció al verse desnuda ante gran parte de las gobernadas por su marido.

Hasta en el último corrillo del mercado del pescado o mísero puesto del de las verduras se comentó al día siguiente la escena que siguió. Julia Marula, presa de la histeria, ni acertaba a ponerse de nuevo la toalla ni dejaba de gritar, mientras su marido, que entró al oír los gritos de su consorte, intentaba tranquilizarla mientras llamaba al centurión y mandaba cerrar los ojos a los presentes, y ponía de borracha a Gala, que desde el suelo veía un hilillo de sangre salir de su túnica corta. Llevada con premura a su casa y visitada por el galeno de la familia, restañó como pudo las heridas del brutal encuentro con el desaforado Rufo, y endilgó un olímpico rapapolvos a Parco por maltratar así a su mujer. Cuando acabó el doctor, le tocó el turno a Próspero Póstumo, que fue a casa de Sexto para abroncarle sin saber el pobre de que iba el asunto. Le recordó que entre las virtudes que han hecho a Roma dueña del mundo no se encuentran la de ridiculizar a los representantes imperiales ni dejar en cueros a sus esposas, y que como no alejara los cálices de vino de su esposa, le iba a recetar abluciones de pez hirviendo antes de mandarlo a Numidia a venderle arena a los nómadas del desierto.

Como ven ustedes, más que a partir un piñón a partirse los piños estaban las relaciones entre Sexto y Próspero Póstumo. Éste le había puesto como objetivo de su campaña de rearme moral, y el vinatero menorero bujarrón del aristócrata no se explicaba por qué se había empecinado en perseguirle, a no ser por la envidia de un advenedizo ante la sangre noble que corría por sus venas. Pomponio, por su parte, utilizando su viejo sistema del plagio descarado, esta vez del Miles Gloriosus de Plauto (de copiar, hacerlo a lo grande) había terminado en una semana el encargo y entregado la obra a Sexto, que como sospechaba, ni se molestó en ojear, dándose por satisfecho de tener un libreto con que librarse de las broncas del gobernante. Se limitó a preguntar por el argumento, a lo que Pomponio dijo que era una obra donde se hacía una encendida defensa de institución matrimonial y de la familia romana, con lo que Sexto quedó conforme, y esto mismo le trasladó a Próspero, que le insistió en que la pieza debía tener un carácter didáctico y moralizante, y que se cuidara bien de poner sus libertinas costumbres en escena. Sexto perjuró que nada de esto sucedería, que lo último que esperaba el confiado noble era que el orgullo artístico de Pomponio pudiera más que su sentido común.

Una vez que ya tenían obra, se iniciaron los preparativos para las fiestas con que iba a ser inaugurado el nuevo teatro, que dicho sea de paso, aún no estaba terminado pues faltaba parte de las arcadas del frente escénico, que cerraba la escena por detrás, pero las ansias del gobernador por comenzar su mandato con un golpe de efecto hicieron que se colocaran unos grandes cortinones en las zonas inacabadas para salir del paso. Aunque Próspero prometió que correría con todos los gastos de la fiesta inaugural, él personalmente se encargó de convencer a los más ricos de la villa para que hicieran generosas aportaciones, Sexto entre ellos, que encima de que ponía la comedía en vez de cobrar todavía le tocaba pagar. Con lo recaudado dio para pagar los gastos y todavía le quedó una buena parte destinada a sanear las cuentas del gobernador.

lunes, 11 de agosto de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Cap. VI Banquete



Quinto no tardó mucho en hacerse a la vida de la ciudad, donde los placeres y los días iban de la mano y le asaltaban en cualquier recodo de la calle. Aprendió que el fuego abrasador con el que había nacido y que tanta vida daba a sus amantes también era útil para vivir de él. Su bárbara sensualidad y el deseo animal que desprendía de manera irresistible, mezclados con los versitos picantes que regalaba meloso, le abrían todas las voluntades que se le antojaban. Tenía contentos a sus benefactores, a los que se beneficiaba con asiduidad por aquello de procurarse el sustento, sabiendo los dos que se tenían que repartir al íbero pero haciendo como que no veían nada. Pero Quinto andaba sobrado de ímpetus para buscarse amantes menos viejos y fofos en tabernas y mercados o en las termas. Cada día nuestro joven desterrado de Ventorrillo olvidaba los vientos de su tierra chica y se dejaba llevar por la marea humana que, de tierra adentro, llegaba a la ciudad y de más allá del mar arribaba a puerto. Gentes hasta ahora desconocidas para él, griegos de velludo pecho, egipcios morenos, árabes silenciosos, galos de ojos azul marino, todos despertaban sus deseos nada ocultos. Mientras, el pico de oro de Pomponio no tuvo problema en introducirse en los círculos artísticos de Tarraco, donde desbarraba a gusto entre poetas que solo encontraban la inspiración con el vino peleón, sagaces historiadores empeñados en trazar la historia gastronómica de los layetanos o algún novelista que llevaba diez libros escritos ya sobre las fantasías onanistas de Agamenón.

Un día Gala dejó un mensaje escrito en la tablilla de cera de Quinto, “Te espero al caer la tarde en la estancia anexa al comedor” Después de leerla, Quinto dejó la tablilla olvidada encima de la mesa y el mensaje fue vuelto a leer por Sexto, que al reconocer la tablilla como la de Quinto, no duda en creer que se le está ofreciendo una ocasión de gozar de su moreno. Al caer la tarde se coló sigiloso nuestro caballero en la estancia en penumbra. Por temor a ser oído por los esclavos que aderezan la cena, silencioso, se quitó en el umbral la toga y la túnica, y se acercó poseído por el torso poderoso, caderas cinceladas en mármol y muslos broncíneos de Quinto a la cama en la que creyó ver bajo la sábana el cuerpo deseado. Gala oyó la respiración del que creía su amante bárbaro, tosco y dulce como el Mulsum, vino con miel que solía hacerle más gratas las largas tardes de invierno. Inmóvil, sujetando la respiración, espera que tire de la sábana y caiga sobre ella como fiera garduña.

Sexto, alargando el momento de descorrer el velo que le llevará al cuerpo que le tiene encadenado, jadea mientras su lanza erguida pugna en posición de ataque. Oye un leve susurro que le dice Quinto, Quinto, Quinto, y tira de la sábana.

-¡Sexto, Sexto, que haces aquí!

Le espeta su esposa desnuda, con los ojos como platos y gesto de asco. Parco grita como si hubiera visto a la Parca y no a su amada esposa, levanta las manos y baja su lanza. Gala se tapa de nuevo con la sábana como si estuviera ante un desconocido y no su amado esposo. Empiezan a imaginarse que algún tipo de confusión ha hecho que acaben los dos en el mismo lecho, que es la única manera de que esta mal avenida pareja hagan vida marital.

Recuperado del susto, Sexto se mete en la cama con la intención de hacerle creer a Gala que era a ella a quien buscaba, su cuerpo el que apetecía, aunque su miembro a media asta indicara otra cosa. Ella le deja hacer y forcejean un rato en una escaramuza falta no solo de amor, sino de una pizca de deseo, y el que hay es el que ponen los esposos al imaginarse el brillo de Quinto cuando poseído por el viento del sur los deja exhaustos.

Acabado el simulacro, se fueron a cenar. Estaban invitados esa noche Pomponio, Decio Tranquilo, poeta y antiguo amante de Gala, relegado ahora a la triste condición de segundón, un comerciante local amigo de la familia, y otros lugareños. Empezado el banquete, se unió a ellos Quinto, con signos evidentes de haber pasado la tarde en brazos de alguno de sus amigos. Sexto y Gala trinaban creyéndose burlados. Pomponio, apurado el tercer cáliz de vino nuevo, con la lengua caliente y el verbo fácil, empezó a relatar sus historias mitológicas, de cuando Júpiter se encaprichó de la doncella Europa, y trasmutado en toro la raptó mientras paseaba por la playa. Gala, herida en su amor propio, propuso un juego. De ser como Júpiter, en qué se convertirían los presentes para raptarla a ella, la más bella doncella de la Cólquide. La mayoría pensaron para si que lo mejor sería en liebre u otro ágil animal para poner tierra de por medio de semejante partido, pero callaron.

Pomponio se inclinó sobre el triclinio de Quinto para recordarle lo importante que era para la compañía complacer a sus anfitriones, así que la adúlala sin contemplaciones. Empezó Decio afirmando que una dama romana como ella solo por la loba que amamantó a Rómulo y Remo podía ser raptada. Eso eso, que la rapte la lupa y la lleve al lupanar, dijo por lo bajo Pomponio, mientras se levantaba y decía que él, como Júpiter se convertiría en lluvia dorada con la que cubrir tan preciado objeto. Gala advirtió cierta retranca en su declaración, pero la que en verdad esperaba era la de Quinto, que, sin pensárselo, se despachó con que iría de Alejandro Magno y con su espada cortaría el nudo gordiano que la tiene apresada para que pudiera huir con él. Un tajo seco y definitivo, que tus correas caigan para siempre al suelo. Oído esto, Sexto creyó que el tajo iba dirigido a él, que era el lazo que ansiaba cercenar Quinto y ya empezó a sudar ante la posibilidad de que su amado quisiera hacer ejercicios de esgrima a su costa, lo que le sumergió en una flojera de la que intentó defenderse con un faisán relleno de perdices. Gala creía flotar en medio del Olimpo al oír tal declaración. Ya se imaginaba con Quinto viviendo como salvajes su amor en el fondo de las selvas de hayas del interior de Iberia, de donde había salido el moreno de carnes prietas y corazón de roca.

El plato principal del banquete era un puerco asado relleno de manzanas, pero cuando dio llegado los comensales iban borrachos perdidos y desbarraban a dos manos, hablando sin orden ni concierto sobre la cosecha de ese año, los vestidos de la mujer del gobernador, la crisis del teatro o lo holgazanes que salían los esclavos de la Bética. Decio Tranquilo, dando la espalda a su nombre se disponía a soltar una arenga patriótica de la cual solo pudo decir Delenda est Cathago antes de enmudecer víctima de un hueso de pernil estampado en mitad de la boca. Tras esta sugerencia, decidió dirigir su arte hacía la lírica, regalando a su amada un epigrama más destartalado que carreta galaica, que la parca Gala ni tomó en cuenta, viendo las maniobras de su esposo por acercarse a Quinto, recuperado del susto de imaginarse con el gaznate rebanado.

Cerca de la medianoche, lentamente entró la brisa del sur que encendía al hijo de Ventorrillo sus instintos más salvajes. Trastabillando vio salir hacia el atrio a Sexto, y tras él se fue encelado. En ansias inflamado lo atrapó en la oscura esquina alejada de la sala de banquetes, deslizando rápidamente sus manos bajo la túnica.

-¿No eras tú el que quería cortarme en dos de un tajo, Alejandro de pacotilla, magno truhán, adulador de brujas?

-Ven aquí pichón, que mi espada no quería cortar sino clavar.

Desesperada ante lo que se imaginaba que estaba pasando fuera, Gala Rala le estaba dejando hacer a su poetastro, una vez que el resto de los comensales habían quedado fuera de circulación entre vapores etílicos. Tranquilo la convenció para que salieran al amplio atrio y se enmascararan entre las sombras, y ella se dejó llevar a ver si levantaba los celos de Quinto, que ya tenía a su querido marido a cuatro patas.

Así, mientras Quinto en una esquina ponía al señor de la casa mirando hacia Roma y Tranquilo en la otra a la señora mirando hacia Alejandría, presidida la romántica escena por la pelotuda estatua de Cupido que remataba la fuente central, entró de repente Próspero Póstumo con su mujer y parte de su séquito, advertidos de que en la casa del rico comerciante había banquete. La visita sorpresa tenía por objeto ver si los rumores sobre el comerciante en vinos y su esposa eran ciertos. El encontrarse a Quinto y a Sexto tras un seto del atrio en postura poco recomendada para un ciudadano romano, más aún, propia de un sátiro en celo revolcándose con un actorzuelo semi bárbaro, y a Gala en la otra punta dejándose hacer por un tísico pelma y barbilampiño, no hizo más que confirmar sus sospechas sobre los dueños de la casa.

-Para eso me batí yo en duelo singular en lo más profundo de los bosques cántabros contra el bruto caudillo Barcitauro y le despeñé de tal mandoble que rompí mi espada, y yo solo armado con una lanza rota hice retroceder a sus hordas malolientes, para que la gloria conquistada por mí para Roma se vea mancillada por el comportamiento indecoroso de sus ciudadanos, que no saben tener quieta su entrepierna.

-Verá gobernador, esto no es lo que parece- intentaba defenderse Sexto

-No, no, esto es lo que parece, y aún diría más, esto parece un burdel en hora punta en vez de una casa patricia.

Pomponio, que había despertado de la borrachera con los gritos de Próspero y se había hecho cargo de lo apurado de la situación, intentó echarle una mano a su protector.

-Vea usted que esto no es más que un pequeño ensayo de una obra que ando escribiendo, y todo lo que aquí parece haber visto no es más que fingido.

-Ya, pues felicite a sus actores de mi parte, que jadeaban con mucha convicción, incluso diría más, juraría que la estaban gozando. Y no me haga preguntarle sobre el argumento en el que se incluye semejante escena, que igual le contrato yo para una comedia muy divertida en la que un hatajo de tunantes reman de sol a sol amarrados al remo y al banco de una trirreme. Y usted, Sexto Parco, su única relación con la caballería parece ser el que como los caballos, pasa más tiempo a cuatro patas que a dos. Les recuerdo a los dos que como vuelvan a faltar al decoro y a la decencia que se espera de unos ciudadanos romanos acabarán sus días en alguna inhóspita aldea a orillas del Mar Negro pelando quisquillas.

-Señor gobernador, quizás nos hemos dejado llevar por el calor de la situación, pero no volverá a suceder- balbuceaba Sexto

-Eso espero por su bien. Y la comedia que le encargué, ¿está concluida? Mire que no voy a tolerar ningún retraso.

-No se preocupe, que está muy bien encaminada- mintió Sexto, que ni media página había emborronado sobre el asunto, que su imaginación no daba más que para algún ripio de circunstancias, y semejante encargo se le antojaba más arduo que copiar la Ilíada al revés.

Como su marido no parecía percatarse de la presencia de Quinto, Julia se acercó hasta él.

-Veo que te esfuerzas en satisfacer a tus anfitriones.

-Solo quería agradecer la hospitalidad que tienen conmigo.

-Pues yo puedo ser más hospitalaria si cabe que estos rancios trozos de tocino que te trajinas. Un adonis como tú cómo pierde su tiempo y energías con una arpía que huele peor que las tripas de los besugos y viste como una matrona con almorranas, o con su marido, un calvo lleno de vino y menos seso que una gallina descabezada.

-Mi agradecimiento hacia mis protectores no me prohíbe el atender sus súplicas, bella Julia, y cuando quiera estaré encantado de enseñarle todo mi repertorio.

-Julia, vayámonos ya de este antro, no sea que la inmundicia nos invada- dijo Pomponio a su mujer, que tuvo que separarse rápido de Quinto. Y les vuelvo a recordar que no toleraré este tipo de comportamientos.

Una vez ido el gobernador y pasado el sofoco, dijo Sexto:

-Este hombre va a acabar con nosotros. Ya ni en nuestra propia casa podemos darnos una alegría. Ahora entiendo por qué lo mandaron a Tarraco y se lo quitaron de encima en Roma.

-Tú que te revuelcas en cualquier parte, como los animales- le recriminó Gala

-Fue a hablar la que estaba haciendo calceta mientras tanto. Mejor estarías callada, o echándole un cubo de agua al fantoche que tienes como amante, que del susto se te ha desmayado. Pomponio, escucha, tienes que ayudarme, por favor escribe para mi una obra que pueda presentarle a ese guardián de la moralidad.

-Pero el encargo era para vos, y no estaría bien que yo me entrometiera- respondió airado.

-Sí, pero a mí las musas no me han llamado por ese camino, y como no le presente algo a ese viejo es capaz de desterrarme a los infiernos. Quizás tendría que recordarte que vives holgadamente aquí gracias a mi generosidad, y que no estaría de más que ayudaras a tu patrocinador si quieres que lo siga siendo.

-Nada más alejado de mi intención que negar la ayuda a alguien que se ha portado como un padre con nosotros, pero ceder una obra así como así, por las astas corniveletas del Minotauro, casi es como cederle a un hijo de mis entrañas.

-Pero serás recompensado por ello, además de que influiré en Próspero para que sea tu compañía la que haga el estreno.

lunes, 4 de agosto de 2008

Obras y amores de quinto Terco. Cap. V Gala y Julia


Una vez terminado el sermón del representante imperial, se relajó la concurrencia, formando corrillos donde se cotilleaba sobre la coqueta gobernadora, se comentaban las últimas novedades traídas de allende del mediterráneo o se ponderaba si Prospero sería tan rapaz como su antecesor. Éste tomó asiento y, con mucha ceremonia, empezó a recibir pleitesía de lo más destacado de la sociedad local. Muy a su pesar, Sexto y Gala, con sus protegidos fueron a darle la bienvenida.

-Qué ven mis cansados ojos, si, es el caballero Sexto Parco. ¿Qué haces en Tarraco, lejos de las casa de juego y los lupanares de Roma?- atizó sarcástico el gobernador

-Próspero, es para nosotros un honor teneros entre nosotros. Espero que tu administración sea provechosa para todos. Seis meses hace que aquí llevo los negocios de mi suegro.

-Luego te has casado.

-Sí, esta es mi esposa, Gala Rala, hija de Renco Ralo, comerciante de vinos de Ostia.

-Si si, conozco a ese rico comerciante, pero estoy casi seguro, más aún, pondría la mano en el fuego de que su hacienda no ha tenido nada que ver en tu matrimonio, viendo la clase y hermosura de la hija.

-Gracias, señor gobernador. Mi esposo me eligió de entre todas por mi hermosura, igual que supongo que la suya le eligió a usted por su juventud y su sobria oratoria- terció Gala con fingida desgana, que bien le hubiera sacado un ojo al viejo.

-Bueno, también os quería presentar a Pomponio Porto y Quinto Terco, protegidos míos y miembros de una compañía de teatro.

-Actores, mal asunto. Donde andan ellos anida el vicio- miró con gesto displicente hacia el histrión y su amigo.

-Señor gobernador, la rectitud de nuestras costumbres está fuera de toda duda- se empezó a defender Pomponio

-No me cabe duda, si, pero Sexto, dime, ¿sigues jugándote hasta las correas de las sandalias a los dados?

-Creo que ya he escarmentado de mi desordenada vida.

-Me alegra oír eso, que yo no estoy dispuesto a tolerar conductas licenciosas, y menos entre los ciudadanos romanos de la colonia, que sirvan de mal ejemplo para la población local. La sobriedad, la austeridad, el respeto a la familia y a las costumbres son las que han hecho a Roma cabeza del mundo.

-Señor gobernador, soy más austero que una vestal, sobrio que no parezco tratante de vinos y el alto concepto de familia es lo que me ha llevado al matrimonio.

-Me alegra oír eso. Y dime, ¿sigues escribiendo?

-Bueno, quizás menos que antes

-Pues has de ponerte manos a la obra, que me han dicho que las obras del teatro están ya casi terminadas, y que mejor que una comedia educativa escrita por un noble romano para inaugurarlo.

-Pero yo nunca he escrito teatro, solo algún que otro poema.

-Paparruchas, no tiene que ser tan difícil. Es mi voluntad y basta.

-Es un honor para mí, pero igual no estoy a la altura de las circunstancias. Quizás Pomponio, que además de actor ha compuesto muchas piezas, estaría interesado.

-Yo podría escribirle una pieza con la que la inauguración del teatro quedaría por siempre en la memoria de la ciudad- dijo Pomponio, viendo la posibilidad de hacer un buen negocio.

-Pero yo soy de la opinión, aún más, defiendo abiertamente que los actores donde mejor están es trabajando en las minas. Como no queda más remedio que echar mano de ellos para las representaciones, transijo, pero que encima esos sacos de bajas pasiones escriban las obras ya es demasiado. Sexto, te emplazo de aquí a un mes a que me presentes la obra para ser estrenada si no quieres enfrentarte a mi cólera.

Mientras esto se dirimía, preguntó Julia a Rala:

-Querida, ¿Dónde te has hecho ese tocado? ¿No lo llevas algo torcido?

-Si bueno, me he corrido, digo que he venido corriendo porque llegaba tarde y quizás se haya movido un poco.

-Sí, ya te vi entrar hace un momento con tu protegido. ¿Quinto se llama? Casualmente aparecisteis por el lado de donde parecía venir ese alarido como de hiena sarnosa que sonó hace poco. Y tú, Quinto, ¿cuales son tu cometidos en la casa de tus señores?

-Yo estoy para complacerles con mis poemas, canciones, bailes y todo aquello que gusten- dijo zalamero a Julia.

-Me gusta, me gusta este bárbaro letrado. ¿Cuándo podrías recitarme todo tu repertorio?

-Estoy seguro que la señora gobernadora disfrutará más con las campañas de su señor esposo, veterano y curtido, que con los gorgoritos de un aprendiz de poeta, demasiado joven para ti, más amiga de las canas y arrugas- soltó furiosa Rala.

-Tranquila querida, que no pretendo que deje desatendidas sus ocupaciones para contigo. Y ese vestido, parece un poco anticuado ya. Acaso tenéis un sastre lusitano. En Roma acostumbran a vestir así las libertas del mercado del pescado.

-Aquí a Tarraco tardan en llegar las últimas tendencias, pero visto lo que llevan algunas, prefiero no ponérmelas, no sea que por la calle me pregunten por la tarifa de mis servicios.

-Pues tranquila querida, que yo te voy a poner al día. Ya quedaremos para renovar tu vestuario.

-Muchas gracias señora- dijo Rala mientras se retiraba pues su marido acababa ya la plática con Próspero. Los dos salieron de la presentación igual de soliviantados y ninguneados.

-¡Habrase visto la mocosa!

-Ese pellejo advenedizo que ha hecho carrera sisando en todas las legiones me viene a dar órdenes a mí, que pertenezco a la más antigua aristocracia.

-Con una hiena, con una hiena y con una pescadera me ha comparado.

-Cuando mi padre era cónsul el suyo andaba destripando terrones.

-Lecciones de moda, ella que va como una ramera siciliana.

-Y me manda escribirle una comedia como quien encarga hacer un botijo. Esto es humillante. El estado gobernado por desertores del arado, y nosotros, la nobleza, vendiendo vino. ¡Qué tiempos, qué costumbres!

-Para ir enseñándolo todo no hace falta sastre sino desvergüenza. Y su marido dando clases de moralidad mientras su mujer va poniendo cachondos a todos los machos de la ciudad.

Airado iba también Pomponio, que además de las amenazas nada veladas de mandarle bajo palio de piedra a la mínima, veía cómo, aunque a su pesar, el elegido para inaugurar la temporada teatral era el pluma floja de Sexto, despreciando el talento de uno de los mejores autores de comedias de la época, en cuya mano comían las musas. Quinto era el único que salió contento de la recepción, pues después del revolcón que le había dado a Gala se había encontrado con una Julia bastante interesada en él, y en la reunión descubrió un nutrido grupo de bellezones exóticos con los que no le importaría intercambiar impresiones en aras de un mejor entendimiento entre las distintas razas del imperio.

lunes, 28 de julio de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Cap.IV Sexto y Próspero



Allá se fueron todos al palacio del gobernador, Sexto de amor saciado, Gala en ayunas, Quinto excitado por entrar en la alta sociedad y Pomponio encantado de lo rápido que había sido su protegido en camelar a este matrimonio avenido por conveniencia y ávidos de emociones en su destierro provinciano.

La sala principal del palacio bullía con lo mejor de la sociedad local. Hoscos terratenientes indígenas con sus grandes barrigas; comerciantes romanos, con mirada arrogante y diarrea verbal, conspirando para timar a los labradores y prevenidos contra los armadores galos, altos como armarios y demasiado simples para los tejemanejes de los latinos; sacerdotes de Júpiter Amón, que querían dar cuenta de las predicciones hechas en el duodeno de un carnero sobre el mandato del nuevo gobernador; preceptores griegos y maestros de retórica discutiendo si Baco prefería el tintorro o el clarete al lado de los magistrados municipales que no hacían ascos a ningún caldo. Algunos mandos militares, más perdidos entre tanta pompa que Neptuno en mitad del desierto, no veían la hora de irse al burdel a soltar lastre. Entre todos ellos arribistas y buscavidas de todo pelaje, gentes como Pomponio o Quinto, prontos a aprovechar cualquier oportunidad para medrar. Esperando estaban a Próspero Póstumo, nombrado por Augusto gobernador de la Citerior no solo por sus grandes servicios al estado sino porque su presencia le resultaba más pesada al César que todos los elefantes de Aníbal juntos.

Perrito faldero y brazo ejecutor de Augusto desde los lejanos días de los triunviratos, le ayudó a meter en cintura al senado a base de cortar ilustres cabezas, y luego colaboró con él en sus campañas militares como responsable de suministros, por lo que su puesto estaba en la cómoda retaguardia, en encarnizada lid con sacos de trigo y ánforas de aceite, de las que siempre despistaba alguna para su beneficio. Todo lo agradecido que estaba Augusto a sus servicios no impedía el sopor que le producía su presencia y el hastío de su conversación. Contaban las malas lenguas en los mentideros del foro que el César solo buscaba su compañía cuando no conseguía conciliar el sueño, pero como hacía tiempo que eso no le preocupaba le dio por esposa a una sobrina suya, Crestila Julia, alocada joven de la familia Julia, y lo mandó a Hispania a aburrir indígenas.

El nuevo gobernador había hecho suya la política imperial de vuelta a las antiguas tradiciones republicanas, a la sobriedad y austeridad que caracterizaban a los romanos cuando eran un pueblucho en mitad del Lacio. Contrario a la ostentación y al libertinaje que corrompían a la aristocracia él, plebeyo catapultado a las más altas magistraturas del estado, creía su deber ejercer de censor de costumbres de una nobleza corrupta, amante de las riquezas y el vicio y en nada preocupada en servir al estado. Llegaba con la intención de meter en cintura a todos esos que pasaban la vida entre banquete y banquete, en bacanales de varios días y rodeados de seda, dados y cortesanas. Por su parte, los comerciantes y nobles allí afincados miraban con sorna al vejestorio casado con la jovenzuela solo preocupada por la ropa y los tocados y poco inclinada a la austeridad, y confiaba en que su programa de reformas quedara como en Roma, en buenas intenciones.

Pomponio se movía entre las gentes reunidas en la recepción como pez en el agua, recordando otros tiempos mejores, saludando a todos sin conocer a nadie, regalando atenciones a las damas, interesándose por los más pudientes y buscando lugar preferente para cuando hiciera acto de presencia el gobernador. Recomendó prudencia a Quinto, cachorro en estas lides, que paseaba su hocico pasmado entre gente con ropajes inimaginables para él, mujeres con peinados imposibles y perfumes que parecían hechos por los mismos dioses y le excitaban todavía más de lo natural en él. Mientras preguntaban a Gala y a Sexto por su nuevo compañero, olas de cuchicheos y envidias iban surgiendo y rompiendo contra las columnas de la sala, intentando saber cuál de los dos se llevaba a la cama a ese jabato recién llegado.

Al grito de un edil, enmudeció la reunión e hicieron entrada Próspero Póstumo y Crestila Julia. Él, con toga bordada en oro, coturnos con incrustaciones de piedras preciosas, de la mano de su grácil esposa que más parecía nieta, vestida de amplio escote y moño descomunal ensartado con mil pasadores y liviano vestido que dejaba adivinar las pocas carnes que no iban al descubierto.

En el andar del nuevo gobernador camino de su cátedra se conjugaban toda la pompa y solemnidad del pueblo que había señoreado todas las riberas del mediterráneo. Lento, pausado, barbilla altiva, mirada arrogante, una mano dirigiendo el vuelo de su toga satinada de oros, la otra llevando a su mujercita, demoró su paseo entre los asistentes que ya percibieron, sin ni siquiera oírle hablar, que su estancia en Tarraco iba a ser como su entrada en la gran sala de audiencias, más larga que un día sin vino.

Cuando hubo llegado a su escaño y saludado a las autoridades municipales, tomó la palabra:

-Ciudadanos de Tarraco, salve. No el destino, ni los dioses, sino el mismo Augusto ha otorgado a Próspero Póstumo el honor y la responsabilidad de llevar las riendas de esta provincia, de Hispania entre las primeras. Vienen a mi memoria los lejanos días en que acompañé a nuestro César a las guerras contra los cántabros, donde desde primera línea con mi espada bañada en sangre amplié hasta el mar septentrional las fronteras del imperio.

-Pues yo bien he oído que este bravo soldado era el encargado de los abastecimientos de las legiones, y no se movió de Astúrica Augusta en toda la campaña- cuchichea con su acompañante un rico agricultor, ridículo con el traje de gala que le había comprado su mujer.

-…Quiero hacerles participes de que los laureles del triunfo nunca han cegado mi entendimiento, más incluso, ni lo han nublado…

-Lo que han cegado es tu boca- ríe por lo bajo uno de los maestros de retórica, que piensa ofrecerle sus servicios no más acabe su diatriba.

-…Porque Próspero Póstumo ha antepuesto siempre a su ansia de honores el bien supremo, que no es otro que aquel que hace más grande al senado y al pueblo de Roma…

-Así que las sisas que hacía en los suministros eran para mayor gloria de Roma- se oía al fondo por lo bajo.

-…Quiero comunicarles que la labor que Próspero Póstumo se dispone a desempeñar en esta magistratura será regida por las más altas miras…

-Por eso ya ha hecho mirar quienes son los ciudadanos más acaudalados para que sufraguen alguna de las necesidades de su nuevo cargo.

-…y que la promoción de las artes y las letras será una faceta prioritaria, más incluso, las favoreceré abiertamente, dentro de la decencia y el buen gusto que caracterizan al pueblo romano.

-Se dice que en Roma era amigo de Tito Livio, el historiador, y de pesados que eran los dos, cuando iban a los burdeles, ellos entraban por la puerta y las putas salían por las ventanas, que no hay dinero que pague un sermón de estos, y las putas antes preferían acostarse con ciento un dálmatas antes que dos horas de homilía sobre el final de la monarquía- cuchicheaban los comerciantes romanos sin perder de vista el escote de la señora gobernadora.

-…viene a mi memoria la gran victoria de Actio, donde puse mi brazo una vez más al servicio de Augusto. Con el mismo tesón con el que luchó desde el puente de la galera, Próspero Póstumo llevará el timón de la provincia…

-Me ha contado un marinero que parece que en el viaje desde Roma estuvo postrado y vomitando toda la travesía. En Actio seguro que atacaría a los partidarios de Marco Antonio vomitándoles en el casco- dijo Sexto a Pomponio, al que se le empezaban a cerrar los ojos con tanta épica.

Quinto y Gala habianse quedado atrás entre el gentío que padecía estoicamente el rimbombante discurso. Aprovechando que nadie reparaba en ellos, cogió a Gala de la mano y le recitó quedo al oído

Cada vez que Gala sopesa con sus dedos

un pene erecto y lo mide un buen rato,

indica sus libras, onzas y gramos;

cuando después del trabajo y sus ejercicios

yace aquel como correa floja,

indica Gala cuanto más ligero es.

No es ésta, pues, mano sino balanza. (1)

Versos que cayeron en el ánimo de la abandonada esposa como lluvia de mayo, sobre todo cuando Quinto la ciño a su cintura y pudo sopesar que se traía el íbero entre piernas. Vio Quinto en una esquina una pequeña cámara destinada a la guardia de palacio que se encontraba vacía, y hacia allá llevo a su paloma mientras Pomponio empezaba a enumerar sus hazañas contra los partos. Aunque las hembras no eran su fuerte, Quinto conocía los rudimentos de su funcionamiento, y no tardó en engrasar el mecanismo de tal manera que la dama pronto tomó la misma velocidad que una noria tirada por media docena de asnos. Gala, acostumbrada a amantes lacios y decadentes, se vio sobrepasada por el ímpetu de Quinto y empezó a jadear de manera preocupante, porque entre las montañas de cabezas cortadas por Próspero en Partia se empezaba a oír por la sala de audiencias un jadeante rumor que no parecía de ninguna batalla.

-…y saltando Próspero tras el jefe enemigo, que replegándose rápidamente, más incluso, huyendo abiertamente, quería hurtar la victoria a las águilas romanas que…

Un grito largo y prolongado paró el discurso y la cobarde huida, todos mirándose unos a otros sin saber de dónde surgía el alarido, decididamente poco guerrero. El orgasmo de Gala había roto el clímax del discurso del gobernador, que montó en cólera pero no halló culpable pues huyeron por una puerta lateral que daba a las escalinatas de entrada. El gemido había sacado de su letargo a los oyentes, que agradecieron un poco de excitación para acabar la perorata, aunque no fuera a cargo del orador. Solo Sexto y Pomponio, al comprobar la ausencia de sus acompañantes, se imaginaron lo sucedido. Sexto maldijo el tener que pelear con su esposa hasta por los movimientos de cadera de Quinto, mientras Pomponio se maravillaba de las dotes de su pupilo, que en menos de un día había sorbido el sentido de la infeliz pareja. Gracias a los polvos de este hispano igual nos libramos por una temporada del polvo de los caminos hispanos pensó.

(1) Adaptación del poema LV del libro X de Epigramas de Marcial.

lunes, 21 de julio de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Cap. III Tarraco


Con el nuevo día, Pomponio le propuso a Quinto:

-Mira, nunca he oído a nadie cantar como tú, por las sandalias de Apolo que enamoras a quien te oye. Te propongo que te unas a nuestra compañía. Hoy es poco lo que podemos ofrecerte, pero nuestra suerte está a punto de cambiar.

Nada más quería escuchar Quinto, que desde que llegó sintió otra vez el calor de hogar como el de la taberna de su madre y en Pomponio encontró no solo el amante de una noche sino un maestro. Feliz hizo su entrada en una aldea en la que ejecutaron unos cuantos números de circo y él cantó un par de canciones que movieron a los lugareños a aflojar sus ceños y sus bolsas. Cándido, el más viejo de la compañía, le comentó que con sus versos ya no tendrían que salir al galope de los pueblos como sucedía las más de las veces.

Con paso mortecino tiraban las mulas de las carretas a la caída de la tarde, mientras Pomponio y Quinto hablaban en el pescante.

-Mira, esta vía lleva directamente a Tarraco, capital de la provincia y una de las más grandes ciudades de Hispania. Hacia allá nos dirigimos, que grandes oportunidades nos aguardan, por las legañas de Hércules. Me ha llegado la noticia de que en la ciudad se hallan Sexto Parco y su esposa, Gala Rala, caballero romano que conozco tiempo ha, amigo del juego, el teatro y los jovencitos. Si nos ponemos bajo su protección no ha de faltarnos nada, y con satisfacer su vanidad, dejaremos de errar por estos caminos.

-¿Y cómo se satisface la vanidad de un caballero romano, que yo no he tratado más arriba de centuriones?

-Tiene inclinaciones literarias, aunque ninguna dote. Habrá que alabar sus escritos, a pesar de que cuando los lee en alto hasta las musas corren a refugiarse en el Hades por no escuchar tanta necedad una detrás de otra. Además, seguro que se prenda de ti, moreno mocetón, que en Roma tuvo un amante íbero de tu gracia.

-Si el viejo verde nos da para vivir, ya le daré yo vida alegre, que soy bien agradecido. Y Tarraco bien vale un revolcón, y quizás alguno más.

-Veo que me entiendes. Con la adulación y el fingimiento podemos vivir de la liberalidad del licencioso Sexto el tiempo que queramos. Y él nos introducirá entre la aristocracia de la ciudad, donde las oportunidades de ganancia no han de faltar.

-¡Vamos pues! ¡Tarraco espera! Gritó al horizonte tras el que se hallaba la primera ciudad que pisaría Quinto, y ya la sangre juvenil bullía en sus venas, ansiosa de novedades.

Cuando al fin estuvieron bajo las murallas de Tarraco, enmudeció Quinto ante los grandes lienzos que abrazaban la ciudad haciéndola inexpugnable, cerrándola sobre sí misma y abriéndola al mar. Señoreaba desde su privilegiada situación todos los contornos, y se sintió Quinto empequeñecer ante los tejados de los templos y los palacios de la ciudad alta que parecían acariciar los cielos, que a su parecer así debían ser los de Troya. Pomponio sintió el penetrante y familiar olor que desprende una ciudad, mezcla de calor animal y sudor humano, humo de figones, aceite quemado e inmundicias acumuladas en las esquinas de las calles.

-Por fin el olor de la civilización, por las canas de Neptuno, cuanto lo echaba de menos.

Tarraco, capital de la provincia de la Hispania Citerior, centro de vino y vicio, poseía un puerto floreciente al que llegaban artesanías de Alejandría, tan caras como frágiles, cortesanas griegas recién licenciadas en hacer el amor a cualquier tipo de ser animado, perfumes de Corinto que embotan el cerebro o manufacturas de Italia, caras y resistentes, y hasta sedas del más remoto oriente, mientras de allí salían el vino y el aceite íberos. Gentes de todo el imperio llenaban sus populosas calles, los foros y mercados. Quinto nunca se había movido entre un gentío tan variopinto, y todo le arrastraba: el esclavo negro de mirada humillada y cuerpo apolíneo, la dama que pasaba en una silla de mano, lánguida y ensimismada; el barbero adecentando a sus clientes a la puerta de su local; el comerciante judío cerrando un trato con el armador libio, los cosetanos, naturales de la región, cejijuntos semi bárbaros amigos de la bronca y la molicie apostados en los cruces de las calles a ver que podían distraer a los viandantes, todo era torbellino multicolor para el pueblerino de Quinto. Al pasar ante el templo de Júpiter, con sus columnas que se perdían en lo alto y su frontón historiado no pudo reprimir un gemido de reverencia y miedo. Pomponio, que para nada se dejaba impresionar por los dioses o por sus moradas, ya había localizado la de Sexto, un palacio en la ciudad alta lindante con el foro. Un liberto viejo y cojitranco les informó de que su señor estaba haciendo negocios en el puerto, y les pidió que le esperaran en el amplio atrio hacia el que daban las habitaciones principales de la casa, que husmeo discretamente Quinto, que nunca había visto paredes pintadas con escenas mitológicas y mosaicos que cubrían el suelo entero de una estancia.

-Ha medrado bien Sexto Parco, por los juanetes de Aquiles- ponderó Pomponio mientras miraba el Cupido pelotudo que remataba el pequeño estanque del atrio. Cuando yo le conocí en Roma había apostado toda su hacienda a los dados y vivía del noble arte del sablazo. Pero aquí le tienes, viviendo como un sátrapa, solo le falta su busto en mármol para ser un padre de la patria, que amor a los jóvenes nunca le ha faltado.

-Y tiene más esclavos y libertos que soldados la legión. Entre tantas riquezas, seguro que algo se nos quedará entre los dedos- echaba cuentas ya Quinto de lo que podía rentarle el aristócrata mariposón.

Cuando llegó el sol a lo alto y desde el Pretorio se corrió la voz de calle en calle de que ya era mediodía, dejaron las gentes sus labores, bajó el bullicio y se fue cada cual a comer. Al poco, entró en escena Sexto Parco, rechoncho y cachazudo, sudorosa frente que poco a poco se hacía una con el cogote, nariz rota y ojos chiquitos de cangrejo. No más meter los pies en el atrio quedó fijo en Quinto Terco, a la sazón sentado al borde de la fuente y jugando a salpicar a la pícara estatua de Cupido, todos los rayos del sol reluciendo en sus rizos de azabache, las piernas cruzadas como desnudo nudo que asfixiaba al mirar, la mirada franca y socarrona que le dejó sin voz. Antes de que saliera de su sorpresa, terció Pomponio:

-Sexto, Sexto Parco, de pie esperamos el honor para este pobre actor y su compañía de que tengas a bien el recibirnos. Cuando nos enteramos de que te hallabas en Tarraco, rogué a los dioses manes nos dieran la oportunidad de venir a rendirte pleitesía, que caballero tan principal bien lo merece.

-Vaya vaya… si es Pomponio… cuanto tiempo… siempre tan pomposo- atinó a decir el señor de la casa mientras seguía pendiente de los juegos fluviales de Quinto. Saludos, saludos, y sed bienvenidos a mi humilde casa.

-Vivamente me acuerdo de los banquetes literarios y otros entretenimientos allí, en nuestra añorada Roma.

-Verdad es. Tuviste que ausentarse por un patinazo con Mecenas, ¿no es verdad? Ya recuerdo. ¿Sigues con tus comedias?

-Mi vida toda es una comedia, y a pesar de estos cabezas huecas de hispanos que no saben apreciar mi arte, la última escrita es siempre mejor a la anterior, por el refajo de las musas.

Pronto se hizo presentar a Quinto, sobre aviso por el nerviosismo de Sexto de que su corazón cabalgaba desbocado, y él era el jinete que lo espoleaba.

-Pomponio no para de contar el arte con que maneja odas y elegías. Yo también hago mis pinitos en ello y espero aprender mucho de usted.

-Y yo gustosamente te enseñaré todo lo que quieras, que no hay más que verte para imaginar que estás muy bien dotado.

-Tengo sed de saber y busco quien la sacie- dejo caer Quinto mientras se echaba una mano al pecho y otra a la entrepierna, pero antes de que Sexto diera un traspiés terció Pomponio.

-El teatro está en crisis, el público ya no escucha respetuoso los hechos de los grandes héroes o los dioses, no, Júpiter los chamusque a todos. Hoy solo quieren saltimbanquis y mimos, que más parece circo que teatro.

-Quizás dices bien, Pomponio. Aquí en Tarraco está próximo a terminarse un teatro en piedra, pero no hay ningún autor que pueda escribir una obra lo suficientemente buena para la inauguración. Y yo parece que no gozo del interés de las musas.

-Como puede ser eso. Todavía me estremezco al recordar alguno de tus escritos. Tus versos movían almas. Había tortas por acudir a los banquetes en los que leías tus obras.

-Sí, pero en cuanto cambié de cocinero bajó mucho la asistencia, así que igual no iban por mis hexámetros y sí por mis pollos en pepitoria. Eran otros tiempos, ahora soy hombre casado y tengo que llevar el negocio de mi suegro, rico comerciante de Ostia. Me ha mandado a este agujero provinciano a que organice su comercio de vino y aceite. Si algún día quiero heredar su negocio tengo que dar el callo primero, así que en vez de liras y versos hoy paso los días entre ánforas y odres.

-Mis felicitaciones, no sabía que tenías esposa.

-Pues pronto tendrás el disgusto de conocerla, que estará al llegar del mercado. No te voy a engañar, me casé por su dote, pero en lo demás cada uno hace lo que le place- dijo mirando a Quinto, que callado atendía la conversación. Ella tiene sus amigos, y yo los míos.

En esto, llegó Gala Rala, la amante esposa, alta y seca, deje nasal y nariz aberenjenada, ojos como queriendo huir de la vecindad de esa prominencia y boca coronada de un labio superior arrugado y con lunar del tamaño de una lenteja bien surtido de pelos. Agradecida tenía que estar a su padre, no por los genes heredados, sino por la dote con que la hizo atractiva a nobles arruinados como Sexto. Con el dinero consiguió marido, pero en la cama no ejercía como tal, por lo que tenía que meter en ella cualquier desesperado de la localidad o fatuo que esperara medrar a sus pechos. Sexto y Gala eran famosos entre la pequeña sociedad local por sus correrías amorosas, el tras jovencitos, ella tras lo que se dejase, dándose el caso de haberse pisado alguna pieza. Hijos del libertinaje de la capital, se comportaban en Tarraco como si estuvieran entre las colinas de Roma, cuando la sociedad local era más timorata y miraba con incredulidad los lances del noble arruinado y la plebeya enriquecida.

El encontrarse con un compañero de orgías y banquetes levantó el ánimo de Sexto, que rápidamente tomó bajo su protección a toda la compañía de teatro. Mandó preparar alojamiento en su villa a Pomponio y Quinto, que le interesaba tenerlo cerca, y al resto les cedió un habitáculo maloliente en la ciudad baja. Esa misma tarde daba Próspero Póstumo, nuevo gobernador, una recepción en la que estaría la flor y nata, y Sexto decidió invitar a sus protegidos y presumir de efebo en la reunión.

-Pero yo no tengo ropa adecuada para algo así- se quejó Quinto

-Yo podría buscarte alguna prenda- dijo tímidamente Gala

-Quizás te convendría descansar querida, que llevas una mañana muy agitada. Ya buscaré algo adecuado para nuestro joven amigo.

Mientras Pomponio contaba a una Gala contrariada sus peripecias, llevó Sexto a Quinto a una pieza anexa a su dormitorio donde tenía su guardarropa. Sexto empezó a rebuscar entre sus túnicas y cuando se dio la vuelta se encontró con un Quinto desnudo y con una sonrisa traviesa pintada en su cara. Se acercó lentamente a él mientras el noble vinatero miraba embriagado con la boca abierta. Llegado a su vera hizo que se agachara y se la llenó, no le fueran a entrar moscas.

Quinto quedó un poco decepcionado de la flacidez de los caballeros romanos, nada que ver con las rocosas nalgas y fornidos pechos peludos de sus soldados. Pero a pesar de su alto abolengo, o por ello, Sexto se mostraba solícito y servicial en manos de Quinto, quien pensó que una buena cabalgada de vez en cuando tendría a Sexto comiendo en su mano el tiempo que quisiera.

-Querido, ¿has vestido o desvestido a nuestro huésped? – espetó venenosa Gala al ver aparecer a su marido no recuperado del todo del ataque de la caballería íbera.

-Ha sido difícil encontrar túnica a su medida. Es tan poderoso… de espaldas, quiero decir. Acaso haya que mandarle hacer una.

-Qué bien luces, bribón. Con esas galas pareces Ganímedes, el copero de los dioses- comentó Pomponio mientras pasaba revista a Quinto.

-¿No era ese uno que andaba poniendo el culo por las esquinas del Olimpo?- apuntilló Gala

-Sí, su belleza no era codiciada solo por las mujeres, pero Quinto se debe a su arte, a la música y a la poesía.

-Ya me gustaría ver como tocas, que se me antoja que no lo haces del todo mal.

-Señora, cuando quiera me pongo en sus manos y recito al son que usted me marque.

-Bueno bueno, vayamos con la música a otra parte, que la audiencia ya empieza- zanjó nervioso Sexto, que asistía incomodo al coqueteo de su fiel esposa con su nuevo amante, igual de fiel.

lunes, 14 de julio de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Capítulo II: Pomponio



No era necesario tener un espíritu de supervivencia muy desarrollado para imaginar que Roma no iba a dejar sin castigo la descomposición y evaporación de una de sus legiones, por más que los méritos de la Burritrancae solo fueran el trasiego de vinos hasta en las condiciones más adversas. Los Terco, aunque la madre dejó hacer a los aventados conspiradores en la bodega de la taberna, creían estar fuera de peligro, por lo que no tomaron ninguna precaución, no como otros lugareños que levantaron el vuelo por miedo a las águilas romanas.

Cuando la columna de castigo cayó sobre Ventorrillo, Quinto se hallaba con su cítara en el cercano bosque que cerraba el norte del páramo con una verde cenefa llorando a Tíbulo, que había encontrado la muerte por el mismo conducto que tanta vida le había dado a él. Gritos ahogados y carreras truncadas a golpes de espada, cuerpos fríos en las esquinas y fuego en las calles principales, niños llorando solos abandonados de toda esperanza; desde la copa de un haya todo esto vio con ojos alucinados. Al caer la noche lloró al divisar las llamas de la taberna de su madre. Con el alma en vilo fue testigo de cuanta puede ser la crueldad del hombre para el hombre, de cómo un cuerpo bello puede acabar en despojo sanguinolento, como su mundo se hacía pedazos ante sus ojos.

Solo y despavorido como lechuza desplumada pasó la noche en una rama, y el nuevo día le trajo peores noticias. En un altozano cercano los soldados empezaron a crucificar a parte de los hombres del pueblo, su padre entre ellos. Horrorizado ante la loma erizada de cruces y la visión de su padre tiñendo con su sangre la tierra que tanto le había visto sudar, junto a los gritos y súplicas del resto de desgraciados, huyó por un sendero apenas insinuado entre la espesura dirección levante. Más de la mitad de la población de Ventorrillo, todos los hombres que no fueron crucificados y gran parte de las mujeres y niños fueron apresados y vendidos como esclavos. Los romanos bien se guardaron de enterrar en el olvido esta vergonzosa derrota y la villa en adelante fue más fuertemente vigilada desde aquel suceso.

Quinto vagó sin rumbo por los bosques durante varios días , temeroso de soldados y alimañas, alimentándose de bayas y bebiendo de los arroyos. Acostumbrado estaba a tener legionarios a su espalda, pero con intención de empalarle más que de crucificarle. La diosa Fortuna, en un momento, había dado un vuelco a su vida amable y regalada. Ahora el pasado le perseguía y el futuro no existía. Solo por primera vez en su vida, pensó en su madre y hermanos vendidos como esclavos, en el cruel fin de su padre, en Tíbulo muerto en sus brazos, juntos ahora en el seno del Hades. De toda su corta vida solo le quedaban la cítara y la seguridad de que nunca podría volver a Ventorrillo.

Sin saber qué camino tomar, con el corazón lleno de ausencias y miedo, deslizándose como furtivo por lo más umbrío de los bosques, una noche el cansancio le cogió en un pequeño claro cerca de un riachuelo de aguas saltarinas. Con la cítara por almohada, en improvisado lecho de hojas caídas, rumió sus cuitas un rato antes de quedar dormido. Sueños revueltos de rueda de molino le acechaban, parcas locas ríen entre los escombros de la taberna de su madre, brota del trigal de su padre negro aceite de roca que tiñe todo el horizonte.

Pero de repente:

- ¡Despierta, despojo mortal, despierta y besa los pies de tu dios! rastrojo que va barriendo secas barrancas, harapo libidinoso, responde ante mí de tus actos. Tú, que has gozado de amores solo permitidos a los habitantes del Olimpo, tú, que has mancillado cuerpos para ti vedados en vez de ayuntarte con hembras como tu baja condición te impone, sufrirás mi justa ira. Tu nefando amor será tu condenación, hasta el fin de los tiempos padecerás el castigo que te impongo, que tu impúdico miembro sea introducido en loco avispero donde cuenta darán de su vicio, y en el pozo de las almas por toda la eternidad seas aguijoneado sin tregua.

Mientras tales maldiciones caían sobre Quinto, encogido en su agreste lecho, más se acercaba la tonante figura que como uno de los moradores del Olimpo, sino el mismo Júpiter, lucia larga toga alba que la luz de luna envolvía en destellos plateados. Altas botas de lustrosa piel y manto ribeteado en púrpura dotaban al ser de un aura sobrenatural. No había duda, por más que huía de la muerte, allí estaba para llevárselo, su hora era llegada. Cuanto más se acercaba al desvalido Quinto, más aumentaba su pavor al ver un rostro blanco como la porcelana, negras cuencas en vez de ojos y una boca inmóvil a pesar de las maldiciones que como nido de sierpes salían por ella.

Cuando el imponente mensajero del Averno estuvo a un palmo de la boca sin resuello de Quinto, que ya se despedía de este mundo, de todos los cuerpos que había amado y de los que se quedaría sin catar, éste soltó una risotada imponente y dijo:

-Veo que te ha gustado mi monólogo, por todos los sátiros. Llevo días puliéndolo, pero por la cara de susto que has puesto, creo que no he perdido el pulso a la hora de conmover al espectador. Pero dime, ¿qué haces tan solo por estos pagos?

-So… so… soy Quinto Terco, pero, qué es eso que llevas puesto?

- Y yo Pompnio Porto. ¿De dónde has salido, fauno dormilón, que no sabes que esto es una máscara de teatro? Estaba ensayando un fragmento de mi última obra mientras paseaba por el bosque, y hete aquí que me encuentro con un inesperado espectador, aunque dormido, como muchos de los que van al teatro, que solo usan las gradas para roncar. Pero venga, di que haces solo y a deshora.

-Bueno, soy músico ambulante y me cogió la noche sin hallar posada y acampé en este claro. Mintió Quinto mientras se recuperaba de la aparición.

-¿Y solo llevas la cítara por equipaje? Curioso músico que se asusta ante una simple máscara. Pero en fin, por las huecas cabezas de los centauros, vente con nosotros, estamos aquí cerca acampados, y por esta noche te daremos techo y lecho.

No estaba Quinto en condiciones de negarse, y su anfitrión, quitada la máscara, era tan rubicundo como afable. En el camino hacia los dos carros que componían la compañía de Pomponio Porto, explicó éste que eran un grupo de teatro ambulante que había cosechado grandes éxitos en Roma, pero caído en desgracia, se veían obligados a vagar por provincias, donde los brutos indígenas no diferenciaban entre un drama y una pelea de gallos.

-Yo, que he helado la respiración de todo Roma con mis tragedias, que he movido a la risa hasta al mismísimo Augusto con mis comedias, que he inflamado el pecho de las vestales y erizado el rancio pellejo de los senadores, por una pequeña burla hecha a Mecenas tuve que poner tierra de por medio y aquí me ves, cinco años entre la Galia e Hispania llevo, en esta tierra de bárbaros. Pero por el ave fénix que volveré a la Urbe y ceñiré nuevamente los laureles del triunfo, si no yo mismo desplumaré a ese pajarraco.

-Roma, cómo quisiera conocerla! ¿Es verdad que allí hay esclavos nubios que satisfacen hasta deseos que no sabías que existían y que en las villas de la Vía Apia las fiestas duran varios días, animadas por cortesanas griegas y bailarinas de Gades? ¿Que en los grandes banquetes puedes escuchar a Ovidio u Horacio recitando sus versos mientras algún esclavo germano te lame los pies?

-Ya veo lo que te interesa de Roma, truhán. Verdad es, y todo lo que imagines allí se hará realidad, por el ojo bisojo de Polifemo. Lo mejor y lo peor del orbe allí se dan cita: los grandes poetas, los oradores y los generales, junto a judíos estreñidos, charlatanes sicilianos o serviles egipcios. Yo soy el único que falta. Pero dime, jovenzuelo, ¿sabes tocar la cítara o solo la usas como almohada?

-Por supuesto que sé tocarla. Además, compongo versos y yo mismo hago el acompañamiento musical – respondió airado Quinto.

-Llegados al campamento me has de tocar algo, que ando buscando algún número musical con el que acompañar nuestras obras, que los hispanos son muy brutos, y quizás algo de música los amanse.

Sentado al calor del fuego, con un trozo de cecina y un tazón de vino caliente, Quinto se sintió revivir tras los días de acoso sufrido. La compañía de Pomponio estaba formada por otros cinco actores que lo mismo representaban los trágicos amores de Dido y Eneas que hacían juegos malabares, contaban historias picantes o lo que fuera menester con tal de sacarles los sestercios al respetable y a veces irrespetuoso público, al que no le dolían prendas en descalabrarles si lo que veían no era de su gusto. Pomponio se reservaba siempre el papel principal, además de escribirlas, aunque la mayoría de las veces, no vamos a decir todas, se limitaba a copiar a autores latinos más antiguos, y, sobre todo a los griegos. Si los protagonistas se llamaban Euclión y Licónides, por ejemplo, los bautizaba como Marco y Antonio, situaba la acción en Pompeya en vez de Atenas, y ya se adueñaba de la obra. Pero en su destierro íbero ni eso le hacía falta, que los turdetanos, layetanos y demás tribus no aguantaban una obra seguida, que pronto perdían el hilo, se liaban y acababan a pedradas, así que con cuatro parlamentos con mucha floritura hacía la obra.

Turbo Multo, el volatinero y especialista en papeles femeninos, le pasó a Quinto un arenque seco, que parecía que todavía no había puesto su apetito al día. Los demás le preguntaron por su vida, pero bien se cuidó de contar ni media verdad. Dijo que había crecido en el campamento de la Legio VII Gemina y que se había lanzado a conocer mundo tras un desengaño amoroso. Poco convincentes le resultaron a Pomponio esas razones, que el muchacho más parecía un fugitivo del belicoso Marte que de la dulce Venus, pero estaba más interesado en los tizones encendidos que con desparpajo clavaba en él, en su risa franca y socarrona a la vez y en la sensualidad que desprendían todos sus movimientos, por nimios que fueran.

Satisfecho su estómago y reconfortado el espíritu, empezaron a brotar los versos con los que Quinto acompañaba sus melodías a la cítara. En su mayoría epigramas que su querido Tíbulo le había enseñado a componer, llenos de travesuras y lances amorosos, de un deseo ingenuo y a la vez rotundo, de zagal por cuyas venas la pasión de un dios corre, posesivo y juguetón como corzo en la ribera. Melodías sencillas, a veces un simple recitado, convertían sus dichos en verdades cristalinas que regalaba a su audiencia con un tono a ratos jocoso, a ratos lírico. Su público de esa noche, veteranos en mil banquetes literarios, se dejaron llevar por esa voz enmarcada en rizos negros que iba desgranando notas y que cada vez que tañía una en su cítara parecía que también tocaba una secreta cuerda de todos los presentes.

Su lado más cínico salía a relucir cuando de hembras se trataba, con versos como

Yo podía privarme de tu rostro,

De tu cuello, tus manos y tus piernas,

de tus pechos, tu culo y tus nalgas,

y para no esforzarme en dar detalles

prescindir, Cloe, de ti toda entera. (1)

Ya era más de medianoche cuando el viento del sur empezó a acariciar a Quinto desatando todos sus instintos. Pomponio, Turbo, Cándido y los demás estaban fascinados como marineros que se dejan llevar por cantos de sirena. Los cómicos, en su viaje sin fin por calzadas infinitas, sentían por primera vez en mucho tiempo el haber llegado al final de su vagar, tal era la sensación de paz que les embriagaba, mezclada con la tensión sexual que desprendía Quinto. Acabó la noche en brazos de Pomponio, que agradecía a Venus la suerte de encontrar en lo más umbrío del bosque este músico de cítara con el que perderse entre sus cabellos llenos de noche, mientras Quinto volvía a recuperar su fe en el amor del prójimo, últimamente muy vapuleada.

(1) Poema de Marcial, Epigramas, Libro III, LIII