Tirso estaba advertido de como las gastaban con los recién llegados, así que a pesar de lo poco fiable de su benefactor, procuró hacerle caso. Dormía en una habitación mediana con otra docena de huéspedes, en mugrientos jergones desperdigados por destartaladas literas, donde los cuerpos descansaban de los diarios trajines. Siguiendo las recomendaciones de Carancha, púsose boca abajo para esquivar a los tunantes que por las noches zurraban la badana a los estudiantes desprevenidos.
Faltaba todavía para los gallos cantar cuando Tirso percibió meneo en la habitación, además de la habitual serenata de flatulencias y su contrapunto de ronquidos. Se había abierto la veda del novato, pensó, y tieso boca abajo se mantuvo creyendo componer el perfil de estudiante de último grado. Oyó como un desgraciado era despertado al duro son del trancazo en las costillas, y cuando quisiera amonestar del poco tacto a los visitantes, estos le administraron otro en toda la jeta con el que no le quedaron ganas de objetar nada. Al punto sintió que la cuadrilla de desalmados rondaba por su catre y contuvo la respiración, pero tras andar en derredor se largaron a repartir estopa a otro estudiante menos aventajado.
Muy felices se las prometía Tirso por haber dormido boca abajo y no ser levantado a palos, pero vio su gozo en un pozo cuando por la mañana fue a vestirse y no dio con sus ropas. Sotana y manteo habían volado, que mientras intentaba pasar desapercibido, Carancha y Caracandil habían echado mano a sus ropas y a primera hora ya las habían vendido a buen precio. Con un tosco sayal y el culo al aire se encontró sin saber qué hacer, que ir a recibir lección de tal guisa no era decoroso. Acudió a pedir consejo a Gayferos, que ya había embolsado su parte en el negocio, y este le amonestó por su falta de celo.
─Porque si a las primeras de cambio ya perdéis las ropas, luego perderéis la vergüenza, y en perdiendo la vergüenza, ya se sabe, cualquier día os hallo a cuatro patas en una esquina pidiendo guerra, Dios no lo quiera ─le reconvino mientras tiraba del sayal de Tirso por ver sus tiernas posaderas ─. Tenga su merced en consideración que, si le place andar por ahí con una mano delante y otra detrás, quizás alguno caigamos en la tentación de meteros mano ─y Tirso dio un requiebro para evitar el magreo del dómine, que al verse rechazado continuó con semblante adusto. ─Por su bien, confío en su discreción en este asunto, que su falta de diligencia es un descrédito para este establecimiento, donde han residido eminencias que hoy hacen cánones en el Tribunal de la Inquisición y en el Consejo de Arbitrios.
─Siéntolo más que vos, pero ahora me urge algo con que taparme ─se excusó el pollo desplumado. Don Gayferos, dejándole claro que lo hacía porque era de natural magnánimo, vendiole por el doble de su valor una sotana raída que perteneciera a un estudiante que ya se había recibido y que dejara en prenda de sus muchas deudas. Cuando Tirso fue a pagarle semejante ganga, el hospedero se percató de la bolsa que llevaba colgada a la cintura y que sus socios no habían dado con ella.