lunes, 22 de abril de 2024

Obras y amores de Quinto Terco. Capítulo II: Pomponio

No era necesario tener un espíritu de supervivencia muy desarrollado para imaginar que Roma no iba a dejar sin castigo la descomposición y evaporación de una de sus legiones, por más que los méritos de la Barbitúrica solo fueran el trasiego de vinos hasta en las condiciones más adversas. Los Terco, aunque la madre dejó hacer a los aventados conspiradores en la bodega de la taberna, creían estar fuera de peligro, por lo que no tomaron ninguna precaución, no como otros lugareños que levantaron el vuelo por miedo a las águilas romanas.

Cuando la columna de castigo cayó sobre Ventorrillo, Quinto se hallaba con su cítara en el cercano bosque que cerraba el norte del páramo con una verde cenefa llorando a Tíbulo, que había encontrado la muerte por el mismo conducto que tanta vida le había dado a él. Gritos ahogados y carreras truncadas a golpes de espada, cuerpos fríos en las esquinas y fuego en las calles principales, niños llorando solos abandonados de toda esperanza; desde la copa de un pino todo esto vio con ojos alucinados. Al caer la noche lloró al divisar las llamas de la taberna de su madre. Con el alma en vilo fue testigo de cuánta puede ser la crueldad del hombre para el hombre, de cómo un cuerpo bello puede acabar en despojo sanguinolento, cómo su mundo se hacía pedazos ante sus ojos.

Solo y despavorido como lechuza desplumada pasó la noche en una rama, y el nuevo día le trajo peores noticias. En un altozano cercano los soldados empezaron a crucificar a parte de los hombres del pueblo, su padre entre ellos. Horrorizado ante la loma erizada de cruces y la visión de su padre tiñendo con su sangre la tierra que tanto le había visto sudar, junto a los gritos y súplicas del resto de desgraciados, huyó por un sendero apenas insinuado entre la espesura dirección levante. Más de la mitad de la población de Ventorrillo, todos los hombres que no fueron crucificados y gran parte de las mujeres y niños fueron apresados y vendidos como esclavos. Los romanos bien se guardaron de enterrar en el olvido esta vergonzosa derrota y la villa en adelante fue más fuertemente vigilada.

Quinto vagó sin rumbo durante varios días, temeroso de soldados y alimañas, alimentándose de bayas y bebiendo de los arroyos. Estaba acostumbrado a tener legionarios a su espalda, pero con intención de empalarle más que de crucificarle. La diosa Fortuna, en un momento, había dado un vuelco a su vida amable y regalada. Ahora el pasado le perseguía y el futuro no existía. Solo por primera vez en su vida, pensó en su madre y hermanos vendidos como esclavos, en el cruel fin de su padre, en Tíbulo muerto en sus brazos, juntos ahora en el seno del Hades. De toda su corta vida solo le quedaban la cítara y la seguridad de que nunca podría volver a Ventorrillo.

Sin saber qué camino tomar, con el corazón lleno de ausencias, deslizándose como un furtivo, una noche el cansancio le cogió en un pequeño claro cerca de un riachuelo de aguas saltarinas. En improvisado lecho de hojas caídas rumió sus cuitas hasta quedar dormido. En sueños, parcas locas reían sobre los escombros de la taberna de su madre, del trigal de su padre manaba negro aceite de roca que teñía todo el horizonte.

Pero de repente:

─ ¡Despierta, despojo mortal, despierta y besa los pies de tu dios! rastrojo que va barriendo secas barrancas, harapo libidinoso, responde ante mí de tus actos. Tú, que has gozado de amores solo permitidos a los habitantes del Olimpo, tú, que has mancillado cuerpos para ti vedados en vez de ayuntarte con hembras como tu baja condición te impone, sufrirás mi justa ira. Tu nefando amor será tu condenación, hasta el fin de los tiempos padecerás el castigo que te impongo: que tu impúdico miembro sea introducido en loco avispero donde cuenta darán de su vicio, y en el pozo de las almas por toda la eternidad seas aguijoneado sin tregua.

Mientras tales maldiciones caían sobre Quinto, encogido en su agreste lecho, más se acercaba la tonante figura que como uno de los moradores del Olimpo, sino el mismo Júpiter, lucia larga toga alba que la luz de luna envolvía en destellos plateados. Altas botas de lustrosa piel y manto ribeteado en púrpura dotaban al ser de un aura sobrenatural. No había duda, por más que huía de la muerte, allí estaba para llevárselo, su hora era llegada. Cuanto más se acercaba al desvalido Quinto, más aumentaba su pavor al ver un rostro blanco como la porcelana, negras cuencas en vez de ojos y una boca inmóvil a pesar de las maldiciones que como nido de sierpes salían por ella.

Cuando el imponente mensajero del Averno estuvo a un palmo de la boca sin resuello de Quinto, que ya se despedía de este mundo, de todos los cuerpos que había amado y de los que se quedaría sin catar, éste soltó una risotada imponente y dijo:

─Veo que te ha gustado mi monólogo, por todos los sátiros. Llevo días puliéndolo, pero por la cara de susto que has puesto, creo que no he perdido el pulso a la hora de conmover al espectador. Pero dime, ¿qué haces tan solo por estos pagos?

─So… so… soy Quinto Terco, pero ¿qué es eso que llevas puesto?

─ Y yo Pomponio Porto. ¿De dónde has salido, fauno dormilón, que no sabes que esto es una máscara de teatro? Estaba ensayando un fragmento de mi última obra mientras paseaba por el bosque, y hete aquí que me encuentro con un inesperado espectador, aunque dormido, como muchos de los que van al teatro, que solo usan las gradas para roncar. Pero venga, di que haces solo y a deshora.

─Bueno, soy músico ambulante, me cogió la noche sin encontrar posada  y usé este claro para descansar —mintió Quinto mientras se recuperaba de la aparición.

─ ¿Y solo llevas la cítara por equipaje? Curioso músico que se asusta ante una simple máscara. Pero en fin, por las huecas cabezas de los centauros, vente con nosotros, estamos aquí cerca acampados, y por esta noche te daremos techo y lecho.

No estaba Quinto en condiciones de negarse, y su anfitrión, quitada la máscara, era tan rubicundo como afable. En el camino hacia los dos carros que componían la compañía de Pomponio Porto, explicó éste que eran un grupo de teatro ambulante que había cosechado grandes éxitos en Roma. Caídos en desgracia, se veían obligados a vagar por provincias, donde los brutos indígenas no diferenciaban entre un drama y una pelea de gallos.

─Yo, que he helado la respiración de todo Roma con mis tragedias, que he movido a la risa hasta al mismísimo Augusto con mis comedias, que he inflamado el pecho de las vestales y erizado el rancio pellejo de los senadores, por una pequeña burla hecha a Mecenas tuve que poner tierra de por medio y aquí me ves, cinco años entre la Galia e Hispania llevo, en esta tierra de bárbaros. Pero por el ave fénix que volveré a la Urbe y ceñiré nuevamente los laureles del triunfo, si no yo mismo desplumaré a ese pajarraco.

─ Roma, ¡cómo quisiera conocerla! ¿Es verdad que allí hay esclavos nubios que satisfacen hasta deseos que no sabías que existían y que en las villas de la Vía Apia las fiestas duran varios días, animadas por cortesanas griegas y bailarinas de Gades? ¿Que en los grandes banquetes puedes escuchar a Ovidio u Horacio recitando sus versos mientras algún esclavo germano te lame los pies?

─Ya veo lo que te interesa de Roma, truhan. Verdad es, y todo lo que imagines allí se hará realidad, por el ojo bisojo de Polifemo. Lo mejor y lo peor del orbe allí se dan cita: los grandes poetas, los oradores y los generales, junto a judíos estreñidos, charlatanes sicilianos o serviles egipcios. Yo soy el único que falta. Pero dime, jovenzuelo, ¿sabes tocar la cítara o solo la usas como almohada?

─Por supuesto que sé tocarla. Además, compongo versos y yo mismo hago el acompañamiento musical – respondió airado Quinto.

─Llegados al campamento me has de tocar algo, que ando buscando algún número musical con el que acompañar nuestras obras, que los hispanos son muy brutos, y quizás algo de música los amanse.

Sentado al calor del fuego, con un trozo de cecina y un tazón de vino caliente, Quinto se sintió revivir tras los días de acoso sufrido. La compañía de Pomponio estaba formada por otros cinco actores que lo mismo representaban los trágicos amores de Dido y Eneas que hacían juegos malabares, contaban historias picantes o lo que fuera menester con tal de sacarles los sestercios al respetable y a veces irrespetuoso público, al que no le dolían prendas en descalabrarles si lo que veían no era de su gusto. Pomponio se reservaba siempre el papel principal, además de escribir las obras. La mayoría de las veces, no vamos a decir todas, se limitaba a copiar a autores latinos y griegos más antiguos. Pero en su destierro íbero ni eso le hacía falta, que los turdetanos, layetanos y demás tribus no aguantaban una obra seguida, que pronto perdían el hilo, se liaban y acababan a pedradas, así que con cuatro parlamentos con mucha floritura hacía la obra.

Turbo Multo, el volatinero y especialista en papeles femeninos, le pasó a Quinto un arenque seco, que parecía que todavía no había puesto su apetito al día. Los demás le preguntaron por su vida, pero bien se cuidó de contar ni media verdad. Dijo que había crecido en el campamento de la Legio VII Gemina y que se había lanzado a conocer mundo tras un desengaño amoroso. Poco convincentes le resultaron a Pomponio esas razones, que el muchacho más parecía un fugitivo del belicoso Marte que de la dulce Venus.  Los tizones encendidos que con desparpajo clavaba en él, su risa franca y socarrona a la vez y la sensualidad que desprendían todos sus movimientos tenían embelesado al actor.

Satisfecho su estómago y reconfortado el espíritu, empezaron a brotar los versos con los que Quinto acompañaba sus melodías a la cítara. En su mayoría epigramas que su querido Tíbulo le había enseñado a componer, llenos de travesuras y lances amorosos, de un deseo ingenuo y a la vez rotundo, de efebo por cuyas venas la pasión de un dios corre, posesivo y juguetón como corzo en la ribera. Melodías sencillas, a veces un simple recitado, convertían sus dichos en verdades cristalinas que regalaba a su audiencia con un tono a ratos jocoso, a ratos lírico. Su público de esa noche, veteranos en mil banquetes literarios, se dejaron llevar por esa voz enmarcada en rizos negros que iba desgranando notas y que cada vez que tañía una en su cítara parecía que también tocaba una secreta cuerda de todos los presentes.

Su lado más cínico salía a relucir cuando de hembras se trataba, con versos como

Yo podía privarme de tu rostro,

De tu cuello, tus manos y tus piernas,

de tus pechos, tu culo y tus nalgas,

y para no esforzarme en dar detalles

prescindir, Cloe, de ti toda entera. (1)

Ya era más de medianoche cuando el viento del sur empezó a acariciar a Quinto desatando todos sus instintos. Pomponio, Turbo, Cándido y los demás estaban fascinados como marineros que se dejan llevar por cantos de sirena. Los cómicos, en su viaje por calzadas infinitas, sentían por primera vez en mucho tiempo el haber llegado al final de su vagar, tal era la paz que les embriagaba, mezclada con la tensión sexual que desprendía Quinto. Acabó la velada en brazos de Pomponio, que agradeció a Venus la suerte de encontrar en mitad de la noche a un Ganímedes que ardía sin consumirse entre sus brazos, mientras Quinto volvía a recuperar la fe en el amor del prójimo, últimamente muy vapuleada.

(1) Poema de Marcial, Epigramas, Libro III, LIII


 

lunes, 8 de abril de 2024

Obras y amores de Quinto Terco. Capítulo I: Ventorrillo


 

Era Ventorrillo en el siglo I antes de nuestra era un villorrio tiempo ha conquistado por los romanos, ciertamente sin gran oposición. Al ver a las legiones en el horizonte del Páramo, Verdejo, caudillo del pueblo, tomó la valiente decisión de iniciar una larga galopada que no cesó hasta Finisterre. El resto de los aborígenes, viendo que Valdenabo, la siempre vil, villa vecina y rival ancestral por hacerse con la preeminencia en el Páramo, se resistía al invasor, decidieron tomar partido por el senado y el pueblo de Roma. Cualquier cosa con tal de no estar en el mismo bando que sus vecinos. Intentaron ganarse la benevolencia de los conquistadores con ofrendas a base de huevos de toro y cabezas de gallinas, que fueron tomadas por éstos como una muestra más de barbarie, como el dormir entre vacas y cerdos o las peleas de barrigazos los días de fiesta.

Augusto el dios regía las vidas de todos los pueblos que se bañaban en el mediterráneo, y también las de los de secano como Ventorrillo, cuando una noche de simún abrasador, viento desértico, tórrido y tormentoso, sensual e inquieto, vino al mundo tras la barra de la taberna que regentaba su madre el primer hijo ilustre de Ventorrillo, Quinto Terco. Este viento, que rara vez se deslizaba por aquellas calles, insufló en nuestro héroe una pasión desmedida por los placeres de la vida, una lívido en constante ebullición, difícil de contener y que haría de hombres y mujeres objeto de su desbocado deseo. Sus ojos tensos y vibrantes encerraban toda la profundidad y la magia de los grandes mares de arena, su mirada desarmaba voluntades y desnudaba conciencias, dejándolas a su merced. Lleno de esa sed de absoluto de los desiertos de oriente, Terco se inclinó desde niño por las artes, ora la lira ora la pluma, como manera de apaciguar un alma abrasada por ansias sin fin y deseos sin freno.

Fue su padre uno de los primeros en gozar de la alta tecnología romana y arrear con el arado surco arriba surco abajo de sol a sol. Mientras Pinto Terco llenaba los graneros del imperio, su esposa Marcia llenaba los buches de sus legionarios, a la sazón acantonados en sus alrededores, pues la música misteriosa que a veces poseía a los del pueblo hacía conveniente una vigilancia diligente. Los hombres de la Legio XIII Barbitúrica Augusta, curtidos en mil figones y victoriosos en otras tantas tabernas, velaban por los intereses de Roma apurando los cálices hasta el fondo.

Desde una de esas cavernas convertida en taberna, Marcia intentaba sacar adelante a su numerosa prole con todas las artimañas posibles. Era uso de la época beber el vino rebajado con agua, pero Marcia era más partidaria del agua con vino, que dejaba más ganancia. Alguna vez acabó de los pelos en mitad del foro o con un ánfora por sombrero por estas pequeñeces. Tampoco ayudaba la costumbre que tenían sus hijos de aligerar las bolsas de los parroquianos cuando iban muy cogorzas, pero pronto volvían las aguas a su cauce.

Era Marcia poco agraciada aunque de natural generoso, lo que la llevaba a repartir sus atenciones y su cuerpo con todo aquel dispuesto a ofrecer una pequeño estipendio. Si Mesalina tiempo después fue capaz de yacer en una noche con toda la guardia pretoriana, Marcia hizo lo mismo con una centuria completa, abriendo al día siguiente el tugurio como si tal cosa.

En este ambiente tan varonil pasó sus primeros años Quinto, ayudando en las tareas del campo y en la tasca, donde aprendió el latín patibulario con el que tiempo después escribiría sus más famosos epigramas. Aunque la economía familiar no fuera muy boyante, acudió a una escuela regentada por un legionario ya retirado, donde a base de coscorrones y sopapos aprendió los rudimentos de la escritura. El continuo contacto con la soldadesca terminó de completar su formación, que la ociosidad en la que vivía la Barbitúrica hizo que los legionarios menos brutos enseñaran a Quinto lo mejor de la poesía que llegaba de Roma. Aprendió las canciones que se oían en los teatros o las leyendas de los grandes dioses del Olimpo, revestidos con esa dignidad y magnificencia de la que carecían los dioses locales, siempre con olor a humedad y mugre. Poco a poco fue llenando su mente con aquellos lugares que se le antojaban de otro mundo: Alejandría con su casi infinita biblioteca, Atenas y sus jardines donde habitaba la sabiduría, Roma, la capital del mundo y de los placeres.

Sudar la gota gorda bajo el sol del Páramo pronto se le reveló que no era para él, por lo que puso más empeño en secundar a su madre en su noble oficio. Entre odres y cálices de la taberna, tablillas de cera donde aprendió a sumar y restar, tardes en las bulliciosas calles de la próspera Ventorrillo jugando con escudos y espadas de madera, y noches oyendo las historias de los legionarios, que ahítos de vino daban rienda suelta a su morriña, fueron pasando los primeros años de Quinto. Como las abejas, fue libando el néctar de las más hermosas flores que en el jardín de su infancia crecieron, para con él hacer la dulce miel que llenó su alma chica.

No bien cumplidos los catorce años Tíbulo, un rocoso mocetón de Padua, le puso con el culo en pompa mirando para la Tarraconense, dejando indeleble recuerdo en Quinto, que en cuestión de amores siempre prefirió ser vaina antes que espada. Sus cuatro hermanos se solían mezclar entre la clientela para aligerarla de cualquier objeto que consideraran prescindible. Quinto prefería deslizar sus manos bajo túnicas y armaduras, escuchar antiguas historias de la guerra de la Galia mientras los veteranos jugaban a los dados, y acabar las noches entre los brazos de Tíbulo, que le prometía llevarlo a su tierra cuando se licenciara. Saciados de amor y vino les encontraba el alba la mayor parte de los días. En su pequeño nido de amor hecho en la trastienda de la taberna soñaba el efebo, el cuerpo pegado a su legionario y su mente vagando por esos mundos lejanos y misteriosos, promesas de lujo y sofisticación, días de placeres, noches de lujuria.

El año nueve antes de nuestra era, fue enviado Varo como legado imperial a Germania con el objetivo de acabar de someter la región recién conquistada para Roma. Pero los germanos tenían otra opinión sobre el asunto, y en el bosque de Teotoburgo emboscaron y dieron matarile a tres legiones con su general al frente. En la vorágine de la carnicería se formó un ramalazo de viento huracanado que dejó las selvas germánicas para acabar reverberando bajo las grutas de Ventorrillo, poseyendo a sus hasta ese momento pacíficos habitantes, que se vieron impelidos a zafarse del yugo romano.

Amaneció el día como tantos, y cuando el sol estaba en lo alto, todas las tabernas del pueblo estaban llenas con los legionarios ociosos dispuestos a trajinar el vino del lugar, de bronco paladar. Pero esta vez el vino iba mezclado con bilis de salamandra y leche avinagrada de burra, cuyo efecto laxante es tal que hace imposible que le pare en el cuerpo nada al desgraciado que lo ingiera. Pronto las letrinas se vieron desbordadas de legionarios tan sueltos de vientre que muchos murieron con el culo pegado a ellas. Emponzoñaron también los aljibes que surtían los cuarteles de la legión, con lo que al cabo de una semana no quedaban en pie más de medio centenar de soldados de olor apestoso que fueron rematados sin problemas a golpes de azada. Con esta estratagema, Ventorrillo se adelantó en siglos a lo que sería conocida como guerra química.