Las razones
esgrimidas para finiquitar un matrimonio suelen ser la incompatibilidad de
caracteres, el distanciamiento emocional, que te encuentras a la mujer en una
situación comprometida con el butanero, o como le ocurrió a la más grande, que
se acaba el amor de tanto usarlo. Pero los hay que hilan más fino y buscan
culpables fuera de los muros conyugales. John Devaney, de Rhode Island, allá en
los Estados Unidos, encontró su chivo expiatorio en la campana de su vecina
iglesia, que según sus cuentas repiquetea unas setecientas veces por semana.
Para el desdichado John más que tocar a gloria le tocaban la moral, pues
interrumpía sus pensamientos, sueños y relaciones familiares, hasta el punto de
ser la culpable de su divorcio.
Como ven,
este hombre oía campanas y bien sabía dónde, tanto que le ha metido un pleito a
la iglesia que no sabemos cómo acabará. La congregación ha emitido un
comunicado en el que afirman que rezarán un padrenuestro por la paz y mundial,
y de paso otro porque reine también en la casa de Devaney. Mejor se
buscan un buen abogado, que cuando su campana suena a alguno le llevan los
demonios.
La serena
imagen del abigarrado caserío a la sombra protectora de la torre de la iglesia
parece perderse en las nieblas del ayer. Los monótonos tañidos del bronce del
campanario marcaban el lento caminar de las horas y los días. Hoy, hasta ese
reducto de un tiempo ya pasado es capaz de enervar. La pregunta ya no es por
quién doblan las campanas, si no por qué.