Si el equipo médico habitual emitiera un parte sobre mi estado, concluirían con un pronóstico reservado, pues tampoco es plan de ir aireando por ahí las miserias de uno. No sé lo que tardé en despertar, pero si recuerdo que me dolían hasta los pelos de la nariz. Tenía un ojo cerrado y el otro con la persiana a medio echar. La boca era un charco de sangre, varias costillas parecían rotas, me ardía la entrepierna y las esposas me desgarraban la muñeca, cosida a la pared. No sé lo que piensa un toro tras el castigo, pero yo hervía de mala hostia. Sabía que éste no era un caso normal, pero la paliza que me habían dado por un maldito toro era demasiado. Quizás tendría que haber mandado a paseo a Curro Cuenca y sus ínfulas de artista sacerdote, su arrogancia al creerse el único garante de la tauromaquia. Pero fui un inocente por no tomar más precauciones al entrar en el territorio del señorito Guindi, acostumbrado a hacer su voluntad sin reparar en los medios. Suponía que ese toro era más de lo que aparentaba, pero por mucho que me quisieran vender la moto de que lo que les separa eran estilos distintos, lo que les unía de verdad era la vanidad, ese mirarse por encima del hombro. Muy humano, y muy torero, pero a mí no me iban a torear. A estos desgraciados les iba a salir cara la sangre que estaba escupiendo.
Lo dicho, la mala hostia te hace sacar fuerzas de donde sea, pero antes necesitaba maña para soltarme las esposas. Tras dejarme fuera de combate, me habían levantado el móvil, la pipa y todo lo demás, pero uno siempre tiene recursos. En el interior del cinto llevaba camufladas unas ganzúas y un pequeño punzón, mi equipo de bricolaje. En otra situación la cerradura de las esposas me hubiera durado menos que un jersey de Lacoste en la puerta de un colegio del Opus, pero magullado y con la mano izquierda tuve que armarme de paciencia hasta que me solté.
Con la puerta tuve peor suerte, era de metal y la habían trincado por fuera con un candado. Asomé el ojo sano al ventanuco para hacerme con la situación. Estaba en medio del fregado, a unos trescientos metros se veía el tentadero al que le habían añadido dos graderíos portátiles. La expectación por la corrida del día siguiente era patente en el público que pululaba por la zona, de los que van a lucir palmito en las entradas de barrera. Gente guapa para la que los toros es un acto social donde lo menos interesante ocurre en la arena. Ante la corrida del milenio, en rigurosa exclusiva para la élite de la élite, donde se lidiaría un toro mítico, todo el que era alguien pagó lo que fuera para poder decir yo estuve allí. Y el Guindi frotándose las manos.
En dirección contraria y solo de refilón se adivinaba el palacete que servía de humilde morada al dueño de la Imperiosa, y que parecía ser su residencia habitual, mas algún otro edificio auxiliar. Aunque mi habitación era pequeña y llena de mierda, estaba en algún tipo de almacén o garaje, pues llegaban lejanos ruidos de motores y trajines varios. Visto que no podía salir y lo de pedir ayuda mejor lo descartaba, solo me quedaba esperar a que alguno apareciera por allí para sugerirle amablemente que me franqueara el paso. Me senté en la pared hacia la que se abría la puerta con la banqueta a mano y me puse a esperar.
Toda la tarde estuve en ello, dolorido, hambriento y con un humor de perros. Estos tipos pensaban matarme de hambre o se habían olvidado de mí, normal por otro lado con tantos invitados. Suponía que tras la lidia de Gerión me soltarían, pero mejor no dar nada por sentado. Las horas pasaron largas y lentas, se fue el sol y la noche se echó encima mientras yo desesperaba. Di varios cabezazos de cansancio, un par de veces se oyeron ruidos detrás de la puerta, pero la puta de ella seguía cerrada. Cuando ya empezaba a maldecir hasta la tercera generación de la familia política de Don Esteban, oí como soltaban el candado. A pesar de mis costillas me puse en pie a la voz de ya banqueta en mano. La habitación estaba a oscuras y el que entraba no podía ver al primer golpe de vista que me había desatado. La aticé sin compasión y por detrás, que cuando no queda otra no es cobardía sino necesidad. Reconozco que lo hice a gusto, sobre todo al ver que era el flaco que me había zurrado por la mañana. Venía solo y no le dejé opción, al tercer banquetazo descompuso la figura y cayó como un trapo. Para que viera que a pesar de todo no le guardaba rencor, le cedí mi puesto al lado de la argolla y le amordacé con la manga de su camisa rasgada para la ocasión.
Hecho esto, salí a husmear. Como había supuesto estaba en una nave utilizada para guardar maquinaria. Se veían varios tractores, aperos y herramientas. Me aseguré de que el flacucho no tuviera ningún compinche cerca y luego estudié el perímetro. La planta baja del palacete hervía de actividad. El anfitrión daba una fiesta a sus invitados, lo menos que se puede hacer cuando les ha metido la clavada del siglo por unas entradas. Y yo tengo que aguantar a los que se quejan porque les cobras diez o veinte euros más en la reventa. Por la parte del tentadero en cambio reinaba la tranquilidad. Volví al interior de la nave rumiando como podía dejar al Guindi compuesto y sin toro. No sabía si en las cuadras de la pequeña plaza, donde suponía que estaba Gerión, habría vigilancia. Igual no, ahora que me creían neutralizado. Quizás me tendría que haber ceñido al contrato, buscar un teléfono y llamar a Curro Cuenca, darle el paradero y pasarle la dolorosa, pero a mí nadie me patea los huevos y se va de rositas. Además, dudaba mucho de que al maestro de la cara de palo le diera tiempo a salvar su propiedad, y a mí el cuerpo me pedía marcha.
Estuve dando vueltas por la nave. En una esquina encontré un enorme depósito de gasoil. Recordé haber visto por ahí una bombona de butano, y en unas estanterías llenas de polvo di con un quemador de gas. Se iban a enterar éstos por qué mi primo era el terror del quinto de zapadores.
Conecté el quemador de gas portátil a la bombona de butano y lo apunté al depósito de gasoil, cuyas paredes eran de plástico duro. Lo encendí y fijé bien para que fuera poco a poco calentando el líquido hasta la temperatura en que se vuelve inflamable y saltara todo por los aires. Le iba a poner al señorito Esteban los tractores en la órbita de Plutón, para que supiera que con Mat Carrasco no se juega.
8 comentarios:
Alguna vez he soñado con la rebelión de los toros, cosa harto difícil... como la rebelión de los débiles, no creo que haya mucha diferencia.
Ya se ve que Mat Carrasco tiene recursos y no ha perdido la dignidad. La santa mala leche es útil cuando más se necesita, y yo que me alegro. Esperamos con ganas ver cómo se desarrollan los acontecimientos.
Matt Carrasco es un hombre voluntarioso y paciente con su taburete en la mano esperando a los malos. Tanto sufrimiento merece recompensa cuando llegue el gran momento de la gran corrida por tantos tan esperada.
Bien, bien, empieza la fiesta. La nacional no, la otra. Por lo menos el malvado empresario sin escrúpulos va a tener un desfase entre lo que ha cobrado por las entradas y el destrozo de las infraestructuras. Algo es algo...
@ U-topia:
Quizás veamos ese día, no hay que perder la esperanza
@Rodión:
La ira bien encauzada es un arma poderosa, como verás en la última entrega.
@ Rick:
Después de la visita de Mat le va a costar cuadrar las cuentas.
@ doctor Krapp:
Un taburete bien utilizado sienta cátedra.
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