‒ ¿Qué sabe usted de toros?
‒ Que les gustan las vacas.
Vale, tendría que haber andado con más tiento ante el maestro, pero para mí el arte de la muleta y el de la cerámica etrusca eran igual de misteriosos, y no quería que se hiciera ilusiones conmigo. Se me quedó fijo, con un rictus de estatua de cera que cría polvo en la esquina de un museo. Éste me larga pensé, arrepentido por dejar hablar sola a mi bocaza. Siguió mudo un instante más y dijo:
‒Poco es.
‒Me apaña.
Curro Cuenca, sin mover un músculo, siguió sopesando si me daba el trabajo o con la puerta en las narices. Darío, el colega que me había recomendado ante esta vieja gloria, que malvive en una tasca frente a la plaza y al que de vez en cuando le ayudo con la reventa, decía que en su buena época, nada más poner un pie en el ruedo se hacía el silencio, y hasta el toro parecía pedirle permiso para saltar a la arena. De delgado que era se diría que estaba siempre de lado, recién afeitado a pesar de lo tarde de la hora y envarado en un confortable sillón. Al fondo de sus cuencas sus ojos escudriñaban con un brillo obsesivo. Hasta con un batín algo usado al lado de la chimenea apagada era la estampa de la autoridad. Vestido de picoleto acojonaría. Según Darío fue uno de los grandes en esto del toreo, pero llevaba mucho tiempo retirado y pocos se acordaban de él.
‒Necesito que encuentre a un toro.
Ole con el encarguito. En esta profesión me ha tocado buscar de todo, desde la dentadura postiza de un grande de España algo despistado hasta la muñeca hinchable de aquel majara que se iba a tirar al tren porque no podía vivir sin ella, pero un toro me venía un poco grande.
‒ ¿Suele perder toros a menudo?
‒No. Me lo han robado.
‒ ¿Sospecha de alguien?
‒Sí, de mi mayor enemigo. ‒Ahí empecé a dudar de si el impávido viejo sufría delirios de grandeza o demencia senil. Creo que algo notó en mi gesto, y esa cara que no había vuelto a sonreír desde la elección de Naranjito como mascota del mundial se contrajo en un gesto de ira reprimida.
‒ ¡Sí, tengo muchos enemigos! El planeta taurino está lleno de hijos de Caín, y si has intentado mantenerte al margen de sus tejemanejes, no te perdonan.
‒Pero usted tiene la finca llena de toros. Qué más le da uno más o uno menos.
‒Gerión no es un toro cualquiera.
‒Y dice que se lo ha robado su mayor enemigo, que es...
‒El Guindi. Quizás le suene.
‒Va a ser que no ‒mentí. Otro de su quinta, que en los setenta se hartó de dar vueltas al ruedo y ganar dinero, pero era para ver si soltaba prenda, que Curro era un hombre de palabra, una de cada vez.
‒Hace más de treinta años estábamos los primeros en el escalafón, pero nunca congeniamos. Siempre intentó hundirme, y sigue en ello.
‒ ¿Robándole un toro?
‒ ¡Es el trabajo de toda mi vida! ‒se levantó ágil y se fue hacia la ventana desde la que se divisaba parte de su finca. A pesar de ser un hombre acostumbrado a contener sus emociones, se le veía presa del nerviosismo. Los ojos se movían inquietos, de su pelo teñido caían gotas de sudor, en los bolsillos del batín se notaban sus puños apretados.
‒Como no se explique mejor poco voy a poder hacer por usted. ‒Siguió paseando por la sala, que tenía más metros que mi piso y el del vecino juntos, sopesando qué contarme. Al rato pareció haber tomado una decisión y volvió al sillón al lado de la fría chimenea.