lunes, 8 de octubre de 2018

El sindiós de la virgen remendada y otros sabrosos sucesos (I)


─No he de callar, por más que con el dedo silencio avises o amenaces miedo, cagarruta marrullera, que lo que aquí cuenta este cativo es moco de pavo al lado del agravio por mi sufrido, que se me abren las carnes de verme con semejante baldón para toda la vida ─estalló el otro querellante, tras malamente aguantarse callado mientras Pedro Viejo contaba su perra vida. ─A mí no me asustan tus juramentos, cazurra carapús, y si este caballero tiene lo que hay que tener, os enterrará vivas para que purguéis vuestras muchas maldades.

─Al menos nos enterrarán como a buenas cristianas, no como tú, que no hay ataúd en el que coja tu cornamenta, cabrón desorejado, Santa Enema te mate a retortijones ─gritó Fuenseca mientras con los dedos marcaba el nefando signo de los maridos burlados. Verlo el otro y lanzarse a darle puñadas a la vieja todo fue uno, menos mal que Flequillo Flojo estuvo al quite y le puso en los morros a Flameada, dejándolo como un flan.

—No toleraré que se vitupere de balde a ninguna de estas damas, así que diga en qué le agraviaron y ya se verá de quién es la razón —le exigió Flequillo.

—No hablamos de agravios sino de mi honra, por estas trotaconventos pisoteada —díjole ofuscado el villano, un ojo puesto en Flameada y el otro en Fuenseca.

—Mucho hablas de honra cuando lo que te interesaba era la dote de Marica, comezurullos, San Falopio nos libre de energúmenos como tú, que lo único que hacen es ocupar sitio en este mundo estando el infierno medio vacío —atacó la vieja.

—Yo quería casamiento honroso y acabé siendo el hazmerreír de todo Peralejos.

—Pues si contara su caso quizás riéramos todos —terció Bernal.

—Ya me gustaría verle en un mal paso como el mío, señor bromista —le dijo al escudero. Luego se volvió hacia Tirso para narrarle sus desventuras, pero de vez en cuando amagaba con subirse al carro a repartir estopa. —Yo soy Pablo Pando, honrado labrador que nunca a una moza miré, que solo labrar la tierra era mi ejercicio. Como soy laborioso, en mi casa siempre han entrado más reales de los que han salido, por lo que tengo un mediano pasar, y muy contento me veía. Pero un día en mi casa se presentó Manrique, el padre de Marica, para proponerme matrimonio con la hija de sus ojos. El muy taimado me embaucó diciendo que Marica no hacía más que suspirar por mí, que me veía buen mozo, y que con las tierras que me diera en dote muchos reales entrarían en mi casa.

—¿Y aparte de los reales, qué opinión os merecía Marica? —preguntó Tirso.
—Pues que era garrida y era la hija de Manrique, cosa que a mí me bastaba.
—Pues la moza sigue igual de garrida y sigue siendo la hija de su padre, cernícalo, ¿dónde está el problema? —le gritó la vieja.
—El problema es que yo daba por sentado que era moza decente, pero con ciento había yacido ya. Y como su padre temía que descubriera lo casquivana que es su hija, llamó a estas dos trapaceras para que remendaran el virgo de Marica, que estaba más perdido que el de la abuela de Don Pelayo.
—¿Es eso posible? —preguntó Flequillo Flojo extrañado.

lunes, 1 de octubre de 2018

En el que se topan con damas poco corrientes y amantes corridos (IV)

—Pues haber dicho antes de que aflojara la mosca que el filtro no haría efecto en mí. Pero sí que lo hizo, sí. Al caer la tarde decidí acercarme a la calle donde mi amor mora, con la faja y los calzones bien empapados de Adamamozas, por ver si Mari Toda cambiaba de parecer al verme. Pero hete aquí que según me iba acercando a su casa me iban siguiendo los perros que me veían pasar, y no con buenas intenciones no, todos con el rabo tieso y con la intención de ponerme a cuatro patas. Cuando me di cuenta tenía cien chuchos encelados detrás de mí con intención de cubrirme. Yo quise espantarlos, pero la jauría no hacía más que aumentar. No me quedó no otro remedio que echar a correr por darles esquinazo, y con el apuro de la situación corrí toda la calle donde vive Mari Toda, que de una pieza quedose al verme delante de todos los perros del pueblo aullando y babeando detrás mío, con lo cual la poca consideración que me tenía se perdió por culpa de las malas artes de estas malditas.
—Adamamozas es un filtro que solo efecto hace si la mujer es de vuestras hechuras, echadle la culpa a vuestra falta de dotes y no al filtro —intentó explicarle Fuensanta.
—¿Acaso decís que solo sirvo para los perros, casquivana? Pasé la noche a las afueras del pueblo subido a un árbol, con todos los perros de Peralejos jadeándome debajo. Al fin tuve que echarles la faja y los calzones para que se olvidaran de mí. Menuda montaron, todos ladrando y frotándose contra mis ropas, que quedaron hechas trizas. Volví burlado y con el culo al aire a mi casa. Aún hoy cuando me ven a mi persona se quieren arrimar y se me agarran a las piernas, que ayer crucé toda la calle real arrastrando un galgo que me trincó. Antes todos me llamaban Pedro Viejo, ahora por Perro Viejo me conocen, que de muy malas pulgas me pone.  Y para colmo, cuando crúzome con Mari Toda, me mira como a chucho sarnoso.
—Al menos podrá decir que si no folgó no fue por falta de ocasión —comentó Bernal, que a duras penas aguantaba las carcajadas.
—Así te trinque algún podenco y te dé por donde más duela —dijo el otro airado.
—Muchas son las locuras que cometemos cuando andamos enamorados —intercedió Flequillo Flojo para templar gaitas — y muchas tales en las novelas de caballería se pueden leer, como cuando Don Farlopín de Finisterre cantó bajo el balcón de la su dama noventa y ocho motetes seguidos, que dicen los anales que la pobre en todavía no se ha repuesto de la impresión, y otros tales por el estilo. Pero tengo yo por cierto que lo que en verdad enamora es nuestra disposición y catadura, y no cosas accesorias. Si la vuestra se mostraba con vos esquiva, no hay filtro ni afeite que lo remedie.
—¡Entonces que estas berzotas me devuelvan el dinero! —ladró Perro Viejo.
—Devuélvenos el filtro —dijo Fuensanta.
—Ya lo gasté, como pueden atestiguar todos los perros de Peralejos.
—El filtro vales sus reales hacerlo, si no lo hay vete a lamerte a otra parte.
—Amigo enamorado —zanjó Tirso — de este caso tenemos que sacar la lección de que en cuestiones de amores solo sirve mostrarse cual uno es y dejarse de triquiñuelas. Vea que yo enamoré a mi Doña Brisilda al saber ella que seguiría la secreta senda de los pocos sabios que en este mundo han sido, y no por otras prendas. Y que si esa moza no os quiere, otra os ha de querer.
—Y si no, siempre podéis confiaros a un buen galgo —remató Bernal.