lunes, 14 de noviembre de 2016

Perro ADN

pelanas
Una de las actividades que más enaltece al ser humano es la de recoger mierda por la calle. Evidentemente, no cualquiera. El zurullo del gamberro del vecino plantado en el banco del parque ni tocar,  la deposición diarreica de la abuelita a la que le da un apretón al doblar la esquina ni hablar. Nos referimos a la mierda del mejor amigo del hombre. Al ver a cualquier dueño limpiando las deposiciones de su animal en la vía pública comprendemos que hemos llegado al cénit  de la civilización, que el merecido fin de la humanidad es el de recoger excrementos caninos. Llegamos a una nueva era, ha desaparecido el homo sapiens, el homo canis está en la cúspide de la pirámide evolutiva, desde donde se entregará en cuerpo y alma al solaz de esos animales que les lamen las manos y nunca los ponen en duda. Para qué interactuar con sus semejantes si pueden tener un chucho que siempre le dirá lo que quieren oír. 
El problema es que entre la legión de personas con debilidades caninas las hay incívicas que ponen a cagar a sus mascotas en cualquier esquina y allí dejan el pastel sin ningún empacho. Es una de esas lacras que sufrimos en los países civilizados, que en los que están por civilizar tienen mejores cosas que hacer. Ante semejante problemática las administraciones implicadas han articulado una panoplia de actuaciones cuyos resultados no han sido los deseados, pues como te descuides vuelves a casa con los dobladillos del pantalón bien untados. En el ayuntamiento de Mislata, Valencia, han tomado medidas radicales e imaginativas. Crearán un banco de ADN con todos los perros del pueblo, seguidamente analizarán la cagada que encuentren en la calle y todo el peso de la ley caerá sobre el animal del amo que no recogió la heces de su animal. Una suerte de CSI canino limpiará las calles, se acabó la impunidad en aquel pueblo y los patinazos en material fecal. 
En Tarragona han optado por una solución más convencional. Contratarán a detectives privados para controlar las deposiciones en zonas no reglamentadas. El poco encanto que le quedaba a la profesión de detective se va por el retrete con semejantes encarguitos, por mucho que se suban las solapas de la gabardina. 
Nosotros dudamos de la efectividad de tales medidas dadas las limitaciones cognitivas del homo canis. Optamos por medidas coercitivas de largo alcance como es desplegar a la legión por las zonas más degradadas de nuestras ciudades, que un cuerpo que tiene una cabra por mascota puede bregar con cualquier tipo de animal, de dos o cuatro patas. Y el que no sepa cuidar un perro que se lo quiten y se vaya a perrear a la discoteca. 

lunes, 7 de noviembre de 2016

La buena de Bono

Buen rollito
Estaba claro que tras el nobel de Dylan a algún rock star le iba a entrar un ataque de celos, que hay mucho ego suelto en el gremio. Bono es otro de esos artistas absolutos, su arte se derrama sobre la abrumada humanidad desde hace décadas, y aunque vive en olor de santidad y adulado ab nauseam, al chaval le sigue gustando que lo quieran. Es lógico que se sintiera inquieto ante la subida al parnaso de Dylan, pero ha venido en su ayuda la corte de jurados de premios, que últimamente no hilan muy fino. En una pirueta que ha dejado perplejo a medio mundo, la revista Glamour ha incluido en su lista de mujeres del año a Bono. Y no, no es que el cantante de U2 se haya puesto tetas y zapatos de tacón, o que meta horas extras en plan travesti en algún tugurio de Dublín. La razón que aducen las glamurosas responsables de la revista es el compromiso de Bono con los derechos de las mujeres. Lástima que la lista sea de mujeres. El galardón se lo llevó Emily Doe, víctima de una violación en Stanford, pero Bono iba en la lista dando la nota, para variar.
Seguro que el reconocimiento es de recibo para nuestro líder global, fácil que lo atribuya al advenimiento de una nueva era en que las limitaciones como las de género no sean óbice para hacer llegar su mensaje de paz y buen rollito a los cuatro puntos cardinales, con el consiguiente aumento de la recaudación.
Tal como está el patio ya nos esperamos cualquier cosa en la lotería de los premios. Están buscando apoyos para conceder el Príncipe de Asturias de las Letras a Yosi de Los Suaves, otra cosa es que saque tiempo para recogerlo entre borrachera y borrachera. Cualquier día le conceden un par de estrellas michelín a McDonald por sus innovadores Happy Meal. La recopilación de discursos de investidura de Rajoy suena fuerte este año para el Nadal, y puede que Susana Díaz se lleve el galardón al emprendedor del año. Mientras tanto, si ser mujer del año hace callar a Bono, bienvenido sea el premio.

lunes, 31 de octubre de 2016

Buen gusto

arte culinario

La nutrición es una de las funciones básicas de todo ser vivo, mediante la cual hace acopio de la energía y de los elementos necesarios para mantenerse vivito y coleando. La principal complicación en la mayoría de las especies es cómo llenar la panza, pero en el ser humano es algo más difícil. No nos limitamos a comer y callar, sino que no paramos de hablar antes y después de la calidad y naturaleza de lo que echamos al buche.
Uno de los temas más empalagosos dentro de la gastronomía es saber si los prejuicios culturales y las modas influyen en nuestro paladar, o comemos arrastrados por los dictados de nuestro apetito. Como siempre, un experimento  viene en nuestra ayuda, esta vez desde la universidad de Northeastern en Boston, donde dieron a probar a ciento cuarenta y seis estudiantes varios tipos de carne. Unas estaban etiquetadas como originarias de una factoría industrial en la que se trataba a los animales de forma inhumana. Otras estaban con etiquetas que informaban que los animales habían vivido en una granja en condiciones casi bucólicas. En  realidad, toda la carne era de la misma procedencia y las etiquetas eran falsas.
Aun así, todos valoraron mejor el sabor y la textura de la carne de granja que la de factoría industrial, hasta afirmar que ésta era más grasienta y salada. De lo que se deduce que es nuestra mente la que dicta al paladar las normas a seguir. Y es algo que bien saben todos los artistas restauradores que aparecen como champiñones, que derrochan imaginación en los fogones y en las cartas de menú. Al leer que la especialidad del chef es una macedonia emulsionada de selección de ibéricos en su jugo tamizada con especies continentales salibaremos con una facilidad que no se daría ante una pedestre cabeza de jabalí. Y a la hora de dar envidia en Instagram no lo lograremos con un bocata de chistorra, pero si subimos una deconstrucción de la empanada de lamprea en un plato hexagonal con bordes fluorescentes el éxito es seguro, aunque muchos crean que se trate de un avistamiento ovni.
La cocina de la abuela murió con ella, hoy la gente en casa tira de sopa de sobre, pero cuando come fuera quiere fardar, que se vea que tiene el morro fino. Y el lunes en el curro hacerse de cruces de la esmerada técnica del coqueto restaurante perdido en la campiña, un local slow food donde degustasteis caracoles fileteados recogidos del jardín trasero junto a una sinfonía vegetal a cargo de los canónigos de las macetas y rábanos silvestres cosechados en cuarto menguante.
Ante tanto esnobismo culinario nosotros invocamos la cocina abstracta defendida por Borges y Bioy Casares en Las crónicas de Bustos Domenecq, una vuelta a la esencia de la cocina, sin aditivos ni conservantes. Esta tendencia predica la reducción de toda la comida, desde las cocochas de merluza al trigo sarraceno, a una papilla primigenia, a una grisácea masa mucilaginosa a medio licuar, con la que nos alimentaríamos tres veces al día jornada tras jornada. Así dejaríamos de comernos la cabeza con estos asuntos.