lunes, 13 de marzo de 2023

De cómo Tirso asistió a su propio entierro a pesar de no ser llegada su hora (IV)

dragones salmantinos

 

Tirso estaba paralizado por el terror. Había leído episodios varios en los que caballeros como Don Macramé de Montmeló habían plantado cara a los cuatro jinetes del apocalipsis, pero era tal su canguelo que ni con uno solo se atrevía a porfiar. La santa compaña lo agarró de brazos y piernas, lo metió en el ataúd que llevaban, y él ni rechistó. Cuando subieron el cajón a hombros, por la escalera se bajaron y en la calle se plantaron, el pobre estudiante comprendió que estaba asistiendo a su propio entierro.

En la escura noche salmantina, que lucero alguno no se veía, la lúgubre procesión se abrió paso entre las sombras. La muerte con su guadaña al frente, detrás sus cuatro acólitos llevando a Tirso de cuerpo presente mientras recitaban letanías para abrir las puertas del más allá. La ciudad entera se recogió inquieta a su paso. Las fachadas de los poderosos y las casas de los pobres, todas por igual, miraron hacia otra parte al paso de la muerte. Solo las calles mudas y nudas vieron pasar a Tirso camino del otro mundo. Como todo Ventorrillo, el caballero era devoto seguidor de Eolo que todo lo mueve, pero bien sabía cómo las gastaba el dios de los cristianos y su colega de fechorías, el diablo. Por salir de su casa y de su tierra había caído en sus garras y ahora iba camino del abismo.

Tras vagar por calles que se le antojaron sin fin, los cuatro encapuchados que llevaban a Tirso en su último viaje pararon, y la tétrica calavera asomose a la caja con la tapa del ataúd en la mano para sellarlo.

─Muchos son tus pecados, mal estudiante y peor cristiano. Tu alma está perdida sin remisión. ─sentenció la muerte.

─Compasión, muerte celosa, solo pido un poco de compasión ─imploró Tirso.

─Si gastara de eso tendría que cerrar el negocio. Pero sí puedo hacer algo por tu alma pecadora.

─ ¡Haré lo que sea menester!

─No puedes revocar la decisión del que todo lo puede, pero sí posponerla un tanto.

─ ¿Qué quieres decir?

─Que Nuestro Señor puede tener a bien esperar a que te recibas de bachiller para llamarte a su seno.

─ ¡Firmaré con sangre!

─La firma es lo de menos, lo importante es que tengas buenos cuartos para comprar semejante indulgencia.

lunes, 27 de febrero de 2023

De cómo Tirso asistió a su propio entierro a pesar de no ser llegada su hora (III)

demonios salmantinos

 

Con aquellas ropas, que ya eran viejas en la época en que Séneca aprendiera sus primeras letras, fue el triste Tirso a las escuelas a recibir la primera lección. Y tuvo suerte, que nada más poner un pie en el patio se la dieron. Al percatarse el resto de los escolares que el recién llegado vestía sotana propia de veterano, pues estos tenían a gala llevarlas hechas unos zorros, se soliviantaron ante lo que creyeron una artimaña de Tirso por esconder su condición de nuevo. Así que dieron todos en meterle pescozones y puñadas a diestro y siniestro, que era digno de ver lo que les cundía, pues alguno no tenía reparo en darle a dos manos con algún puntapié de propina. El interfecto no entendía la razón de tan caluroso recibimiento, intentó razonar con la turbamulta que no paraba de atizarle, pedir clemencia o algo de cuartel, pero lo único que recibió fue más de la misma medicina. Sorteó como pudo los coscorrones que caían a cascoporro y llegó al aula más vapuleado que Cristo al Calvario. Poco le aprovechó la primera lección, que atendió más a los chichones y moratones prodigados por sus compañeros que a las especies aristotélicas. Todavía le cayó algún tortazo mientras le decían con sorna que la letra con sangre entra.

Hasta el cielo del paladar le dolía por la noche. Más muerto que vivo intentaba sorber la sempiterna sopa cuando al pasar a su lado Caracandil se paró asombrado.

─Mala cara tiene el caballerito, quizás no tenga madera de estudiante.

─Madera no sé, pero palos encima llevo unos cuantos.

─Perdone el caballerito, pero esa jeta no es de haber sido corrido. Usted lleva la muerte pintada en la cara. Se lo digo por su bien, cuídese ─y se alejó de él mientras se santiguaba. La conversación dejó lleno de desazón a Tirso, que, con su cuerpo lacerado y el miedo metido por el jaque, se veía con un pie en la tumba.

Eran tantas las partes de su cuerpo que clamaban al cielo que solo boca arriba halló acomodo para dormir. Se sumergió en un sueño febril donde los amados aires de Ventorrillo le abandonaban a su suerte. En el inquieto duermevela la mirada lasciva de Don Gayferos y los ojos extraviados de Carancha se reían de él. Luego pasó a escuchar a un rector con cabeza de macho cabrío, que desde su púlpito enumeraba las penas del infierno. Tal fue su susto que despertose, y cuando abrió los ojos lo que vio le dejó horrorizado.

Parada delante suyo estaba una figura con un hábito negro que hasta los pies le llegaba y una capucha que su cara cubría. Presa del terror, Tirso pudo ver la gran guadaña que portaba en su diestra la siniestra figura. Cuatro acólitos le franqueaban, vestidos como la noche negra y portando un ataúd.

─ ¿Quiénes sois? ─atinó a balbucir Tirso, que ya creía faltarle el aire al respirar. El del hábito negro se adelantó un paso y bajó su caperuza, y el pobre desgraciado entendió que ya no había remedio para él. Una calavera monda y lironda con su sonrisa desquiciada se dejó ver, y de esta forma le fue a hablar:

─Soy la muerte que Dios te envía ─dijo con eco de ultratumba, mientras la compaña levantaba las manos sarmentosas al cielo y hacía sonar manojos de huesos secos.

─Oh, muerte tan rigurosa, déjame vivir un tanto.

─Ni un tanto ni un cuanto, tu vida ya está cumplida. ─Asiendo con las dos manos la guadaña segó varias veces con fiereza el aire encima de la cabeza de Tirso, que vio que no tenía salvación. Los cofrades de la muerte empezaron a cantar una fúnebre salmodia mientras se acercaban al costado de la litera donde yacía ya medio muerto Tirso, que veía como la vida se le escapaba cuando apenas había sacado el morro fuera de Ventorrillo. El resto de compañeros de habitación se estuvieron quedos, no fuera la calavera a llevárselos por delante también.

lunes, 13 de febrero de 2023

De cómo Tirso asistió a su propio entierro a pesar de no ser llegada su hora (II)

diablos salamanca

 

Tirso estaba advertido de como las gastaban con los recién llegados, así que a pesar de lo poco fiable de su benefactor, procuró hacerle caso. Dormía en una habitación mediana con otra docena de huéspedes, en mugrientos jergones desperdigados por destartaladas literas, donde los cuerpos descansaban de los diarios trajines. Siguiendo las recomendaciones de Carancha, púsose boca abajo para esquivar a los tunantes que por las noches zurraban la badana a los estudiantes desprevenidos.

Faltaba todavía para los gallos cantar cuando Tirso percibió meneo en la habitación, además de la habitual serenata de flatulencias y su contrapunto de ronquidos. Se había abierto la veda del novato, pensó, y tieso boca abajo se mantuvo creyendo componer el perfil de estudiante de último grado. Oyó como un desgraciado era despertado al duro son del trancazo en las costillas, y cuando quisiera amonestar del poco tacto a los visitantes, estos le administraron otro en toda la jeta con el que no le quedaron ganas de objetar nada. Al punto sintió que la cuadrilla de desalmados rondaba por su catre y contuvo la respiración, pero tras andar en derredor se largaron a repartir estopa a otro estudiante menos aventajado.

Muy felices se las prometía Tirso por haber dormido boca abajo y no ser levantado a palos, pero vio su gozo en un pozo cuando por la mañana fue a vestirse y no dio con sus ropas. Sotana y manteo habían volado, que mientras intentaba pasar desapercibido, Carancha y Caracandil habían echado mano a sus ropas y a primera hora ya las habían vendido a buen precio. Con un tosco sayal y el culo al aire se encontró sin saber qué hacer, que ir a recibir lección de tal guisa no era decoroso. Acudió a pedir consejo a Gayferos, que ya había embolsado su parte en el negocio, y este le amonestó por su falta de celo.

─Porque si a las primeras de cambio ya perdéis las ropas, luego perderéis la vergüenza, y en perdiendo la vergüenza, ya se sabe, cualquier día os hallo a cuatro patas en una esquina pidiendo guerra, Dios no lo quiera ─le reconvino mientras tiraba del sayal de Tirso por ver sus tiernas posaderas ─. Tenga su merced en consideración que, si le place andar por ahí con una mano delante y otra detrás, quizás alguno caigamos en la tentación de meteros mano ─y Tirso dio un requiebro para evitar el magreo del dómine, que al verse rechazado continuó con semblante adusto. ─Por su bien, confío en su discreción en este asunto, que su falta de diligencia es un descrédito para este establecimiento, donde han residido eminencias que hoy hacen cánones en el Tribunal de la Inquisición y en el Consejo de Arbitrios.

─Siéntolo más que vos, pero ahora me urge algo con que taparme ─se excusó el pollo desplumado. Don Gayferos, dejándole claro que lo hacía porque era de natural magnánimo, vendiole por el doble de su valor una sotana raída que perteneciera a un estudiante que ya se había recibido y que dejara en prenda de sus muchas deudas. Cuando Tirso fue a pagarle semejante ganga, el hospedero se percató de la bolsa que llevaba colgada a la cintura y que sus socios no habían dado con ella.