lunes, 26 de junio de 2017

De cómo Flequillo Flojo entróse donde no supo (VII)

Flequillo
Flequillo Flojo estaba doctorado en amores de esos de muchos dimes y diretes, floridos versos, coplas lisonjeras, romances de amor henchidos, junto con una admiración incondicional y sin  mácula de concupiscencia por su dama, pero nunca le habían salpicado las turbulentas aguas del amor carnal, y menos con protagonistas como los que tenía enfrente, así que concluyó que aquello que le daba por detrás al marqués de las Arrimadas era un descomunal súcubo negro que estaba endemoniando al real funcionario, y como tal era su deber socorrerle.
El esforzado amante porfiaba con Porfirio, como solía suceder desde que se conocieron una noche de vino y rosas en la villa y corte, cuando vio aparecer por su costado al flacucho y decadente caballero al que todos tomaban el pelo en la taberna. Iba con la espada en alto dispuesto a soltar un buen mandoble, pero Marcelino Panivino, que esa era la gracia del moreno, anduvo más diligente, soltándole una puñada en todo el rostro. Flequillo, que no había ponderado la posibilidad de recibir un gancho de derecha por parte de un súcubo, iba sin yelmo a pecho descubierto, por lo que tieso quedó por segunda vez en poco tiempo.
Si una sensación de apremio fue la que experimentó Tirso al volver en sí tras el advenimiento del vizcaíno, lo que le sacó del letargo en la segunda ocasión fue una experiencia totalmente nueva. En un primer momento se creyó preso de algún hechizo de los que tanto gustan en la corte del Gran Kan, luego sopesó que hubiera perdido la protección del divino Eolo, para terminar reconociendo que le habían trinchado como gallina en el asador. En efecto, allí estaba en el lecho en la posición en que había encontrado al de las Arrimadas. Le habían quitado las calzas y Panivino había metido su nada desdeñable miembro por el ojete de Terco, que nunca en otra tal se había visto.
Ya dijimos que Flequillo Flojo no había caído en la tentación del ayuntamiento carnal, que ni conocía mujer, ni menos negro de dos metros, por lo que aquel lance le tenía ciertamente incomodado. Y más cuando Panivino empezó a ir y venir con su verga dentro de Tirso como Pedro por su casa. Diríase que todas las estrellas del firmamento pugnaban por entrar en su trasero, tal era la magnitud que gastaba Marcelino.
Quiso gritar y no pudo, quiso maldecir y le faltó el resuello, quiso zafarse del abrazo de oso que le tenía inmovilizado y fue trabajo vano. La recia estaca seguía su trabajo de zapa dejando a Tirso en manos de la agonía. Marcelino echó otro chorrito de aceite en el lindo culito del caballero mientras le prometía que aquella noche cabalgarían por campos de azabache.

─Aprended de mí, bello doncel, que ayer maravilla de las damas fui, y hoy desfallezco por el amor viril. Dejadme gozaros, y vuestro también será el gozo. ─Esto le susurró el negro al que veía su gozo en un negro pozo, asaetado en crudo por el poderoso miembro de su amante ocasional, mientras el secretario, sentado a la vera de la escena, mucho se folgaba de ésta visto lo mucho que se meneaba la verga.

lunes, 19 de junio de 2017

De cómo Flequillo Flojo entróse donde no supo (VI)

Flequillo
Una vez cumplida la trapacería cada mochuelo se retiró a su olivo, dejando solo otra vez al maltrecho Tirso. Mientras contemplaba su yelmo abollado por el yunque el caballero sintió flaquear su fe. No había que ser un Séneca o un Constantino para darse cuenta que aquellas gentes no se tomaban sus votos caballerescos en lo que valían. A pesar de la incredulidad, Flequillo porfiaba porque los nobles valores que había leído en sus bien amadas novelas tuvieran sitio en la vida cotidiana. De qué valía pasar por este mundo si no intentaba insuflar en él un poco de belleza y justicia. Él había dejado patria y solar por seguir su ideal, y por más que luchaba a brazo partido no movía al prójimo sino a chanza y chacota, y no a obras meritorias. Preguntose por dónde tirarían en un dilema como aquel antiguos caballeros como don Pantuflo el Paleopagita, que librara Samarcanda del ataque de unos cíclopes virojos, o el arrojado Filadelfo del Belfo, que yendo una mañana a su falcón cebar terminó en la corte del Preste Juan. Quizás los tiempos que le habían tocado en suerte no se prestaban a la heroicidad, pero verdad es y de las inmutables que entuertos hay y habrá en todas las épocas. Harina de otro costal es que desde los reyes a los porqueros no haya dónde encontrar rectitud en el proceder y caridad para con el vecino. Tenía claro y meridiano que solo la defensa del menesteroso era su ejercicio. Pero en noches como aquella donde quisiera dormir y no debía, tras ser robado por el rey y apaleado por sus súbditos, no sabía si por duro acero vizcaíno o por caradura castellano, su determinación trastabillaba, e intentaba aferrarse a la imagen de Brisilda, pero hasta su recuerdo huía fugaz.
Con estas y otras inquisiciones fueron pasando las horas, y con ellas el cansancio y los golpes recibidos hicieron mella en el esforzado hidalgo, hasta el punto que en un decir amén se le fue el santo al cielo, quedando dormido en la silla. Todos los cronistas que refieren esta singular historia convienen en lo breve del sueño del héroe, y que Terco tieso se puso al percibir el misterioso ruido que llegó a sus oídos. Venía por lo bajo pero no lo engañó, que pronto reconoció en el murmullo la mano de súcubos tramando la perdición de algún inocente. Guiado por su oído y su sentido de la justicia se dejó llevar hasta la puerta tras las que manaban los diabólicos gemidos. Después del último recibimiento que le dispensaron, convino en abrir la puerta quedamente y evitar la lluvia de fantasmones encadenados. Así hizo sin pasar apuro alguno, y cuando encontrose dentro pudo apreciar que era la habitación más amplia y lujosa de la destartalada venta. Al fondo, a pesar de las sombras de la noche, barruntó un lecho revuelto y una escena que hubiera hecho palidecer de terror al mismísimo don Flanín de Vainichistán, el que abriera en canal al Can Cerbero con un cuchillito de pelar patatas. No pudo Flequillo Flojo encontrar semejanza alguna con nada que hubiera visto o leído, pues lo que se le presentaba iba más allá de la humana comprensión, pero estaba meridianamente claro que se encontraba ante una posesión demoniaca en toda regla. Sobre la cama yacía el secretario del Almirante de la Mar Oceana como su madre lo parió, a cuatro patas, mientras su negro criado, situado a su popa picha contra culo, remaba y remaba como el más esforzado galeote.


lunes, 12 de junio de 2017

De cómo Flequillo Flojo entróse donde no supo (V)

Flequillo
Cuando volvió en sí antojósele al descalabrado caballero que el mar en pleno le golpeaba de lleno, pero no era más que un cubo de agua que le echaron por ver de espabilarle. Viose rodeado de los carreteros, todos con cara de asombro, aunque alguno malamente contenía la risa. El yelmo freno puso al yunque, pero la cabeza de Tirso era terreno abonado para dolores grandes y pequeños, además de un ojo amoratado y el hombro agarrotado.
̶ ¡Dios os lo pague, valiente caballero!  ̶ decía el arriero que había pedido auxilio a Flequillo   ̶ por vuestra intercesión somos libres de ese cativo, maldito sea el vizcaíno y toda su recua. Mirad, mirad el milagro que habéis obrado. Al ver esa alma en pena que nada podía contra vuestra merced, el fementido se ha convertido en duro yunque, como el hierro de su tierra, para poder escapar de vuestra justa ira. ̶ Sus compañeros de jugarreta levantaban las manos al cielo dando gracias y se abrazaban unos a otros diciéndose que no veían el momento de ir por caminos y cañadas cantando los hechos gloriosos de los que habían sido testigos.
Aturullado por el golpe y el guirigay, Terco se dejó llevar en volandas hasta la silla de la corrala donde tenía su puesto de guardia. Los guasones seguían besándole las manos y dándole jocosos espaldarazos que hacían temblar la descacharrada armadura del hidalgo. Otros huéspedes salieron al oír el jaleo y mucho se folgaron con los hechos acaecidos. El ventero, que estaba en el secreto de la broma, sacó jarras para festejar la transustanciación del vizcaíno, que se hacía llamar Íñigo Handia y que ahora se andaría camino del infierno. Flequillo Flojo no tenía claro todos los cabos del extraño lance, pues había oído de alquimistas que convertían el plomo en oro, pero tragón en martillo pilón era rara metamorfosis. Verdad era que los vizcaínos eran cortos en palabras y largos en hechos, pero aquella largueza antojósele sobrevenida. Amoscose también con la socarronería de los carreteros, que en parte supuso fruto de su áspero oficio, pero por momentos estaba por pensar que le querían hacer comulgar con ruedas de molino.


lunes, 5 de junio de 2017

De cómo Flequillo Flojo entróse donde no supo (IV)

Flequillo
Poco a poco fueron los huéspedes retirándose a sus aposentos respectivos. Tras rogarle Marco a su señor que se dejara de velas y cirios y se fuera a dormir con él, entre un brioso corcel árabe y una acémila encontró un hueco donde yacer de sus muchos trabajos. El ventero aconsejó al que debía guardar el sueño de su clientela que tomara asiento en medio de la corrala interior de la venta, a donde daban la mayor parte de las estancias, porque desde allí podría apercibirse sin dificultad de cualquier mago tarambana, hechicero embaucador, alma en pena del purgatorio, bestia saca mantecas o recaudador de impuestos que se aventurara por las inmediaciones. Diole Flequillo Flojo las gracias por tener el honor de perseverar en el cuidado de gente tan principal como allí moraba y prometiole que mientras estuviera en guardia todos serían salvos.
Quién hubiera tal ventura entre las sombras de la hospedería como hubo el caballero del Flequillo Flojo la noche de autos. Con su acero desenvainado daba vueltas al patio, oído al parche de cualquier ruido que delatara una celada de sátiros desocupados o cativos nigromantes, que de todo podía esperarse. Al rato presentose ante él un arriero con la misma cara que si hubiera visto al demonio en pelota picada.
̶ ¡Flequillo Flaco, socórrame, hágame la merced! Sáqueme de este mal paso o mis hijos quedarán huérfanos y mi mujer viuda, con las ganas que tiene.
̶ Hable presto, buen hombre. ¿Qué le aflige?
̶ El fantasma del vizcaíno, que se ha aparecido en mi habitación.
̶ ¡Nunca oí hablar de tal!
̶ Pues era un chalán vascongado, que se cuenta que el tragaldabas murió en esta venta muchos años ha de un atracón de ajoarriero, y que en las noches más oscuras pena cargado de cadenas por salir de aquí. Yo roncaba como un niño chico cuando desperté y vi su calavera que hacia mí se quería venir. Huy como pude y cerré la puerta tras de mí. La ocasión la pintan calva para un caballero andante como vos.
̶ No tenga cuidado, que a ese fantasmón no le van a quedar ganas de vagar a deshora desque le atice con mi tizona. ̶ Púsose el yelmo, bajose la visera, y sobre el morrión el pequeño molinillo que era su profesión de fe empezó a girar sus aspas. Al llegarse a la alcoba que ocupaba el arriero vieron que la puerta estaba entornada y que de su interior venía sonido como de cadenas arrastradas. Maravillose el caballero de semejante aparato, pero si hubiera visto que dentro los compadrotes del arriero eran los que meneaban las cadenas quizás su asombro mudara en ofuscamiento.
̶ ¡Válgame el cielo! ¡El maldito vizcaíno acabará con nosotros en el infierno! ¡No se tarde, mi señor, que nos mata!  ̶ gemía tembloroso el taimado carretero.
Flequillo Flojo intentaba hacer memoria por saber si en los anales de la caballería figuraba asiento alguno sobre vizcaínos aherrojados, y como caso alguno no le venía a las mientes, concluyó que este lance sería de los que sentarían cátedra en las aventuras caballerescas. Encomendándose a la su dama y al divino Eolo acometió con todo por la puerta entreabierta, dispuesto a rebanar al atorrante vizcaíno venido del otro mundo a incomodar a la gente de bien.
La fe y la bravura del caballero hicieron que la puerta medio entreabierta cediera sin resistencia. Pero se dio el caso que el arriero y su cuadrilla habían colocado en lo alto de la puerta un yunque de mediano tamaño. Cuando Tirso cruzó el vano se vino abajo el hierro, cayendo como muerto sobre el valiente, que no lo vio venir, pero sí pudo catar su recia naturaleza. Diole el yunque en toda la cabeza, mandándolo sin remisión a las tinieblas de la inconsciencia.