lunes, 23 de julio de 2012

La fe esférica (11-0)

priorato balon dorado pribado

Pero algo inesperado ocurría. Cuando otras veces se había utilizado el Sacro Silbo para domeñar voluntades, las víctimas habían quedado abotargadas, esperando recibir órdenes de sus nuevos amos. En cambio, ahora, toda la gente del estadio estaba inquieta, no paraban de ir de un lado a otro. Supuso Edgardo que, al reproducir el sonido taumatúrgico por medios electrónicos, variaría algo el efecto producido. Aún así, al quitarse los tapones y ver al presidente de la república italiana riñendo con el presidente del gobierno español por una bola de papel caída entre las butacas le extrañó un poco. Enseguida observó que la gente había invadido el campo, no para felicitar a los jugadores, sino para quitarles el balón y jugar ellos. Se montó un gigantesco partido entre cientos de aficionados persiguiendo la pelota del partido  y otras que encontraron en las inmediaciones, además de las que se improvisaron con bolsas de plástico, periódicos, ropa liada,  o cualquier cosa que pudiera ser utilizada como pelota: zapatos, móviles, bolsos, sombreros o bocadillos. Todos querían jugar al fútbol, fuera en el campo o en la más alta grada, y el que tuviera entre sus pies algo que valiera de balón tenía rápidamente un adversario presto a disputárselo a cara de perro. Se inició un caótico partido de todos contra todos como en los patios de colegio. Volaban patadas y balonazos a diestro y siniestro. Entradas por detrás, plantillazos, obstrucciones, zancadillas cuando no palo y tente tieso, todo valía en la nueva era recién inaugurada. Edgardo consiguió salir a duras penas del palco donde el premier inglés acababa de romperle la tibia al presidente de la comisión europea e ir en busca de Matías y Zacarías, que también miraban perplejos la batalla campal en que había acabado su plan. Para Zacarías estaba claro que la reproducción electrónica del silbido había alterado la sustancia del divino mensaje, de tal manera que lo que tenía que ser sumisión y entrega a los designios del Priorato era una histeria imposible de controlar. La masa enloquecida no atendía los llamamientos de los miembros de PRIBADO, solo pensaba en jugar al fútbol con ansia asesina. Matías había visto a mucha gente caída en la refriega, y los jugadores habían desaparecido entre las hordas que invadieron el terreno de juego. Las fuerzas de seguridad eran las peores, que hacían uso de su material para jugar con ventaja, oyéndose primero tiros aislados y luego ráfagas de metralleta. Todos corrían tras todo lo que pareciese un balón y arreaban leña sin compasión a todo el que osase disputárselo.
El triunvirato del Priorato, los únicos cuerdos en ese pandemónium, intentaron salir del campo, pero cuando estaban a punto de lograrlo una horda de gente procedente de la calle les pasó por encima dejándolos maltrechos. Una vez fuera comprobaron horrorizados que hombres y mujeres de toda laya jugaban a lo loco por las calles, dándole patadas a las papeleras, farolas, semáforos, portales, escaparates y todo lo que se ponía a tiro. A la puerta de una trattoria un viejo con sotana mareaba a una moza bien rolliza con un libro de Césare Pavese hasta que un hombre con la camiseta del Injerto le arreó una patada en la entrepierna y huyó con el supuesto esférico; un crío mordía a otro para robarle la bolsa de patatas fritas con la que pretendía hacerle un caño y en mitad de la avenida una dama con traje de noche no tenía reparos en arrearle los paraguazos que hicieran falta a un camionero para que dejara una lata de aceite a tiro de sus zapatos de tacón.
Todos los que habían oído el fatídico silbido solo vivían para jugar al fútbol de forma desenfrenada. Millones de personas en todo el mundo daban patadas a diestro y siniestro ante el pánico de los demás. Edgardo y sus secuaces intentaban salir del caos pero no hacían más que recibir por todas partes. “No es esto, no es esto” repetía machaconamente Edgardo, todo su pelo cayéndole sobre la cara, recibiendo codazos y coces sin sentirlas, los ojos fuera de las órbitas. En una de las acometidas de la chalada hinchada Matías cayó al suelo, con tan mala suerte que un fornido hooligan tomó su cabeza por un balón reglamentario y le arreó una patada digna de falta directa desde el borde del área. Totalmente fuera de juego, Matías siguió recibiendo cuan largo era patadas de los posesos que la tomaban con todo lo que fuera susceptible de rodar. Un centro chut que le arrancó parte de la chaqueta hizo volar por los aires el estuche en el que reposaba el Silbo Sagrado. Cuando éste caía, una vieja con la cara ensangrentada lo remató de cabeza, y al llegar al suelo seis orates saltaron a la vez a por él, presionándose unos a otros base de patadas en la boca. En medio de esa melé se perdió el rastro del Sagrado Silbo, aunque una tradición no oficial del Priorato dice que acabó en una alcantarilla, desde donde las aguas acabaron depositándolo en el seno de la Cloaca Máxima.

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