lunes, 18 de agosto de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Cap. VII Termas



De muy mala gana aceptó el encargo Pomponio, en parte porque le hubiese gustado que en los avisos escritos a tiza en la puerta del teatro apareciera su nombre como autor y no solo como actor, y en parte porque tampoco tenía nada preparado y el tiempo apremiaba. Pero era cliente de Sexto y estaba obligado a ayudarle en lo que le pedía. Prometió ponerse manos a la obra al día siguiente, en el que ya recuperado de la melopea nocturna, vio que podía refundir alguna comedia antigua y sazonarla con algunos elementos propios de la ciudad, y de paso saldar cuentas con algún que otro personaje. La idea de soltar estopa en el escenario agudizó su ingenio, y se puso manos a la obra de copiar a los antiguos y hacerlo pasar como propio, que era lo que siempre solía hacer, que el público teatral era de memoria frágil y se le podía vender el mismo pescado varias veces.

Pero los corazones que inflama Cupido no saben de trabas ni barreras, más al contrario, se crecen en la adversidad, agudizan el ingenio para lograr su afán. No se desanimó Gala por la desleal competencia de su amante esposo o las nada veladas amenazas del censor Póstumo, sino que estrechó el cerco sobre el jabato ibero por el que iba desbocada. Visto que en su casa no hallaba forma de acercarse a Quinto, dispuso que entrara a formar parte como masajista en las termas de la ciudad, pues tenía mucha mano con su dueño.

A pesar de los discursos de Pomponio sobre que el futuro de la compañía estaba en sus manos, o en su entrepierna, y de la gran labor que estaba realizando en pro del teatro, lo cierto es que Quinto estaba harto de ceder a la libido de sus mecenas. Añoraba los duros cuerpos de los legionarios, sus torsos poderosos y muslos de delfín, y no las pieles colgantes y las cuencas arrugadas que Pomponio le obligaba a trajinarse, así que su trabajo en las termas supuso para él la posibilidad de buscar el calor de los fornidos esclavos y libertos que allí lucían músculos uncidos de aromas desconocidos para él. Pronto se ganó la confianza, y todo lo demás, de Rufo, el encargado de los masajistas, rudo pecho de toro de la tribu de los carpetanos, suave con las manos y brutal con su golpe de cintura, que dejó entre sus uñas su melosa piel.

Una tarde que Gala requirió los servicios de Quinto como masajista, éste con una habilidad sorprendente en un novato, repasó todas las vertebras de la dama, pero era su deseo que su inventario continuara más allá de la última. Viéndola venir, le dijo Quinto que para ello sería mejor ir a una discreta habitación poco iluminada donde no correrían peligro. Allá se entraron los dos y cuando dentro estuvieron, una fuerza animal atacó por detrás a Gala, que sorprendida ante la brusquedad de su doncel no tuvo tiempo de reaccionar hasta que fue demasiado tarde, que ya Rufo montaba a la dama cual corcel que entre riscos recula y hay que tirar del bocado para domeñarlo. Mientras el carpetano sin decir chitón desfogaba su rabia hacia los romanos que le habían extrañado de las ariscas cumbres de sus antepasados, Quinto cantaba uno de los Amores de Ovidio a la pobre dama. Ésta, que entre que el ataque por la espalda y la oscuridad no atinaba a ver quién era el que se la estaba follando viva y no por el conducto reglamentario, entendía malamente el rudo cambio operado en su amante pues no se había percatado de la recia presencia de Rufo y su descomunal cipote carpetano, y sobre todo, ahora entendía menos a su marido y sus gustos sexuales, que el esclavo usaba el mismo sistema para ayuntarse con los dos sexos y le estaba dando a la pobre un repaso descomunal.

Terminado el encontronazo, Quinto se excusó y desapareció a toda prisa junto con Rufo. Gala arrastró su ajetreado cuerpo hasta la sala de baños calientes, atestada a esa hora de la tarde por lo mejor de cada calle de la ciudad alta, donde tuvo que saludar a la gobernadora. Con problemas para sentarse, dificultades para mantenerse erguida por el tembleque de piernas que llevaba y sin ningunas ganas de darse un baño, no sabía como ponerse ni que decir a Julia, que la preguntaba por unas telas griegas recién llegadas de Corinto. Telarañas tenía en los ojos Gala, vértigo la verborrea le daba, los mosaicos de las paredes giraban a su alrededor, hasta que al final trastabilleó y se fue al suelo. En un postrero intento de mantener la dignidad y librarse del trastazo contra la dura losa se aferró al escueto lienzo con el que la gobernadora cubría sus carnes, con tan mala suerte que cedió el cierre que sujeta la toalla y Gala dio con los morros en el pavimento mientras que su interlocutora, por primera vez en su vida, enmudeció al verse desnuda ante gran parte de las gobernadas por su marido.

Hasta en el último corrillo del mercado del pescado o mísero puesto del de las verduras se comentó al día siguiente la escena que siguió. Julia Marula, presa de la histeria, ni acertaba a ponerse de nuevo la toalla ni dejaba de gritar, mientras su marido, que entró al oír los gritos de su consorte, intentaba tranquilizarla mientras llamaba al centurión y mandaba cerrar los ojos a los presentes, y ponía de borracha a Gala, que desde el suelo veía un hilillo de sangre salir de su túnica corta. Llevada con premura a su casa y visitada por el galeno de la familia, restañó como pudo las heridas del brutal encuentro con el desaforado Rufo, y endilgó un olímpico rapapolvos a Parco por maltratar así a su mujer. Cuando acabó el doctor, le tocó el turno a Próspero Póstumo, que fue a casa de Sexto para abroncarle sin saber el pobre de que iba el asunto. Le recordó que entre las virtudes que han hecho a Roma dueña del mundo no se encuentran la de ridiculizar a los representantes imperiales ni dejar en cueros a sus esposas, y que como no alejara los cálices de vino de su esposa, le iba a recetar abluciones de pez hirviendo antes de mandarlo a Numidia a venderle arena a los nómadas del desierto.

Como ven ustedes, más que a partir un piñón a partirse los piños estaban las relaciones entre Sexto y Próspero Póstumo. Éste le había puesto como objetivo de su campaña de rearme moral, y el vinatero menorero bujarrón del aristócrata no se explicaba por qué se había empecinado en perseguirle, a no ser por la envidia de un advenedizo ante la sangre noble que corría por sus venas. Pomponio, por su parte, utilizando su viejo sistema del plagio descarado, esta vez del Miles Gloriosus de Plauto (de copiar, hacerlo a lo grande) había terminado en una semana el encargo y entregado la obra a Sexto, que como sospechaba, ni se molestó en ojear, dándose por satisfecho de tener un libreto con que librarse de las broncas del gobernante. Se limitó a preguntar por el argumento, a lo que Pomponio dijo que era una obra donde se hacía una encendida defensa de institución matrimonial y de la familia romana, con lo que Sexto quedó conforme, y esto mismo le trasladó a Próspero, que le insistió en que la pieza debía tener un carácter didáctico y moralizante, y que se cuidara bien de poner sus libertinas costumbres en escena. Sexto perjuró que nada de esto sucedería, que lo último que esperaba el confiado noble era que el orgullo artístico de Pomponio pudiera más que su sentido común.

Una vez que ya tenían obra, se iniciaron los preparativos para las fiestas con que iba a ser inaugurado el nuevo teatro, que dicho sea de paso, aún no estaba terminado pues faltaba parte de las arcadas del frente escénico, que cerraba la escena por detrás, pero las ansias del gobernador por comenzar su mandato con un golpe de efecto hicieron que se colocaran unos grandes cortinones en las zonas inacabadas para salir del paso. Aunque Próspero prometió que correría con todos los gastos de la fiesta inaugural, él personalmente se encargó de convencer a los más ricos de la villa para que hicieran generosas aportaciones, Sexto entre ellos, que encima de que ponía la comedía en vez de cobrar todavía le tocaba pagar. Con lo recaudado dio para pagar los gastos y todavía le quedó una buena parte destinada a sanear las cuentas del gobernador.

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