lunes, 14 de julio de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Capítulo II: Pomponio



No era necesario tener un espíritu de supervivencia muy desarrollado para imaginar que Roma no iba a dejar sin castigo la descomposición y evaporación de una de sus legiones, por más que los méritos de la Burritrancae solo fueran el trasiego de vinos hasta en las condiciones más adversas. Los Terco, aunque la madre dejó hacer a los aventados conspiradores en la bodega de la taberna, creían estar fuera de peligro, por lo que no tomaron ninguna precaución, no como otros lugareños que levantaron el vuelo por miedo a las águilas romanas.

Cuando la columna de castigo cayó sobre Ventorrillo, Quinto se hallaba con su cítara en el cercano bosque que cerraba el norte del páramo con una verde cenefa llorando a Tíbulo, que había encontrado la muerte por el mismo conducto que tanta vida le había dado a él. Gritos ahogados y carreras truncadas a golpes de espada, cuerpos fríos en las esquinas y fuego en las calles principales, niños llorando solos abandonados de toda esperanza; desde la copa de un haya todo esto vio con ojos alucinados. Al caer la noche lloró al divisar las llamas de la taberna de su madre. Con el alma en vilo fue testigo de cuanta puede ser la crueldad del hombre para el hombre, de cómo un cuerpo bello puede acabar en despojo sanguinolento, como su mundo se hacía pedazos ante sus ojos.

Solo y despavorido como lechuza desplumada pasó la noche en una rama, y el nuevo día le trajo peores noticias. En un altozano cercano los soldados empezaron a crucificar a parte de los hombres del pueblo, su padre entre ellos. Horrorizado ante la loma erizada de cruces y la visión de su padre tiñendo con su sangre la tierra que tanto le había visto sudar, junto a los gritos y súplicas del resto de desgraciados, huyó por un sendero apenas insinuado entre la espesura dirección levante. Más de la mitad de la población de Ventorrillo, todos los hombres que no fueron crucificados y gran parte de las mujeres y niños fueron apresados y vendidos como esclavos. Los romanos bien se guardaron de enterrar en el olvido esta vergonzosa derrota y la villa en adelante fue más fuertemente vigilada desde aquel suceso.

Quinto vagó sin rumbo por los bosques durante varios días , temeroso de soldados y alimañas, alimentándose de bayas y bebiendo de los arroyos. Acostumbrado estaba a tener legionarios a su espalda, pero con intención de empalarle más que de crucificarle. La diosa Fortuna, en un momento, había dado un vuelco a su vida amable y regalada. Ahora el pasado le perseguía y el futuro no existía. Solo por primera vez en su vida, pensó en su madre y hermanos vendidos como esclavos, en el cruel fin de su padre, en Tíbulo muerto en sus brazos, juntos ahora en el seno del Hades. De toda su corta vida solo le quedaban la cítara y la seguridad de que nunca podría volver a Ventorrillo.

Sin saber qué camino tomar, con el corazón lleno de ausencias y miedo, deslizándose como furtivo por lo más umbrío de los bosques, una noche el cansancio le cogió en un pequeño claro cerca de un riachuelo de aguas saltarinas. Con la cítara por almohada, en improvisado lecho de hojas caídas, rumió sus cuitas un rato antes de quedar dormido. Sueños revueltos de rueda de molino le acechaban, parcas locas ríen entre los escombros de la taberna de su madre, brota del trigal de su padre negro aceite de roca que tiñe todo el horizonte.

Pero de repente:

- ¡Despierta, despojo mortal, despierta y besa los pies de tu dios! rastrojo que va barriendo secas barrancas, harapo libidinoso, responde ante mí de tus actos. Tú, que has gozado de amores solo permitidos a los habitantes del Olimpo, tú, que has mancillado cuerpos para ti vedados en vez de ayuntarte con hembras como tu baja condición te impone, sufrirás mi justa ira. Tu nefando amor será tu condenación, hasta el fin de los tiempos padecerás el castigo que te impongo, que tu impúdico miembro sea introducido en loco avispero donde cuenta darán de su vicio, y en el pozo de las almas por toda la eternidad seas aguijoneado sin tregua.

Mientras tales maldiciones caían sobre Quinto, encogido en su agreste lecho, más se acercaba la tonante figura que como uno de los moradores del Olimpo, sino el mismo Júpiter, lucia larga toga alba que la luz de luna envolvía en destellos plateados. Altas botas de lustrosa piel y manto ribeteado en púrpura dotaban al ser de un aura sobrenatural. No había duda, por más que huía de la muerte, allí estaba para llevárselo, su hora era llegada. Cuanto más se acercaba al desvalido Quinto, más aumentaba su pavor al ver un rostro blanco como la porcelana, negras cuencas en vez de ojos y una boca inmóvil a pesar de las maldiciones que como nido de sierpes salían por ella.

Cuando el imponente mensajero del Averno estuvo a un palmo de la boca sin resuello de Quinto, que ya se despedía de este mundo, de todos los cuerpos que había amado y de los que se quedaría sin catar, éste soltó una risotada imponente y dijo:

-Veo que te ha gustado mi monólogo, por todos los sátiros. Llevo días puliéndolo, pero por la cara de susto que has puesto, creo que no he perdido el pulso a la hora de conmover al espectador. Pero dime, ¿qué haces tan solo por estos pagos?

-So… so… soy Quinto Terco, pero, qué es eso que llevas puesto?

- Y yo Pompnio Porto. ¿De dónde has salido, fauno dormilón, que no sabes que esto es una máscara de teatro? Estaba ensayando un fragmento de mi última obra mientras paseaba por el bosque, y hete aquí que me encuentro con un inesperado espectador, aunque dormido, como muchos de los que van al teatro, que solo usan las gradas para roncar. Pero venga, di que haces solo y a deshora.

-Bueno, soy músico ambulante y me cogió la noche sin hallar posada y acampé en este claro. Mintió Quinto mientras se recuperaba de la aparición.

-¿Y solo llevas la cítara por equipaje? Curioso músico que se asusta ante una simple máscara. Pero en fin, por las huecas cabezas de los centauros, vente con nosotros, estamos aquí cerca acampados, y por esta noche te daremos techo y lecho.

No estaba Quinto en condiciones de negarse, y su anfitrión, quitada la máscara, era tan rubicundo como afable. En el camino hacia los dos carros que componían la compañía de Pomponio Porto, explicó éste que eran un grupo de teatro ambulante que había cosechado grandes éxitos en Roma, pero caído en desgracia, se veían obligados a vagar por provincias, donde los brutos indígenas no diferenciaban entre un drama y una pelea de gallos.

-Yo, que he helado la respiración de todo Roma con mis tragedias, que he movido a la risa hasta al mismísimo Augusto con mis comedias, que he inflamado el pecho de las vestales y erizado el rancio pellejo de los senadores, por una pequeña burla hecha a Mecenas tuve que poner tierra de por medio y aquí me ves, cinco años entre la Galia e Hispania llevo, en esta tierra de bárbaros. Pero por el ave fénix que volveré a la Urbe y ceñiré nuevamente los laureles del triunfo, si no yo mismo desplumaré a ese pajarraco.

-Roma, cómo quisiera conocerla! ¿Es verdad que allí hay esclavos nubios que satisfacen hasta deseos que no sabías que existían y que en las villas de la Vía Apia las fiestas duran varios días, animadas por cortesanas griegas y bailarinas de Gades? ¿Que en los grandes banquetes puedes escuchar a Ovidio u Horacio recitando sus versos mientras algún esclavo germano te lame los pies?

-Ya veo lo que te interesa de Roma, truhán. Verdad es, y todo lo que imagines allí se hará realidad, por el ojo bisojo de Polifemo. Lo mejor y lo peor del orbe allí se dan cita: los grandes poetas, los oradores y los generales, junto a judíos estreñidos, charlatanes sicilianos o serviles egipcios. Yo soy el único que falta. Pero dime, jovenzuelo, ¿sabes tocar la cítara o solo la usas como almohada?

-Por supuesto que sé tocarla. Además, compongo versos y yo mismo hago el acompañamiento musical – respondió airado Quinto.

-Llegados al campamento me has de tocar algo, que ando buscando algún número musical con el que acompañar nuestras obras, que los hispanos son muy brutos, y quizás algo de música los amanse.

Sentado al calor del fuego, con un trozo de cecina y un tazón de vino caliente, Quinto se sintió revivir tras los días de acoso sufrido. La compañía de Pomponio estaba formada por otros cinco actores que lo mismo representaban los trágicos amores de Dido y Eneas que hacían juegos malabares, contaban historias picantes o lo que fuera menester con tal de sacarles los sestercios al respetable y a veces irrespetuoso público, al que no le dolían prendas en descalabrarles si lo que veían no era de su gusto. Pomponio se reservaba siempre el papel principal, además de escribirlas, aunque la mayoría de las veces, no vamos a decir todas, se limitaba a copiar a autores latinos más antiguos, y, sobre todo a los griegos. Si los protagonistas se llamaban Euclión y Licónides, por ejemplo, los bautizaba como Marco y Antonio, situaba la acción en Pompeya en vez de Atenas, y ya se adueñaba de la obra. Pero en su destierro íbero ni eso le hacía falta, que los turdetanos, layetanos y demás tribus no aguantaban una obra seguida, que pronto perdían el hilo, se liaban y acababan a pedradas, así que con cuatro parlamentos con mucha floritura hacía la obra.

Turbo Multo, el volatinero y especialista en papeles femeninos, le pasó a Quinto un arenque seco, que parecía que todavía no había puesto su apetito al día. Los demás le preguntaron por su vida, pero bien se cuidó de contar ni media verdad. Dijo que había crecido en el campamento de la Legio VII Gemina y que se había lanzado a conocer mundo tras un desengaño amoroso. Poco convincentes le resultaron a Pomponio esas razones, que el muchacho más parecía un fugitivo del belicoso Marte que de la dulce Venus, pero estaba más interesado en los tizones encendidos que con desparpajo clavaba en él, en su risa franca y socarrona a la vez y en la sensualidad que desprendían todos sus movimientos, por nimios que fueran.

Satisfecho su estómago y reconfortado el espíritu, empezaron a brotar los versos con los que Quinto acompañaba sus melodías a la cítara. En su mayoría epigramas que su querido Tíbulo le había enseñado a componer, llenos de travesuras y lances amorosos, de un deseo ingenuo y a la vez rotundo, de zagal por cuyas venas la pasión de un dios corre, posesivo y juguetón como corzo en la ribera. Melodías sencillas, a veces un simple recitado, convertían sus dichos en verdades cristalinas que regalaba a su audiencia con un tono a ratos jocoso, a ratos lírico. Su público de esa noche, veteranos en mil banquetes literarios, se dejaron llevar por esa voz enmarcada en rizos negros que iba desgranando notas y que cada vez que tañía una en su cítara parecía que también tocaba una secreta cuerda de todos los presentes.

Su lado más cínico salía a relucir cuando de hembras se trataba, con versos como

Yo podía privarme de tu rostro,

De tu cuello, tus manos y tus piernas,

de tus pechos, tu culo y tus nalgas,

y para no esforzarme en dar detalles

prescindir, Cloe, de ti toda entera. (1)

Ya era más de medianoche cuando el viento del sur empezó a acariciar a Quinto desatando todos sus instintos. Pomponio, Turbo, Cándido y los demás estaban fascinados como marineros que se dejan llevar por cantos de sirena. Los cómicos, en su viaje sin fin por calzadas infinitas, sentían por primera vez en mucho tiempo el haber llegado al final de su vagar, tal era la sensación de paz que les embriagaba, mezclada con la tensión sexual que desprendía Quinto. Acabó la noche en brazos de Pomponio, que agradecía a Venus la suerte de encontrar en lo más umbrío del bosque este músico de cítara con el que perderse entre sus cabellos llenos de noche, mientras Quinto volvía a recuperar su fe en el amor del prójimo, últimamente muy vapuleada.

(1) Poema de Marcial, Epigramas, Libro III, LIII

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