lunes, 28 de julio de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Cap.IV Sexto y Próspero



Allá se fueron todos al palacio del gobernador, Sexto de amor saciado, Gala en ayunas, Quinto excitado por entrar en la alta sociedad y Pomponio encantado de lo rápido que había sido su protegido en camelar a este matrimonio avenido por conveniencia y ávidos de emociones en su destierro provinciano.

La sala principal del palacio bullía con lo mejor de la sociedad local. Hoscos terratenientes indígenas con sus grandes barrigas; comerciantes romanos, con mirada arrogante y diarrea verbal, conspirando para timar a los labradores y prevenidos contra los armadores galos, altos como armarios y demasiado simples para los tejemanejes de los latinos; sacerdotes de Júpiter Amón, que querían dar cuenta de las predicciones hechas en el duodeno de un carnero sobre el mandato del nuevo gobernador; preceptores griegos y maestros de retórica discutiendo si Baco prefería el tintorro o el clarete al lado de los magistrados municipales que no hacían ascos a ningún caldo. Algunos mandos militares, más perdidos entre tanta pompa que Neptuno en mitad del desierto, no veían la hora de irse al burdel a soltar lastre. Entre todos ellos arribistas y buscavidas de todo pelaje, gentes como Pomponio o Quinto, prontos a aprovechar cualquier oportunidad para medrar. Esperando estaban a Próspero Póstumo, nombrado por Augusto gobernador de la Citerior no solo por sus grandes servicios al estado sino porque su presencia le resultaba más pesada al César que todos los elefantes de Aníbal juntos.

Perrito faldero y brazo ejecutor de Augusto desde los lejanos días de los triunviratos, le ayudó a meter en cintura al senado a base de cortar ilustres cabezas, y luego colaboró con él en sus campañas militares como responsable de suministros, por lo que su puesto estaba en la cómoda retaguardia, en encarnizada lid con sacos de trigo y ánforas de aceite, de las que siempre despistaba alguna para su beneficio. Todo lo agradecido que estaba Augusto a sus servicios no impedía el sopor que le producía su presencia y el hastío de su conversación. Contaban las malas lenguas en los mentideros del foro que el César solo buscaba su compañía cuando no conseguía conciliar el sueño, pero como hacía tiempo que eso no le preocupaba le dio por esposa a una sobrina suya, Crestila Julia, alocada joven de la familia Julia, y lo mandó a Hispania a aburrir indígenas.

El nuevo gobernador había hecho suya la política imperial de vuelta a las antiguas tradiciones republicanas, a la sobriedad y austeridad que caracterizaban a los romanos cuando eran un pueblucho en mitad del Lacio. Contrario a la ostentación y al libertinaje que corrompían a la aristocracia él, plebeyo catapultado a las más altas magistraturas del estado, creía su deber ejercer de censor de costumbres de una nobleza corrupta, amante de las riquezas y el vicio y en nada preocupada en servir al estado. Llegaba con la intención de meter en cintura a todos esos que pasaban la vida entre banquete y banquete, en bacanales de varios días y rodeados de seda, dados y cortesanas. Por su parte, los comerciantes y nobles allí afincados miraban con sorna al vejestorio casado con la jovenzuela solo preocupada por la ropa y los tocados y poco inclinada a la austeridad, y confiaba en que su programa de reformas quedara como en Roma, en buenas intenciones.

Pomponio se movía entre las gentes reunidas en la recepción como pez en el agua, recordando otros tiempos mejores, saludando a todos sin conocer a nadie, regalando atenciones a las damas, interesándose por los más pudientes y buscando lugar preferente para cuando hiciera acto de presencia el gobernador. Recomendó prudencia a Quinto, cachorro en estas lides, que paseaba su hocico pasmado entre gente con ropajes inimaginables para él, mujeres con peinados imposibles y perfumes que parecían hechos por los mismos dioses y le excitaban todavía más de lo natural en él. Mientras preguntaban a Gala y a Sexto por su nuevo compañero, olas de cuchicheos y envidias iban surgiendo y rompiendo contra las columnas de la sala, intentando saber cuál de los dos se llevaba a la cama a ese jabato recién llegado.

Al grito de un edil, enmudeció la reunión e hicieron entrada Próspero Póstumo y Crestila Julia. Él, con toga bordada en oro, coturnos con incrustaciones de piedras preciosas, de la mano de su grácil esposa que más parecía nieta, vestida de amplio escote y moño descomunal ensartado con mil pasadores y liviano vestido que dejaba adivinar las pocas carnes que no iban al descubierto.

En el andar del nuevo gobernador camino de su cátedra se conjugaban toda la pompa y solemnidad del pueblo que había señoreado todas las riberas del mediterráneo. Lento, pausado, barbilla altiva, mirada arrogante, una mano dirigiendo el vuelo de su toga satinada de oros, la otra llevando a su mujercita, demoró su paseo entre los asistentes que ya percibieron, sin ni siquiera oírle hablar, que su estancia en Tarraco iba a ser como su entrada en la gran sala de audiencias, más larga que un día sin vino.

Cuando hubo llegado a su escaño y saludado a las autoridades municipales, tomó la palabra:

-Ciudadanos de Tarraco, salve. No el destino, ni los dioses, sino el mismo Augusto ha otorgado a Próspero Póstumo el honor y la responsabilidad de llevar las riendas de esta provincia, de Hispania entre las primeras. Vienen a mi memoria los lejanos días en que acompañé a nuestro César a las guerras contra los cántabros, donde desde primera línea con mi espada bañada en sangre amplié hasta el mar septentrional las fronteras del imperio.

-Pues yo bien he oído que este bravo soldado era el encargado de los abastecimientos de las legiones, y no se movió de Astúrica Augusta en toda la campaña- cuchichea con su acompañante un rico agricultor, ridículo con el traje de gala que le había comprado su mujer.

-…Quiero hacerles participes de que los laureles del triunfo nunca han cegado mi entendimiento, más incluso, ni lo han nublado…

-Lo que han cegado es tu boca- ríe por lo bajo uno de los maestros de retórica, que piensa ofrecerle sus servicios no más acabe su diatriba.

-…Porque Próspero Póstumo ha antepuesto siempre a su ansia de honores el bien supremo, que no es otro que aquel que hace más grande al senado y al pueblo de Roma…

-Así que las sisas que hacía en los suministros eran para mayor gloria de Roma- se oía al fondo por lo bajo.

-…Quiero comunicarles que la labor que Próspero Póstumo se dispone a desempeñar en esta magistratura será regida por las más altas miras…

-Por eso ya ha hecho mirar quienes son los ciudadanos más acaudalados para que sufraguen alguna de las necesidades de su nuevo cargo.

-…y que la promoción de las artes y las letras será una faceta prioritaria, más incluso, las favoreceré abiertamente, dentro de la decencia y el buen gusto que caracterizan al pueblo romano.

-Se dice que en Roma era amigo de Tito Livio, el historiador, y de pesados que eran los dos, cuando iban a los burdeles, ellos entraban por la puerta y las putas salían por las ventanas, que no hay dinero que pague un sermón de estos, y las putas antes preferían acostarse con ciento un dálmatas antes que dos horas de homilía sobre el final de la monarquía- cuchicheaban los comerciantes romanos sin perder de vista el escote de la señora gobernadora.

-…viene a mi memoria la gran victoria de Actio, donde puse mi brazo una vez más al servicio de Augusto. Con el mismo tesón con el que luchó desde el puente de la galera, Próspero Póstumo llevará el timón de la provincia…

-Me ha contado un marinero que parece que en el viaje desde Roma estuvo postrado y vomitando toda la travesía. En Actio seguro que atacaría a los partidarios de Marco Antonio vomitándoles en el casco- dijo Sexto a Pomponio, al que se le empezaban a cerrar los ojos con tanta épica.

Quinto y Gala habianse quedado atrás entre el gentío que padecía estoicamente el rimbombante discurso. Aprovechando que nadie reparaba en ellos, cogió a Gala de la mano y le recitó quedo al oído

Cada vez que Gala sopesa con sus dedos

un pene erecto y lo mide un buen rato,

indica sus libras, onzas y gramos;

cuando después del trabajo y sus ejercicios

yace aquel como correa floja,

indica Gala cuanto más ligero es.

No es ésta, pues, mano sino balanza. (1)

Versos que cayeron en el ánimo de la abandonada esposa como lluvia de mayo, sobre todo cuando Quinto la ciño a su cintura y pudo sopesar que se traía el íbero entre piernas. Vio Quinto en una esquina una pequeña cámara destinada a la guardia de palacio que se encontraba vacía, y hacia allá llevo a su paloma mientras Pomponio empezaba a enumerar sus hazañas contra los partos. Aunque las hembras no eran su fuerte, Quinto conocía los rudimentos de su funcionamiento, y no tardó en engrasar el mecanismo de tal manera que la dama pronto tomó la misma velocidad que una noria tirada por media docena de asnos. Gala, acostumbrada a amantes lacios y decadentes, se vio sobrepasada por el ímpetu de Quinto y empezó a jadear de manera preocupante, porque entre las montañas de cabezas cortadas por Próspero en Partia se empezaba a oír por la sala de audiencias un jadeante rumor que no parecía de ninguna batalla.

-…y saltando Próspero tras el jefe enemigo, que replegándose rápidamente, más incluso, huyendo abiertamente, quería hurtar la victoria a las águilas romanas que…

Un grito largo y prolongado paró el discurso y la cobarde huida, todos mirándose unos a otros sin saber de dónde surgía el alarido, decididamente poco guerrero. El orgasmo de Gala había roto el clímax del discurso del gobernador, que montó en cólera pero no halló culpable pues huyeron por una puerta lateral que daba a las escalinatas de entrada. El gemido había sacado de su letargo a los oyentes, que agradecieron un poco de excitación para acabar la perorata, aunque no fuera a cargo del orador. Solo Sexto y Pomponio, al comprobar la ausencia de sus acompañantes, se imaginaron lo sucedido. Sexto maldijo el tener que pelear con su esposa hasta por los movimientos de cadera de Quinto, mientras Pomponio se maravillaba de las dotes de su pupilo, que en menos de un día había sorbido el sentido de la infeliz pareja. Gracias a los polvos de este hispano igual nos libramos por una temporada del polvo de los caminos hispanos pensó.

(1) Adaptación del poema LV del libro X de Epigramas de Marcial.

lunes, 21 de julio de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Cap. III Tarraco


Con el nuevo día, Pomponio le propuso a Quinto:

-Mira, nunca he oído a nadie cantar como tú, por las sandalias de Apolo que enamoras a quien te oye. Te propongo que te unas a nuestra compañía. Hoy es poco lo que podemos ofrecerte, pero nuestra suerte está a punto de cambiar.

Nada más quería escuchar Quinto, que desde que llegó sintió otra vez el calor de hogar como el de la taberna de su madre y en Pomponio encontró no solo el amante de una noche sino un maestro. Feliz hizo su entrada en una aldea en la que ejecutaron unos cuantos números de circo y él cantó un par de canciones que movieron a los lugareños a aflojar sus ceños y sus bolsas. Cándido, el más viejo de la compañía, le comentó que con sus versos ya no tendrían que salir al galope de los pueblos como sucedía las más de las veces.

Con paso mortecino tiraban las mulas de las carretas a la caída de la tarde, mientras Pomponio y Quinto hablaban en el pescante.

-Mira, esta vía lleva directamente a Tarraco, capital de la provincia y una de las más grandes ciudades de Hispania. Hacia allá nos dirigimos, que grandes oportunidades nos aguardan, por las legañas de Hércules. Me ha llegado la noticia de que en la ciudad se hallan Sexto Parco y su esposa, Gala Rala, caballero romano que conozco tiempo ha, amigo del juego, el teatro y los jovencitos. Si nos ponemos bajo su protección no ha de faltarnos nada, y con satisfacer su vanidad, dejaremos de errar por estos caminos.

-¿Y cómo se satisface la vanidad de un caballero romano, que yo no he tratado más arriba de centuriones?

-Tiene inclinaciones literarias, aunque ninguna dote. Habrá que alabar sus escritos, a pesar de que cuando los lee en alto hasta las musas corren a refugiarse en el Hades por no escuchar tanta necedad una detrás de otra. Además, seguro que se prenda de ti, moreno mocetón, que en Roma tuvo un amante íbero de tu gracia.

-Si el viejo verde nos da para vivir, ya le daré yo vida alegre, que soy bien agradecido. Y Tarraco bien vale un revolcón, y quizás alguno más.

-Veo que me entiendes. Con la adulación y el fingimiento podemos vivir de la liberalidad del licencioso Sexto el tiempo que queramos. Y él nos introducirá entre la aristocracia de la ciudad, donde las oportunidades de ganancia no han de faltar.

-¡Vamos pues! ¡Tarraco espera! Gritó al horizonte tras el que se hallaba la primera ciudad que pisaría Quinto, y ya la sangre juvenil bullía en sus venas, ansiosa de novedades.

Cuando al fin estuvieron bajo las murallas de Tarraco, enmudeció Quinto ante los grandes lienzos que abrazaban la ciudad haciéndola inexpugnable, cerrándola sobre sí misma y abriéndola al mar. Señoreaba desde su privilegiada situación todos los contornos, y se sintió Quinto empequeñecer ante los tejados de los templos y los palacios de la ciudad alta que parecían acariciar los cielos, que a su parecer así debían ser los de Troya. Pomponio sintió el penetrante y familiar olor que desprende una ciudad, mezcla de calor animal y sudor humano, humo de figones, aceite quemado e inmundicias acumuladas en las esquinas de las calles.

-Por fin el olor de la civilización, por las canas de Neptuno, cuanto lo echaba de menos.

Tarraco, capital de la provincia de la Hispania Citerior, centro de vino y vicio, poseía un puerto floreciente al que llegaban artesanías de Alejandría, tan caras como frágiles, cortesanas griegas recién licenciadas en hacer el amor a cualquier tipo de ser animado, perfumes de Corinto que embotan el cerebro o manufacturas de Italia, caras y resistentes, y hasta sedas del más remoto oriente, mientras de allí salían el vino y el aceite íberos. Gentes de todo el imperio llenaban sus populosas calles, los foros y mercados. Quinto nunca se había movido entre un gentío tan variopinto, y todo le arrastraba: el esclavo negro de mirada humillada y cuerpo apolíneo, la dama que pasaba en una silla de mano, lánguida y ensimismada; el barbero adecentando a sus clientes a la puerta de su local; el comerciante judío cerrando un trato con el armador libio, los cosetanos, naturales de la región, cejijuntos semi bárbaros amigos de la bronca y la molicie apostados en los cruces de las calles a ver que podían distraer a los viandantes, todo era torbellino multicolor para el pueblerino de Quinto. Al pasar ante el templo de Júpiter, con sus columnas que se perdían en lo alto y su frontón historiado no pudo reprimir un gemido de reverencia y miedo. Pomponio, que para nada se dejaba impresionar por los dioses o por sus moradas, ya había localizado la de Sexto, un palacio en la ciudad alta lindante con el foro. Un liberto viejo y cojitranco les informó de que su señor estaba haciendo negocios en el puerto, y les pidió que le esperaran en el amplio atrio hacia el que daban las habitaciones principales de la casa, que husmeo discretamente Quinto, que nunca había visto paredes pintadas con escenas mitológicas y mosaicos que cubrían el suelo entero de una estancia.

-Ha medrado bien Sexto Parco, por los juanetes de Aquiles- ponderó Pomponio mientras miraba el Cupido pelotudo que remataba el pequeño estanque del atrio. Cuando yo le conocí en Roma había apostado toda su hacienda a los dados y vivía del noble arte del sablazo. Pero aquí le tienes, viviendo como un sátrapa, solo le falta su busto en mármol para ser un padre de la patria, que amor a los jóvenes nunca le ha faltado.

-Y tiene más esclavos y libertos que soldados la legión. Entre tantas riquezas, seguro que algo se nos quedará entre los dedos- echaba cuentas ya Quinto de lo que podía rentarle el aristócrata mariposón.

Cuando llegó el sol a lo alto y desde el Pretorio se corrió la voz de calle en calle de que ya era mediodía, dejaron las gentes sus labores, bajó el bullicio y se fue cada cual a comer. Al poco, entró en escena Sexto Parco, rechoncho y cachazudo, sudorosa frente que poco a poco se hacía una con el cogote, nariz rota y ojos chiquitos de cangrejo. No más meter los pies en el atrio quedó fijo en Quinto Terco, a la sazón sentado al borde de la fuente y jugando a salpicar a la pícara estatua de Cupido, todos los rayos del sol reluciendo en sus rizos de azabache, las piernas cruzadas como desnudo nudo que asfixiaba al mirar, la mirada franca y socarrona que le dejó sin voz. Antes de que saliera de su sorpresa, terció Pomponio:

-Sexto, Sexto Parco, de pie esperamos el honor para este pobre actor y su compañía de que tengas a bien el recibirnos. Cuando nos enteramos de que te hallabas en Tarraco, rogué a los dioses manes nos dieran la oportunidad de venir a rendirte pleitesía, que caballero tan principal bien lo merece.

-Vaya vaya… si es Pomponio… cuanto tiempo… siempre tan pomposo- atinó a decir el señor de la casa mientras seguía pendiente de los juegos fluviales de Quinto. Saludos, saludos, y sed bienvenidos a mi humilde casa.

-Vivamente me acuerdo de los banquetes literarios y otros entretenimientos allí, en nuestra añorada Roma.

-Verdad es. Tuviste que ausentarse por un patinazo con Mecenas, ¿no es verdad? Ya recuerdo. ¿Sigues con tus comedias?

-Mi vida toda es una comedia, y a pesar de estos cabezas huecas de hispanos que no saben apreciar mi arte, la última escrita es siempre mejor a la anterior, por el refajo de las musas.

Pronto se hizo presentar a Quinto, sobre aviso por el nerviosismo de Sexto de que su corazón cabalgaba desbocado, y él era el jinete que lo espoleaba.

-Pomponio no para de contar el arte con que maneja odas y elegías. Yo también hago mis pinitos en ello y espero aprender mucho de usted.

-Y yo gustosamente te enseñaré todo lo que quieras, que no hay más que verte para imaginar que estás muy bien dotado.

-Tengo sed de saber y busco quien la sacie- dejo caer Quinto mientras se echaba una mano al pecho y otra a la entrepierna, pero antes de que Sexto diera un traspiés terció Pomponio.

-El teatro está en crisis, el público ya no escucha respetuoso los hechos de los grandes héroes o los dioses, no, Júpiter los chamusque a todos. Hoy solo quieren saltimbanquis y mimos, que más parece circo que teatro.

-Quizás dices bien, Pomponio. Aquí en Tarraco está próximo a terminarse un teatro en piedra, pero no hay ningún autor que pueda escribir una obra lo suficientemente buena para la inauguración. Y yo parece que no gozo del interés de las musas.

-Como puede ser eso. Todavía me estremezco al recordar alguno de tus escritos. Tus versos movían almas. Había tortas por acudir a los banquetes en los que leías tus obras.

-Sí, pero en cuanto cambié de cocinero bajó mucho la asistencia, así que igual no iban por mis hexámetros y sí por mis pollos en pepitoria. Eran otros tiempos, ahora soy hombre casado y tengo que llevar el negocio de mi suegro, rico comerciante de Ostia. Me ha mandado a este agujero provinciano a que organice su comercio de vino y aceite. Si algún día quiero heredar su negocio tengo que dar el callo primero, así que en vez de liras y versos hoy paso los días entre ánforas y odres.

-Mis felicitaciones, no sabía que tenías esposa.

-Pues pronto tendrás el disgusto de conocerla, que estará al llegar del mercado. No te voy a engañar, me casé por su dote, pero en lo demás cada uno hace lo que le place- dijo mirando a Quinto, que callado atendía la conversación. Ella tiene sus amigos, y yo los míos.

En esto, llegó Gala Rala, la amante esposa, alta y seca, deje nasal y nariz aberenjenada, ojos como queriendo huir de la vecindad de esa prominencia y boca coronada de un labio superior arrugado y con lunar del tamaño de una lenteja bien surtido de pelos. Agradecida tenía que estar a su padre, no por los genes heredados, sino por la dote con que la hizo atractiva a nobles arruinados como Sexto. Con el dinero consiguió marido, pero en la cama no ejercía como tal, por lo que tenía que meter en ella cualquier desesperado de la localidad o fatuo que esperara medrar a sus pechos. Sexto y Gala eran famosos entre la pequeña sociedad local por sus correrías amorosas, el tras jovencitos, ella tras lo que se dejase, dándose el caso de haberse pisado alguna pieza. Hijos del libertinaje de la capital, se comportaban en Tarraco como si estuvieran entre las colinas de Roma, cuando la sociedad local era más timorata y miraba con incredulidad los lances del noble arruinado y la plebeya enriquecida.

El encontrarse con un compañero de orgías y banquetes levantó el ánimo de Sexto, que rápidamente tomó bajo su protección a toda la compañía de teatro. Mandó preparar alojamiento en su villa a Pomponio y Quinto, que le interesaba tenerlo cerca, y al resto les cedió un habitáculo maloliente en la ciudad baja. Esa misma tarde daba Próspero Póstumo, nuevo gobernador, una recepción en la que estaría la flor y nata, y Sexto decidió invitar a sus protegidos y presumir de efebo en la reunión.

-Pero yo no tengo ropa adecuada para algo así- se quejó Quinto

-Yo podría buscarte alguna prenda- dijo tímidamente Gala

-Quizás te convendría descansar querida, que llevas una mañana muy agitada. Ya buscaré algo adecuado para nuestro joven amigo.

Mientras Pomponio contaba a una Gala contrariada sus peripecias, llevó Sexto a Quinto a una pieza anexa a su dormitorio donde tenía su guardarropa. Sexto empezó a rebuscar entre sus túnicas y cuando se dio la vuelta se encontró con un Quinto desnudo y con una sonrisa traviesa pintada en su cara. Se acercó lentamente a él mientras el noble vinatero miraba embriagado con la boca abierta. Llegado a su vera hizo que se agachara y se la llenó, no le fueran a entrar moscas.

Quinto quedó un poco decepcionado de la flacidez de los caballeros romanos, nada que ver con las rocosas nalgas y fornidos pechos peludos de sus soldados. Pero a pesar de su alto abolengo, o por ello, Sexto se mostraba solícito y servicial en manos de Quinto, quien pensó que una buena cabalgada de vez en cuando tendría a Sexto comiendo en su mano el tiempo que quisiera.

-Querido, ¿has vestido o desvestido a nuestro huésped? – espetó venenosa Gala al ver aparecer a su marido no recuperado del todo del ataque de la caballería íbera.

-Ha sido difícil encontrar túnica a su medida. Es tan poderoso… de espaldas, quiero decir. Acaso haya que mandarle hacer una.

-Qué bien luces, bribón. Con esas galas pareces Ganímedes, el copero de los dioses- comentó Pomponio mientras pasaba revista a Quinto.

-¿No era ese uno que andaba poniendo el culo por las esquinas del Olimpo?- apuntilló Gala

-Sí, su belleza no era codiciada solo por las mujeres, pero Quinto se debe a su arte, a la música y a la poesía.

-Ya me gustaría ver como tocas, que se me antoja que no lo haces del todo mal.

-Señora, cuando quiera me pongo en sus manos y recito al son que usted me marque.

-Bueno bueno, vayamos con la música a otra parte, que la audiencia ya empieza- zanjó nervioso Sexto, que asistía incomodo al coqueteo de su fiel esposa con su nuevo amante, igual de fiel.

lunes, 14 de julio de 2008

Obras y amores de Quinto Terco. Capítulo II: Pomponio



No era necesario tener un espíritu de supervivencia muy desarrollado para imaginar que Roma no iba a dejar sin castigo la descomposición y evaporación de una de sus legiones, por más que los méritos de la Burritrancae solo fueran el trasiego de vinos hasta en las condiciones más adversas. Los Terco, aunque la madre dejó hacer a los aventados conspiradores en la bodega de la taberna, creían estar fuera de peligro, por lo que no tomaron ninguna precaución, no como otros lugareños que levantaron el vuelo por miedo a las águilas romanas.

Cuando la columna de castigo cayó sobre Ventorrillo, Quinto se hallaba con su cítara en el cercano bosque que cerraba el norte del páramo con una verde cenefa llorando a Tíbulo, que había encontrado la muerte por el mismo conducto que tanta vida le había dado a él. Gritos ahogados y carreras truncadas a golpes de espada, cuerpos fríos en las esquinas y fuego en las calles principales, niños llorando solos abandonados de toda esperanza; desde la copa de un haya todo esto vio con ojos alucinados. Al caer la noche lloró al divisar las llamas de la taberna de su madre. Con el alma en vilo fue testigo de cuanta puede ser la crueldad del hombre para el hombre, de cómo un cuerpo bello puede acabar en despojo sanguinolento, como su mundo se hacía pedazos ante sus ojos.

Solo y despavorido como lechuza desplumada pasó la noche en una rama, y el nuevo día le trajo peores noticias. En un altozano cercano los soldados empezaron a crucificar a parte de los hombres del pueblo, su padre entre ellos. Horrorizado ante la loma erizada de cruces y la visión de su padre tiñendo con su sangre la tierra que tanto le había visto sudar, junto a los gritos y súplicas del resto de desgraciados, huyó por un sendero apenas insinuado entre la espesura dirección levante. Más de la mitad de la población de Ventorrillo, todos los hombres que no fueron crucificados y gran parte de las mujeres y niños fueron apresados y vendidos como esclavos. Los romanos bien se guardaron de enterrar en el olvido esta vergonzosa derrota y la villa en adelante fue más fuertemente vigilada desde aquel suceso.

Quinto vagó sin rumbo por los bosques durante varios días , temeroso de soldados y alimañas, alimentándose de bayas y bebiendo de los arroyos. Acostumbrado estaba a tener legionarios a su espalda, pero con intención de empalarle más que de crucificarle. La diosa Fortuna, en un momento, había dado un vuelco a su vida amable y regalada. Ahora el pasado le perseguía y el futuro no existía. Solo por primera vez en su vida, pensó en su madre y hermanos vendidos como esclavos, en el cruel fin de su padre, en Tíbulo muerto en sus brazos, juntos ahora en el seno del Hades. De toda su corta vida solo le quedaban la cítara y la seguridad de que nunca podría volver a Ventorrillo.

Sin saber qué camino tomar, con el corazón lleno de ausencias y miedo, deslizándose como furtivo por lo más umbrío de los bosques, una noche el cansancio le cogió en un pequeño claro cerca de un riachuelo de aguas saltarinas. Con la cítara por almohada, en improvisado lecho de hojas caídas, rumió sus cuitas un rato antes de quedar dormido. Sueños revueltos de rueda de molino le acechaban, parcas locas ríen entre los escombros de la taberna de su madre, brota del trigal de su padre negro aceite de roca que tiñe todo el horizonte.

Pero de repente:

- ¡Despierta, despojo mortal, despierta y besa los pies de tu dios! rastrojo que va barriendo secas barrancas, harapo libidinoso, responde ante mí de tus actos. Tú, que has gozado de amores solo permitidos a los habitantes del Olimpo, tú, que has mancillado cuerpos para ti vedados en vez de ayuntarte con hembras como tu baja condición te impone, sufrirás mi justa ira. Tu nefando amor será tu condenación, hasta el fin de los tiempos padecerás el castigo que te impongo, que tu impúdico miembro sea introducido en loco avispero donde cuenta darán de su vicio, y en el pozo de las almas por toda la eternidad seas aguijoneado sin tregua.

Mientras tales maldiciones caían sobre Quinto, encogido en su agreste lecho, más se acercaba la tonante figura que como uno de los moradores del Olimpo, sino el mismo Júpiter, lucia larga toga alba que la luz de luna envolvía en destellos plateados. Altas botas de lustrosa piel y manto ribeteado en púrpura dotaban al ser de un aura sobrenatural. No había duda, por más que huía de la muerte, allí estaba para llevárselo, su hora era llegada. Cuanto más se acercaba al desvalido Quinto, más aumentaba su pavor al ver un rostro blanco como la porcelana, negras cuencas en vez de ojos y una boca inmóvil a pesar de las maldiciones que como nido de sierpes salían por ella.

Cuando el imponente mensajero del Averno estuvo a un palmo de la boca sin resuello de Quinto, que ya se despedía de este mundo, de todos los cuerpos que había amado y de los que se quedaría sin catar, éste soltó una risotada imponente y dijo:

-Veo que te ha gustado mi monólogo, por todos los sátiros. Llevo días puliéndolo, pero por la cara de susto que has puesto, creo que no he perdido el pulso a la hora de conmover al espectador. Pero dime, ¿qué haces tan solo por estos pagos?

-So… so… soy Quinto Terco, pero, qué es eso que llevas puesto?

- Y yo Pompnio Porto. ¿De dónde has salido, fauno dormilón, que no sabes que esto es una máscara de teatro? Estaba ensayando un fragmento de mi última obra mientras paseaba por el bosque, y hete aquí que me encuentro con un inesperado espectador, aunque dormido, como muchos de los que van al teatro, que solo usan las gradas para roncar. Pero venga, di que haces solo y a deshora.

-Bueno, soy músico ambulante y me cogió la noche sin hallar posada y acampé en este claro. Mintió Quinto mientras se recuperaba de la aparición.

-¿Y solo llevas la cítara por equipaje? Curioso músico que se asusta ante una simple máscara. Pero en fin, por las huecas cabezas de los centauros, vente con nosotros, estamos aquí cerca acampados, y por esta noche te daremos techo y lecho.

No estaba Quinto en condiciones de negarse, y su anfitrión, quitada la máscara, era tan rubicundo como afable. En el camino hacia los dos carros que componían la compañía de Pomponio Porto, explicó éste que eran un grupo de teatro ambulante que había cosechado grandes éxitos en Roma, pero caído en desgracia, se veían obligados a vagar por provincias, donde los brutos indígenas no diferenciaban entre un drama y una pelea de gallos.

-Yo, que he helado la respiración de todo Roma con mis tragedias, que he movido a la risa hasta al mismísimo Augusto con mis comedias, que he inflamado el pecho de las vestales y erizado el rancio pellejo de los senadores, por una pequeña burla hecha a Mecenas tuve que poner tierra de por medio y aquí me ves, cinco años entre la Galia e Hispania llevo, en esta tierra de bárbaros. Pero por el ave fénix que volveré a la Urbe y ceñiré nuevamente los laureles del triunfo, si no yo mismo desplumaré a ese pajarraco.

-Roma, cómo quisiera conocerla! ¿Es verdad que allí hay esclavos nubios que satisfacen hasta deseos que no sabías que existían y que en las villas de la Vía Apia las fiestas duran varios días, animadas por cortesanas griegas y bailarinas de Gades? ¿Que en los grandes banquetes puedes escuchar a Ovidio u Horacio recitando sus versos mientras algún esclavo germano te lame los pies?

-Ya veo lo que te interesa de Roma, truhán. Verdad es, y todo lo que imagines allí se hará realidad, por el ojo bisojo de Polifemo. Lo mejor y lo peor del orbe allí se dan cita: los grandes poetas, los oradores y los generales, junto a judíos estreñidos, charlatanes sicilianos o serviles egipcios. Yo soy el único que falta. Pero dime, jovenzuelo, ¿sabes tocar la cítara o solo la usas como almohada?

-Por supuesto que sé tocarla. Además, compongo versos y yo mismo hago el acompañamiento musical – respondió airado Quinto.

-Llegados al campamento me has de tocar algo, que ando buscando algún número musical con el que acompañar nuestras obras, que los hispanos son muy brutos, y quizás algo de música los amanse.

Sentado al calor del fuego, con un trozo de cecina y un tazón de vino caliente, Quinto se sintió revivir tras los días de acoso sufrido. La compañía de Pomponio estaba formada por otros cinco actores que lo mismo representaban los trágicos amores de Dido y Eneas que hacían juegos malabares, contaban historias picantes o lo que fuera menester con tal de sacarles los sestercios al respetable y a veces irrespetuoso público, al que no le dolían prendas en descalabrarles si lo que veían no era de su gusto. Pomponio se reservaba siempre el papel principal, además de escribirlas, aunque la mayoría de las veces, no vamos a decir todas, se limitaba a copiar a autores latinos más antiguos, y, sobre todo a los griegos. Si los protagonistas se llamaban Euclión y Licónides, por ejemplo, los bautizaba como Marco y Antonio, situaba la acción en Pompeya en vez de Atenas, y ya se adueñaba de la obra. Pero en su destierro íbero ni eso le hacía falta, que los turdetanos, layetanos y demás tribus no aguantaban una obra seguida, que pronto perdían el hilo, se liaban y acababan a pedradas, así que con cuatro parlamentos con mucha floritura hacía la obra.

Turbo Multo, el volatinero y especialista en papeles femeninos, le pasó a Quinto un arenque seco, que parecía que todavía no había puesto su apetito al día. Los demás le preguntaron por su vida, pero bien se cuidó de contar ni media verdad. Dijo que había crecido en el campamento de la Legio VII Gemina y que se había lanzado a conocer mundo tras un desengaño amoroso. Poco convincentes le resultaron a Pomponio esas razones, que el muchacho más parecía un fugitivo del belicoso Marte que de la dulce Venus, pero estaba más interesado en los tizones encendidos que con desparpajo clavaba en él, en su risa franca y socarrona a la vez y en la sensualidad que desprendían todos sus movimientos, por nimios que fueran.

Satisfecho su estómago y reconfortado el espíritu, empezaron a brotar los versos con los que Quinto acompañaba sus melodías a la cítara. En su mayoría epigramas que su querido Tíbulo le había enseñado a componer, llenos de travesuras y lances amorosos, de un deseo ingenuo y a la vez rotundo, de zagal por cuyas venas la pasión de un dios corre, posesivo y juguetón como corzo en la ribera. Melodías sencillas, a veces un simple recitado, convertían sus dichos en verdades cristalinas que regalaba a su audiencia con un tono a ratos jocoso, a ratos lírico. Su público de esa noche, veteranos en mil banquetes literarios, se dejaron llevar por esa voz enmarcada en rizos negros que iba desgranando notas y que cada vez que tañía una en su cítara parecía que también tocaba una secreta cuerda de todos los presentes.

Su lado más cínico salía a relucir cuando de hembras se trataba, con versos como

Yo podía privarme de tu rostro,

De tu cuello, tus manos y tus piernas,

de tus pechos, tu culo y tus nalgas,

y para no esforzarme en dar detalles

prescindir, Cloe, de ti toda entera. (1)

Ya era más de medianoche cuando el viento del sur empezó a acariciar a Quinto desatando todos sus instintos. Pomponio, Turbo, Cándido y los demás estaban fascinados como marineros que se dejan llevar por cantos de sirena. Los cómicos, en su viaje sin fin por calzadas infinitas, sentían por primera vez en mucho tiempo el haber llegado al final de su vagar, tal era la sensación de paz que les embriagaba, mezclada con la tensión sexual que desprendía Quinto. Acabó la noche en brazos de Pomponio, que agradecía a Venus la suerte de encontrar en lo más umbrío del bosque este músico de cítara con el que perderse entre sus cabellos llenos de noche, mientras Quinto volvía a recuperar su fe en el amor del prójimo, últimamente muy vapuleada.

(1) Poema de Marcial, Epigramas, Libro III, LIII

lunes, 7 de julio de 2008

Obras y amores de Quinto Terco


Capítulo I Ventorrillo

La muy noble y muy antigua villa de Ventorrillo del Páramo, lugar en el alto llano castellano, entre Pancorbo y Despeñaperros, es un enclave habitado desde los albores de la historia. Sin duda, su posición estratégica, justo en mitad de ninguna parte, no le ha ayudado en exceso, pero la madre tierra derramó generosamente sus dones sobre ella para hacerla uno de los ombligos del orbe.

El subsuelo de la villa se halla entreverado de un intrincado sistema de cuevas naturales, que se cruzan y confunden, se hunden en las entrañas o afloran aquí o allá entre pedregales o ribazos secos. Las arterias principales, las mejor conocidas, han sido desde siempre utilizadas para defenderse de invasores y el almacenamiento de mercaderías. Las galerías angostas, las más, finos hilos que se derraman hasta lo remoto, solo son visitadas por pequeños roedores, insectos y el aire, que se cuela hasta el último resquicio. Porque el humilde aire es el protagonista primero de esta historia, pues gracias a él y por desgracia, ha forjado el temperamento del lugar.

Ventorrillo se halla a merced de todos los vientos del mundo, que lo barren desde los cuatro puntos cardinales. Desde las gélidas ráfagas siberianas al abrasador viento del desierto o la tenue brisa de la costa, el aire que se pone en movimiento en cualquier parte del globo, acaba recalando en Ventorrillo. Allí busca las entradas de las cuevas, las aberturas cegadas por zarzas y follaje, las tapiadas por la mano del hombre, y circula por los incontables recodos de las secretas galerías.

Todo viento que llega a Ventorrillo y se pierde en el laberinto subterráneo termina por amansarse, convirtiendo su movimiento en telúrico sonido surgido al acariciar las duras aristas de las rocas, frotar las rugosas paredes o reverberar en ondas simas sin fin. Todo el poder de estas fuerzas volanderas se trasmuta en enigmática música en el gran órgano natural sobre el que se asienta el pueblo.

Esta melodía hecha piedra y aire ejerce un influjo determinante sobre todas las almas del pueblo desde el momento mismo de su nacimiento. Igual que en otros lugares hacen la carta astral para saber el futuro y el carácter de los recién nacidos, en la capital del Páramo consultan el viento predominante ese día para saber de qué pie cojeará de mayor. A veces, la música secreta se hace tan presente que no solo se escucha en el silencio de la noche, sino en el trajín de la vida diaria, inclinando la voluntad colectiva en una dirección u otra. Todos los acontecimientos señeros de la historia humana, desde el auge del imperio romano, el descubrimiento de América o la invención de la minifalda, crearon perturbaciones en la atmósfera que se convirtieron en corrientes de aire que terminaron reverberando en los tubos naturales del gran órgano subterráneo. La melodía así nacida, cargada del espíritu del hecho que la produjo, se señorea de los habitantes del pueblo, que todos a una actúan en la misma dirección que el suceso por el que se hallan poseídos, aunque los resultados suelen distar bastante del hecho originario, que la aportación de la idiosincrasia local hace de las suyas.

Cuando don Pelayo frenó en seco al moro en Covadonga, los ecos llegados a Ventorrillo hicieron que pasaran a cuchillo a la pequeña guarnición que Muza había apostado en las afueras y escondieran los cuerpos bajo las pocilgas de los cerdos. Sin embargo, los grandes procesos inquisitoriales contra brujas y demás herejes en la edad media se reflejaron en la villa en un marcado gusto por lo esotérico y lo arcano que llega hasta nuestros días. La invención de la imprenta dio pie a que se formara el primer club de lectura del mundo, volcado hacia la literatura pornográfica que tantos cultivadores ha tenido y tiene en el pueblo.

Era Ventorrillo en el siglo I antes de Cristo un villorrio tiempo ha conquistado por los romanos, ciertamente sin gran oposición. Al ver a las legiones en el horizonte del Páramo, Verdejo, caudillo del pueblo, tomó la valiente decisión de iniciar una larga galopada que no cesó hasta Finisterre. El resto de aborígenes, viendo que Valdenabo, la siempre vil, villa vecina y rival ancestral por hacerse con la preeminencia en el Páramo, se resistía al invasor, decidieron tomar partido por el senado y el pueblo de Roma. Cualquier cosa con tal de no estar en el mismo bando que sus vecinos. Intentaron ganarse la benevolencia de los conquistadores con ofrendas a base de huevos de toro y cabezas de gallinas, que fueron tomadas por éstos como una muestra más de barbarie, como el dormir entre vacas y cerdos o las peleas de barrigazos los días de fiesta.

Augusto el dios regía las vidas de todos los pueblos que se bañaban en el mediterráneo, y también las de los de secano como Ventorrillo, cuando una noche de simún abrasador, viento desértico, tórrido y tormentoso, sensual e inquieto, vino al mundo tras la barra de la taberna que regentaba su madre el primer hijo ilustre de Ventorrillo, Quinto Terco. Este viento, que rara vez se deslizaba por aquellas calles, insufló en nuestro héroe una pasión desmedida por los placeres de la vida, una líbido en constante ebullición, difícil de contener y que haría de hombres y mujeres objeto de su desbocado deseo. Sus ojos tensos y vibrantes encerraban toda la profundidad y la magia de los grandes mares de arena, una mirada que desarmaba voluntades y desnudaba conciencias, dejándolas a su merced. Lleno de esa sed de absoluto de los desiertos de oriente, Terco se inclinó desde niño por las artes, ora la lira ora la pluma, como manera de apaciguar un alma abrasada por ansias sin fin y deseos sin freno.

Fue su padre uno de los primeros en gozar de la alta tecnología romana y arrear con el arado surco arriba surco abajo de sol a sol. Mientras Pinto Terco llenaba los graneros del imperio, su esposa Marcia llenaba los buches de sus legionarios, a la sazón acantonados en sus alrededores, pues la música misteriosa que a veces poseía a los del pueblo hacía conveniente una vigilancia diligente. Los hombres de la Legio XIII Burritrancae, curtidos en mil figones y victoriosos en otras tantas tabernas, velaban por los intereses de Roma apurando los cálices hasta el fondo.

Desde una de esas cavernas Marcia intentaba sacar adelante a su numerosa prole con todas las artimañas posibles. Era uso de la época beber el vino rebajado con agua, pero Marcia era más partidaria del agua con vino, que dejaba más ganancia. Alguna vez acabó de los pelos en mitad del foro o con un ánfora por sombrero por estas pequeñeces, o por la costumbre que tenían sus hijos de aligerar las bolsas de los parroquianos cuando iban muy cogorzas, pero pronto volvían las aguas a su cauce.

Era Marcia poco agraciada aunque de natural generoso, lo que la llevaba a repartir sus atenciones y su cuerpo con todo aquel dispuesto a ofrecer una pequeña aportación. Si Mesalina tiempo después fue capaz de yacer en una noche con toda la guardia pretoriana, Marcia hizo lo mismo con una centuria completa, abriendo al día siguiente el tugurio como si tal cosa.

En este ambiente tan varonil pasó sus primeros años Quinto, ayudando en las tareas del campo y en la tasca, donde aprendió el latín patibulario con el que tiempo después escribiría sus más famosos epigramas. Aunque la economía familiar no fuera muy boyante, acudió a una escuela regentada por un legionario ya retirado, donde a base de coscorrones y sopapos aprendió los rudimentos de la escritura. El continuo contacto con la soldadesca terminó de completar su formación, que la ociosidad en la que vivía la Burritrancae hizo que los legionarios menos brutos enseñaran a Quinto lo mejor de la poesía que llegaba de Roma, canciones que habían oído en los teatros, las leyendas de los grandes dioses del Olimpo, revestidos con esa dignidad y magnificencia de la que carecían los dioses locales, siempre con olor a estiércol y a humedad. Poco a poco fue llenando su mente con aquellos lugares que se le antojaban de otro mundo, Alejandría con su casi infinita biblioteca, Atenas y sus jardines donde habitaba la sabiduría, Roma, la capital del mundo y de los placeres.

Sudar la gota gorda bajo el sol del Páramo pronto se le reveló que no era para él, por lo que puso más empeño en secundar a su madre en su noble oficio. Entre odres y cálices de la taberna, tablillas de cera donde aprendió a sumar y restar, tardes en las bulliciosas calles de la próspera Ventorrillo jugando con escudos y espadas de madera y noches oyendo las historias de los legionarios, que ahítos de vino daban rienda suelta a su morriña, fueron pasando los primeros años de Quinto, aquellos en que, como las abejas, fue libando el néctar de las más hermosas flores que en el jardín de su infancia crecieron, para con él hacer la dulce miel que llenó su alma chica.

No bien cumplidos los catorce años Tíbulo, un rocoso mocetón de Padua, le puso con el culo en pompa mirando para la Tarraconense, dejando indeleble recuerdo en Quinto, que en cuestión de amores siempre prefirió ser vaina antes que espada. Sus cuatro hermanos se solían mezclar entre la clientela para aligerarla de cualquier objeto que consideraran prescindible, mientras Quinto deslizaba sus manos bajo túnicas y armaduras, escuchaba antiguas historias de la guerra de la Galia mientras los veteranos jugaban a los dados, y acababa las noches entre los brazos de Tíbulo, que le prometía llevarlo a su tierra cuando se licenciara. Saciados de amor y vino les encontraba el alba la mayor parte de los días, en su pequeño nido de amor hecho en la trastienda de la taberna, Quinto con el cuerpo pegado a su legionario y su mente vagando por esos mundos lejanos y misteriosos, promesas de lujo y sofisticación, días de placeres, noches de lujuria.

El año nueve antes de nuestra era, fue enviado Varo como legado imperial a Germania con el objetivo de acabar de someter la región recién conquistada para Roma. Pero los germanos tenían otra opinión sobre el asunto, y en el bosque de Teotoburgo emboscaron y dieron matarile a tres legiones con su general al frente. En la vorágine de la carnicería se formó un ramalazo de viento huracanado que dejó las selvas germánicas para acabar reverberando bajo las grutas de Ventorrillo, poseyendo a sus hasta ese momento pacíficos habitantes, que se vieron impelidos a zafarse del yugo romano.

Amaneció el día como tantos, y cuando el sol estaba en lo alto, todas las tabernas del pueblo estaban llenas con los legionarios ociosos dispuestos a trajinar el vino del lugar, de bronco paladar. Pero esta vez el vino iba mezclado con bilis de salamandra y leche avinagrada de burra, cuyo efecto laxante es tal que hace imposible que le pare en el cuerpo nada al desgraciado que lo ingiera. Pronto las letrinas se vieron desbordadas de legionarios tan sueltos de vientre que muchos murieron con el culo pegado a ellas. Emponzoñaron también los aljibes que surtían los cuarteles de la legión, con lo que al cabo de una semana no quedaban en pie más de medio centenar de soldados de olor apestoso que fueron rematados sin problemas a golpes de azada. Con esta estratagema, Ventorrillo se adelantó en siglos a lo que sería conocida como guerra química.